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Se asomó a la ventana, vio que afuera ya estaba oscuro y supuso que Carlos y Lolita habrían cenado y probablemente estarían en sus habitaciones. La prisión se hallaba tranquila y en silencio, había llegado el momento de actuar. Se puso el látigo y la pistola en la cintura, enfundó la espada y se dispuso a salir. «¡En nombre de Dios!», murmuró cruzando los dedos, para que al designio divino se sumara la buena suerte.

Había memorizado el plano del edificio y contado los peldaños de las escaleras, para poder desplazarse sin luz. Su traje oscuro le permitía desaparecer en la sombra y confiaba en que no habría demasiada vigilancia.

Deslizándose sin hacer ruido llegó a una de las terrazas y buscó dónde ocultar las bombas, que fue trayendo de a dos en dos. Eran pesadas y no podía correr el riesgo de que se le cayeran. En el último viaje se echó al hombro la cuerda enrollada y el ancla de hierro. Después de asegurarse de que las bombas estaban a buen resguardo, saltó desde la terraza hasta la muralla periférica que encerraba la prisión, hecha de piedra y argamasa, con ancho suficiente para que pasearan centinelas y alumbrada por antorchas cada cincuenta pasos. Desde su refugio vio pasar a un guardia y contó los minutos hasta que pasó el segundo.

Cuando estuvo seguro de que había sólo dos hombres circulando, calculó que dispondría del tiempo justo para realizar el paso siguiente. Corrió agazapado hacia el ala sur de la prisión, porque había acordado con Bernardo que lo esperara en ese lugar, donde un pequeño promontorio de rocas podría facilitar el ascenso. Ambos conocían los alrededores de la prisión porque en más de una ocasión los habían explorado en la infancia. Una vez ubicado el sitio preciso, dejó pasar al centinela antes de tomar una de las antorchas y trazar con ella varios arcos de luz; era la señal para Bernardo. Luego aseguró el ancla de hierro en el muro y lanzó la cuerda hacia el exterior, rogando que alcanzara el suelo y su hermano la viera.

Debió esconderse de nuevo porque se aproximaba el segundo centinela, quien se detuvo a mirar el cielo a dos palmos del ancla metálica. El corazón le dio un brinco y sintió que se le mojaba la máscara de sudor al ver que las piernas del hombre estaban tan cerca del ancla que podría tocarla. Si eso ocurría, tendría que darle un empujón y lanzarlo por encima de la muralla, pero ese tipo de violencia le repugnaba. Tal como le había explicado a Bernardo alguna vez, el mayor desafío era hacer justicia sin mancharse la conciencia con sangre ajena. Bernardo, siempre con los pies firmes en la tierra, le había hecho ver que ese ideal no siempre sería posible.

El guardia reanudó su paseo en el mismo momento en que Bernardo halaba la cuerda desde abajo, moviendo el ancla. Al Zorro el ruido le pareció atronador, pero el centinela sólo vaciló por unos segundos, luego se acomodó el arma al hombro y continuó su camino. Con un suspiró de alivio, el enmascarado se asomó al otro lado de la pared. Aunque no alcanzaba a ver a sus compañeros, la tensión de la cuerda le indicaba que éstos habían iniciado el ascenso.

Tal como habían previsto, los cuatro llegaron arriba con el tiempo justo para esconderse antes de que oyeran los pasos del otro guardia en su ronda. El Zorro indicó a los indios la ubicación de la salida del túnel en el bosque, tal como le había dicho Arsenio, y pidió a dos de ellos que descendieran al patio de la prisión y espantaran a los caballos de la guarnición para evitar que los soldados los siguieran. Enseguida cada uno partió a lo suyo.

El Zorro volvió a la terraza donde había ocultado las bombas y, después de intercambiar con Bernardo un breve ladrido de coyote, se las fue lanzando una a una a la muralla. Se quedó con dos, que le tocaban a él, para usarlas dentro del edificio. Bernardo encendió las mechas de las suyas, se las pasó al indio que lo acompañaba y ambos corrieron a lo largo del muro, silenciosos y veloces, tal como hacían cuando iban de caza.

Se ubicaron en diferentes lugares y, en el momento en que las llamas consumían las mechas y alcanzaban el contenido de las vasijas de greda, las lanzaron hacia sus objetivos: la caballeriza, el arsenal de armas, el albergue de los soldados, el patio. Cuando la espesa humareda blanca de las bombas envolvía la prisión, el Zorro hacía estallar las suyas en el primer y segundo piso del edificio principal.

El pánico cundió en pocos minutos. A la voz de «¡Fuego!» salieron los soldados a tropezones, poniéndose pantalones y botas, mientras sonaba la campana de alarma. Corría todo el mundo para salvar lo que se pudiera, unos pasaban baldes de agua de mano en mano y los vaciaban a ciegas, sofocados, otros abrían las caballerizas y obligaban a salir a los animales. El lugar se llenó de caballos despavoridos, contribuyendo al pandemonio.

Los dos indios de Toypurnia, que habían descendido del muro y estaban ocultos en el patio, aprovecharon la situación para abrir el portón de la fortaleza y provocar una estampida de los caballos, que salieron a campo traviesa. Eran bestias domesticadas y no llegaron muy lejos, se agruparon a poca distancia, donde los indios les dieron alcance. Montaron un par de ellos y arrearon a los demás hacia el sitio de reunión indicado por el Zorro, en la proximidad de la salida del túnel.

Carlos Alcázar despertó con la campana y salió a indagar la causa de tanta alharaca. Trató de imponer calma entre sus hombres explicando que las paredes de piedra eran incombustibles, pero nadie le hizo caso, pues los indios habían disparado flechas encendidas a la paja de las caballerizas y se veían llamas en medio de la humareda. Para entonces el humo dentro del edificio era intolerable y Alcázar corrió a buscar a su amada prima, pero antes de alcanzar su habitación se topó con ella en medio del corredor.

– ¡Los presos! ¡Hay que salvar a los presos! -exclamó Lolita, desesperada.

Pero él tenía otras prioridades. No podía permitir que el incendio destruyera sus preciosas perlas.

En ese par de meses los presos habían sacado miles de ostras y Moncada y Alcázar ya tenían varios puñados de perlas. En el reparto correspondía dos tercios a Moncada, quien financiaba la operación, y el otro tercio a Alcázar, que la manejaba. No llevaban un registro, ya que el negocio era ilegal, pero habían diseñado un sistema de contabilidad. Introducían las perlas por un pequeño agujero en un cofre sellado, fijo por dos barras metálicas en el suelo, que se abría con dos llaves. Cada socio estaba en posesión de una de las llaves, y al final de la temporada se juntarían para abrir el cofre y repartirse el contenido.

Moncada había designado a un hombre de su confianza para vigilar la cosecha en el barco, y exigía que fuese Arsenio, quien las colocaba una a una en el cofre. El ciego, con su extraordinaria memoria táctil, era el único capaz de recordar el número exacto de perlas y, de ser necesario, tal vez podría describir el tamaño y forma de cada una. Carlos Alcázar lo detestaba, porque mantenía esas cifras en la mente y había probado ser incorruptible. Se cuidaba de maltratarlo, porque Moncada lo protegía, pero no perdía ocasión de humillarlo.

En cambio, había sobornado al hombre que vigilaba en el barco y, mediante un pago razonable, éste permitía que Alcázar sustrajera las perlas más redondas, más grandes y de mejor oriente, que no pasaban por las manos de Arsenio ni llegaban al cofre. Rafael Moncada jamás sabría de su existencia.

Mientras los tres indios de la tribu de Toypurnia terminaban de sembrar el caos y se robaban los caballos, Bernardo se introdujo en el edificio, donde lo esperaba el Zorro, quien lo guió hacia los calabozos. Habían recorrido unos cuantos metros de pasillo, tapándose la cara con pañuelos mojados para soportar el humo, cuando una mano cogió el brazo del Zorro.

– ¡Padre Aguilar! Sígame, es más corto por aquí…

Era Arsenio, quien no podía apreciar la transformación del supuesto misionero en el inefable Zorro, pero había reconocido la voz. No era indispensable sacarlo de su error. Los hermanos se aprontaron a seguirlo, pero la figura de Carlos Alcázar apareció de súbito en el corredor, bloqueando el paso.