La curiosa forma del corte en la cara de Alcázar -una zeta perfecta- le recordó a Moncada a un enmascarado, cuya descripción correspondía al Zorro, quien había trazado una letra similar en la residencia del chevalier Duchamp y en un cuartel de Barcelona. En ambas ocasiones el pretexto fue liberar a unos presos, como en El Diablo. Además, en el segundo caso tuvo la audacia de utilizar su propio nombre y el de su tía Eulalia. Había jurado hacerle pagar aquel insulto, pero nunca lograron echarle el guante.
Llegó rápidamente a la única conclusión posible: Diego de la Vega estaba en Barcelona en la época en que alguien tallaba una zeta en las paredes y tan pronto desembarcó en California le marcaron la misma letra en la mejilla a Alcázar. No era simple coincidencia. El tal Zorro no podía ser otro que Diego. Costaba creerlo, pero de cualquier manera era buen pretexto para hacerle pagar las molestias que le había causado.
Llegó a la misión a mata caballo, porque pensaba que su presa podría haber escapado, y se encontró a Diego sentado bajo un parrón bebiendo limonada y leyendo poesías. Ordenó al sargento García que lo arrestara y el pobre gordo, quien seguía teniendo por Diego la misma incondicional admiración de la infancia, se dispuso de mala gana a obedecer, pero el padre Mendoza alegó que el enmascarado que decía ser el Zorro no era ni remotamente parecido a Diego de la Vega. Isabel lo apoyó: ni un tonto podía confundir a esos dos hombres, dijo, conocía a Diego como a un hermano, había vivido con él por cinco años, era buen muchacho, inofensivo, sentimental, enfermizo, de bandido nada tenía, y menos de héroe.
– Gracias -la cortó Diego, ofendido, pero notó que el ojo errante de su amiga giraba como un trompo.
– El Zorro ayudó a los indios porque son inocentes, usted lo sabe tan bien como yo, señor Moncada. No se robó las perlas, las tomó como prueba de lo que sucede en El Diablo -dijo el misionero.
– ¿De qué perlas habla? -lo interrumpió Carlos Alcázar, muy nervioso, porque hasta ese momento nadie las había mencionado e ignoraba cuánto sabía el cura de sus trampas. El padre Mendoza admitió que el Zorro le había entregado la bolsa con el encargo de acudir a los tribunales en México.
Rafael Moncada disimuló un suspiro de alivio: había sido más fácil recuperar su tesoro de lo imaginado. Ese viejo ridículo no constituía un problema, podía borrarlo del mapa de un soplido, sucedían accidentes lamentables a cada rato. Con expresión preocupada le agradeció la maña para recuperar las perlas y el celo para cuidarlas, luego le exigió que se las entregara, él se haría cargo del asunto. Si Carlos Alcázar, como jefe de la prisión, había cometido irregularidades, se tomarían las medidas pertinentes, no había motivo para molestar a nadie en México.
El cura tuvo que obedecer. No se atrevió a acusarlo de complicidad con Alcázar, porque un paso en falso le costaría lo que más le importaba en este mundo: su misión. Trajo la faltriquera y la colocó sobre la mesa.
– Esto pertenece a España. He enviado una carta a mis superiores y habrá una investigación al respecto -dijo.
– ¿Una carta? Pero si el barco no ha llegado aún… -interrumpió Alcázar.
– Dispongo de otros medios, más rápidos y seguros que el barco.
– ¿Están aquí todas las perlas? -preguntó Moncada, molesto.
– ¿Cómo puedo saberlo? Yo no estaba presente cuando fueron sustraídas, no sé cuántas había originalmente. Sólo Carlos puede contestar esa pregunta -replicó el misionero.
Esas palabras aumentaron las sospechas que Moncada ya tenía de su socio. Tomó al misionero por un brazo y lo llevó a viva fuerza delante del crucifijo que había sobre una repisa en la pared.
– Jure ante la cruz de Nuestro Señor que no ha visto otras perlas. Si miente, su alma se condenará al infierno -le ordenó.
Un silencio ominoso se impuso en la habitación, todos retuvieron el aliento y hasta el aire se inmovilizó. Lívido, el padre Mendoza se soltó de un tirón de la garra que lo paralizaba.
– ¡Cómo se atreve! -masculló.
– ¡Jure! -repitió el otro.
Diego e Isabel se adelantaron para intervenir, pero el padre Mendoza, deteniéndolos con un gesto, puso una rodilla en el suelo, la mano derecha en su pecho y los ojos en el Cristo tallado en madera por manos de indio. Temblaba de impresión y de rabia por la violencia a que era sometido, pero no temía ir a dar al infierno, al menos no por ese motivo.
– Juro ante la Cruz que no he visto otras perlas. Que mi alma se condene si miento -dijo con voz firme.
Durante una larga pausa nadie dijo una sola palabra, el único sonido fue la exhalación de alivio de Carlos Alcázar, cuya vida no valía un centavo si Rafael Moncada se enteraba de que se había quedado con la mejor parte del botín. Suponía que la bolsita de gamuza estaba en poder del enmascarado, pero no entendía por qué éste le había entregado las demás perlas al cura, si podía quedarse con todas. Diego adivinó el curso de sus pensamientos y le sonrió, desafiante.
Moncada debió aceptar el juramento del padre Mendoza, pero les recordó a todos que no daba por concluido ese asunto hasta colgar al culpable de la horca.
– ¡García! ¡Arresta a De la Vega! -repitió Rafael Moncada.
El gordo se secó la frente con la manga del uniforme y se dispuso a cumplir su cometido de mala gana.
– Lo siento -balbuceó, indicando a dos soldados que se lo llevaran.
Isabel se le puso por delante a Moncada aduciendo que no había pruebas contra su amigo, pero él la apartó de un brusco empujón.
Diego de la Vega pasó la noche encerrado en uno de los antiguos cuartos de servicio de la hacienda donde había nacido. Se acordaba incluso de quién lo ocupaba en la época en que él vivía allí con sus padres, una india mexicana de nombre Roberta que tenía media cara quemada por un accidente con una olla de chocolate hirviendo. ¿Qué habría sido de ella? No recordaba, en cambio, que esas habitaciones fueran tan miserables, cubículos sin ventanas, con suelo de tierra y muros de adobe sin pintar, amueblados con un jergón de paja, una silla y un arcón de palo.
Pensó que así había pasado la infancia Bernardo, mientras a pocos metros de distancia él dormía en una cama de bronce con cortina de tul para protegerlo de las arañas, en un aposento atiborrado de juguetes. ¿Cómo no lo había notado entonces? La casa estaba dividida por una línea invisible que separaba el ámbito de la familia del complejo universo de los criados. El primero, amplio y lujoso, decorado en estilo colonial, era un prodigio de orden, calma y limpieza, olía a ramos de flores y al tabaco de su padre. En el segundo hervía la vida: parloteo incesante, animales domésticos, riñas, trabajo. Esa parte de la casa olía a chile molido, a pan horneado, a ropa remojada en lejía, a basura.
Las terrazas de la familia, con sus azulejos pintados, sus trinitarias y fuentes, eran un paraíso de frescura, mientras que los patios de la servidumbre se llenaban de polvo en verano y de barro en invierno. Diego pasó horas incontables en el jergón del suelo, sudando el calor de mayo, sin ver luz natural. Faltaba aire, le ardía el pecho.
No podía medir el tiempo, pero sentía que había estado allí varios días. Tenía la boca seca y temía que el plan de Moncada fuera el de vencerlo por sed y hambre. A ratos cerraba los ojos y trataba de dormir, pero estaba demasiado incómodo. No había espacio para dar más de dos pasos, sentía los músculos acalambrados. Examinó el cuarto palmo a palmo buscando la forma de salir y no la encontró. La puerta tenía una sólida barra de hierro por fuera; ni Galileo Tempesta hubiera podido abrirla desde adentro.
Trató de desprender las tablas del techo, pero estaban reforzadas, era evidente que el lugar se usaba como celda. Mucho tiempo más tarde la puerta de su tumba se abrió y el rostro rubicundo del sargento García apareció en el umbral. A pesar de la debilidad que sentía, Diego calculó que podía aturdir al buen sargento con un mínimo de violencia, utilizando la presión en el cuello que le enseñó el maestro Escalante cuando lo entrenaba en el método de lucha de los miembros de La Justicia, pero no quería causarle problemas con Moncada a su antiguo amigo. Además, de esa manera podría salir de su celda, pero no podría escapar de la hacienda; era mejor esperar. El gordo colocó en el suelo una jarra de agua y una escudilla con frijoles y arroz.