El desconocido no esperó que su corcel se detuviera para saltar a tierra, llamando al misionero por su nombre.
– ¡No tema, padre Mendoza, soy un amigo!
– Entonces la máscara está de más. Tu nombre, hijo -replicó el sacerdote.
– El Zorro. Ya sé que parece extraño, pero más extraño es lo que voy a decirle, padre. Vamos adentro, por favor.
El misionero condujo al desconocido a la capilla, con la idea de que allí contaba con protección celestial y podría convencerlo de que en ese lugar nada había de valor. El individuo resultaba temible, llevaba espada, pistola y látigo, iba armado para la guerra, pero tenía un aire vagamente familiar. ¿Dónde había escuchado esa voz? El Zorro empezó por asegurarle que no era un rufián y enseguida le confirmó sus sospechas sobre la explotación de perlas de Moncada y Alcázar. Legalmente sólo les pertenecía un diez por ciento, el resto del tesoro era de España.
Utilizaban a los indios como esclavos, seguros de que nadie, salvo el padre Mendoza, intercedería por ellos.
– No tengo a quien apelar, hijo. El nuevo gobernador es un hombre débil y teme a Moncada -alegó el misionero.
– Entonces deberá recurrir a las autoridades en México y España, padre.
– ¿Con qué pruebas? Nadie me creerá, tengo fama de ser un viejo fanático, obsesionado con el bienestar de los indios.
– Ésta es la prueba -dijo el Zorro colocándole una pesada faltriquera en las manos.
El misionero miró el contenido y lanzó una exclamación de sorpresa al ver el montón de perlas.
– ¿Cómo obtuviste esto, hijo, por Dios?
– Eso no importa.
El Zorro le sugirió que llevara el botín al obispo en México y denunciara lo ocurrido, única forma de evitar que esclavizaran a los neófitos. Si España decidía explotar los bancos de ostras, contratarían a los indios yaquis, tal como se hacía antes. Después le pidió que informara a Diego de la Vega de que su padre se encontraba libre y a salvo. El misionero comentó que ese joven había resultado una desilusión, no parecía hijo de Alejandro y Regina, le faltaban agallas. Pidió de nuevo al visitante que le mostrara la cara, de otro modo no podía confiar en su palabra, podía ser una trampa. El otro replicó que su identidad debía permanecer secreta, pero le prometió que ya no estaría solo en su empeño de defender a los pobres, porque de ahora en adelante el Zorro velaría por la justicia. El padre Mendoza soltó una risa nerviosa; el tipo podía ser un loco suelto.
– Una última cosa, padre… Esta bolsita de gamuza contiene ciento tres perlas mucho más finas que las demás, valen una fortuna. Son suyas. No tiene que mencionarlas a nadie, le aseguro que la única persona que conoce su existencia no se atreverá a preguntar por ellas.
– Imagino que son robadas.
– Sí, lo son, pero en justicia pertenecen a quienes las arrancaron del mar con su último aliento. Usted sabrá darles buen uso.
– Si son mal habidas, no quiero verlas, hijo mío.
– No tiene que hacerlo, padre, pero guárdelas -replicó el Zorro con un guiño de complicidad.
El misionero ocultó la bolsa en los pliegues del hábito y acompañó al visitante al patio, donde aguardaba el lustroso caballo negro, rodeado por los niños de la misión. El hombre montó el corcel y, para divertir a los críos, lo hizo corcovear con un silbido, luego sacó a relucir su espada en la luz de las antorchas y cantó unos versos, que él mismo había compuesto durante los meses de ocio en Nueva Orleáns, respecto a un valiente jinete que en las noches de luna sale a defender la justicia, castigar a los malvados y tallar la zeta con su acero.
El detalle de la canción sedujo a los niños, pero acrecentó el temor del padre Mendoza de que el tipo estaba deschavetado. Isabel y Nuria, quienes pasaban la mayor parte del día encerradas en su habitación cosiendo, asomaron al patio a tiempo de vislumbrar la galante figura haciendo piruetas sobre el negro corcel, antes de desaparecer. Preguntaron quién era aquel llamativo personaje y el padre Mendoza replicó que, si no era un demonio, debía ser un ángel enviado por Dios para reforzarle la fe.
Esa misma noche Diego de la Vega regresó a la misión cubierto de polvo, contando que había tenido que acortar el viaje porque estuvo a punto de perecer en manos de bandidos. Vio venir de lejos a un par de sujetos sospechosos y para evitarlos se salió del Camino Real y echó a galopar hacia los bosques, pero se perdió. Pasó la noche acurrucado bajo los árboles, a salvo de bandoleros, pero a merced de osos y lobos. Al alba pudo orientarse y decidió volver a San Gabriel, era una imprudencia continuar solo. Había cabalgado el día entero sin probar bocado, estaba muerto de fatiga y con dolor de cabeza. Saldría para Monterrey dentro de unos días, pero esta vez iría bien armado y con escolta.
El padre Mendoza le informó que ya no sería necesaria su visita al gobernador, porque don Alejandro de la Vega había sido rescatado de la prisión por un bravo desconocido. A Diego sólo le quedaba por delante el deber de recuperar los bienes de la familia. Se calló las dudas de que ese currutaco hipocondríaco fuera capaz de hacerlo.
– ¿Quién rescató a mi padre? -preguntó Diego.
– Se hacía llamar el Zorro y llevaba una máscara -dijo el misionero.
– ¿Máscara? ¿Un bandolero, acaso? -inquirió el joven.
– Yo también lo vi, Diego, y para ser un forajido no estaba mal el hombre. ¡Ni te digo lo guapo y elegante que era! Además, montaba un caballo que le debe haber costado un ojo de la cara -intervino Isabel, entusiasmada.
– Tú siempre has tenido más imaginación de la conveniente -replicó él.
Nuria interrumpió para anunciar la cena. Esa noche Diego comió con voracidad, a pesar de la tan anunciada migraña, y al terminar felicitó a la dueña, quien había mejorado la dieta de la misión. Isabel le interrogó sin piedad, quería averiguar por qué sus caballos no llegaron cansados, el aspecto de los supuestos malandrines, el tiempo que echó en ir de un punto a otro y la razón por la cual no se hospedó en otras misiones, a sólo una jornada de camino.
El padre Mendoza no percibió la vaguedad de las respuestas, sumido como estaba en sus cavilaciones. Con la mano derecha comía y con la izquierda palpaba en su bolsillo la bolsita de gamuza, calculando que su contenido podría devolver a la misión su antiguo bienestar. ¿Había pecado al aceptar esas perlas manchadas de sufrimiento y codicia? No. De pecado, nada, pero podrían traerle mala suerte… Sonrió al comprobar que con los años se había vuelto más supersticioso.
Un par de días más tarde, cuando ya el padre Mendoza había enviado una carta sobre las perlas a México y preparaba su equipaje para el viaje con Diego, llegaron Rafael Moncada y Carlos Alcázar, a la cabeza de varios soldados, entre ellos el obeso sargento García. Alcázar lucía un feo costurón en la mejilla, que le deformaba la cara, y venía inquieto porque no había logrado convencer a su socio de la forma en que se esfumaron las perlas. La verdad no le servía en este caso, porque habría puesto en evidencia su triste papel en la defensa de la prisión y del botín. Prefirió decirle que medio centenar de indios incendió El Diablo mientras una banda de forajidos, a las órdenes de un enmascarado vestido de negro, que se identificó como el Zorro, se introdujo en el edificio. Después de cruenta lucha, en la que él mismo fue herido, los asaltantes lograron reducir a los soldados y se largaron con las perlas. En la confusión escaparon los presos.
Sabía que Moncada no quedaría tranquilo hasta averiguar la verdad y encontrar las perlas. Los presos fugitivos eran lo de menos, sobraba mano de obra indígena para reemplazarlos.