– Tendremos que mantenerte oculto, Tornado. Sólo te montará el Zorro -le dijo, y el caballo respondió con un relincho y una sacudida de cola.
El resto de la tarde se fue en asar unos mapaches y unos pájaros, que habían conseguido cazar, y en ponerse al día de las malas noticias.
Al caer la noche, Isabel, rendida, se envolvió en una manta y se quedó dormida junto al fuego. Entretanto, Toypurnia escuchó de boca de su hijo la tragedia de Alejandro de la Vega. Le confesó que lo echaba de menos, era el único hombre al que había amado, pero no había podido permanecer casada con él. Prefería la miserable existencia nómada de su tribu a los lujos de la hacienda, donde se sentía prisionera. Había pasado la infancia y la juventud al aire libre, no soportaba la opresión de paredes de adobe y un techo sobre su cabeza, el estiramiento de las costumbres, la incomodidad de los vestidos españoles, el peso del cristianismo.
Con la edad Alejandro se había vuelto más severo para juzgar al prójimo. Al final tenían poco en común, y cuando el hijo se les fue a España y se les enfrió la pasión de la juventud, no quedó nada. Sin embargo, se conmovió al oír la suerte de su marido y ofreció su ayuda para rescatarlo de la mazmorra y esconderlo en lo más recóndito de la naturaleza. California era muy vasta y Toypurnia conocía casi todos los senderos.
Le confirmó que las sospechas del padre Mendoza eran ciertas.
– Desde hace un par de meses tienen una barcaza grande anclada en el mar, cerca de los bancos de ostras, y transportan a los presos en botes pequeños -dijo Toypurnia.
Le explicó que se habían llevado a varios jóvenes de la tribu y que los obligaban a bucear desde el amanecer hasta la puesta del sol. Los bajaban al fondo atados con una cuerda, con una piedra como peso y un canasto para echar las ostras. Cuando tiraban de la cuerda, los izaban al bote. La cosecha del día se depositaba en la barcaza, donde otros presos abrían las ostras en busca de las perlas, tarea que les destrozaba las manos.
Toypurnia suponía que entre ellos estaba Alejandro, porque era demasiado viejo para bucear y que los presos dormían en la playa, encadenados sobre la arena y pasaban hambre, porque nadie puede vivir sólo de ostras.
– No veo cómo puedes salvar a tu padre de ese infierno -dijo
Sería imposible mientras estuviera en el barco, pero Diego sabía por el padre Mendoza, que un cura visitaría la prisión. Moncada y Alcázar, que debían mantener en secreto el asunto de las perlas habían suspendido la operación por unos días, para que los presos se hallaran en El Diablo cuando llegara el cura. Ésa sería su única oportunidad, explicó.
Comprendió que sería imposible ocultar la identidad del Zorro a su madre y su abuela, las necesitaba en este caso. Al hablarles del Zorro y de sus planes, él mismo se dio cuenta de que sus palabras sonaban a pura demencia, por lo mismo le sorprendió que las dos mujeres no se inmutaran, como si la idea de ponerse una máscara y asaltar El Diablo fuera un asunto normal.
Las dos prometieron guardar el secreto. Acordaron que dentro de unos días Bernardo, acompañado por tres hombres de la tribu, los más atléticos y valientes, se presentarían con varios caballos en La Cruz de las Calaveras, a pocas leguas de El Diablo, un cruce de caminos donde habían ahorcado a dos bandidos. Sus calaveras, blanqueadas por la lluvia y el sol, seguían expuestas sobre una cruz de madera. A los indios no les informarían de los detalles, porque mientras menos supieran, mejor, en caso de que fueran apresados. Diego explicó a grandes rasgos su plan para rescatar a su padre y, en lo posible, a los demás presos. La mayoría eran indígenas, conocían muy bien el terreno y, si disponían de alguna ventaja, correrían a perderse en la naturaleza.
Lechuza Blanca le contó que muchos indios trabajaron en la construcción de El Diablo, entre ellos su propio hermano, a quien los blancos llamaban Arsenio, pero su nombre verdadero era Ojos que ven en la Sombra. Era ciego, y los indios suponían que quienes nacen sin ver la luz del sol pueden ver en la oscuridad, como los murciélagos, y Arsenio era un buen ejemplo.
Tenía habilidad con las manos, fabricaba herramientas y podía reparar cualquier mecanismo. Conocía la prisión como nadie, se movía adentro sin tropiezos porque había sido su único mundo desde hacía cuarenta años. Trabajaba allí desde mucho antes de la llegada de Carlos Alcázar y llevaba la cuenta en su prodigiosa memoria de todos los prisioneros que habían pasado por El Diablo.
La abuela le entregó a Diego unas plumas de lechuza.
– Tal vez mi hermano pueda ayudarte. Si lo ves, dile que eres mi nieto y dale las plumas, así sabrá que no mientes -le dijo.
Al día siguiente, muy temprano, Diego emprendió el viaje de regreso a la misión, después de acordar con Bernardo el sitio y el momento en que volverían a encontrarse. Bernardo se quedó con la tribu para preparar su parte del equipo con algunos materiales que habían sustraído de la misión a espaldas del padre Mendoza. «Éste es uno de esos raros casos en que el fin justifica los medios», había asegurado Diego mientras saqueaban la bodega del misionero en busca de una cuerda larga, salitre, polvo de cinc y mechas.
Antes de irse, el joven le preguntó a su madre por qué había escogido el nombre de Diego para él.
– Así se llamaba mi padre, tu abuelo españoclass="underline" Diego Salazar. Era un hombre valiente y bueno, que comprendía el alma de los indios. Desertó del barco porque quería ser libre, nunca aceptó la obediencia ciega que se le exigía a bordo. Respetaba a mi madre y se adaptó a las costumbres de nuestra tribu. Me enseñó muchas cosas, entre otras el castellano. ¿Por qué me lo preguntas? -replicó Toypurnia.
– Siempre tuve curiosidad. ¿Sabías que Diego quiere decir suplantador?
– No. ¿Qué es eso?
– Alguien que toma el lugar de otro -explicó Diego.
Diego se despidió de sus amigos en la misión para ir a Monterrey, como anunció. Le insistiría al gobernador que hiciera justicia en el caso de su padre. No quiso ir acompañado, dijo que haría el viaje sin esfuerzo, deteniéndose en las misiones a lo largo del Camino Real.
El padre Mendoza lo vio alejarse montado en caballo, llevando otro a la zaga, que transportaba las bolsas del equipaje. Estaba seguro de que era un viaje inútil, una pérdida de tiempo que podía costarle la vida a don Alejandro, porque cada nuevo día que el anciano pasaba en El Diablo podía ser el último.
Sus argumentos no habían tenido efecto en Diego.
Tan pronto Diego dejó atrás la misión, se salió del camino y, dando media vuelta, se dirigió a campo abierto hacia el sur. Confiaba en que Bernardo habría preparado lo suyo y estaría aguardándolo en La Cruz de las Calaveras. Horas más tarde, cuando faltaba poco para llegar al lugar designado, se cambió de ropa. Se puso el remendado hábito de fraile, que le había sustraído al buen padre Mendoza, se pegó una barba, improvisada con unos mechones del cabello de Lechuza Blanca, y completó el disfraz con los lentes de Nuria. La dueña estaría buscándolos por cielo y tierra.
Llegó al cruce donde las cabezas de los bandidos saludaban clavadas en los palos de la cruz y no tuvo que aguardar mucho, pronto salieron de la nada Bernardo y tres indios jóvenes, vestidos solamente con taparrabos, armados de arcos y flechas, con los cuerpos pintados para la guerra. Bernardo no les reveló la identidad del viajero y tampoco dio explicaciones cuando le entregó las bolsas con las bombas y la cuerda al presunto religioso. Los hermanos intercambiaron un guiño: todo estaba listo. Diego notó que entre la media docena de caballos conducidos por los indios se hallaba Tornado y no pudo resistir la tentación de aproximarse para acariciarle el cuello, antes de despedirse.