En los afanes de cultivar la tierra, arrear el ganado y cristianizar a los indios, al padre Mendoza se le fueron pasando los años sin arreglar el techo de la iglesia, averiado durante el ataque de Toypurnia. En esa ocasión atajaron a los indios con una explosión de pólvora que sacudió el edificio hasta los tuétanos. Al elevar la hostia para consagrarla en la misa, su mirada se posaba inevitablemente en las vigas tembleques y, alarmado, el misionero se prometía repararlas antes de que se desmoronaran sobre su pequeña congregación, pero luego debía atender otros asuntos y olvidaba sus propósitos hasta la misa siguiente. Entretanto las termitas fueron devorando las maderas y por fin ocurrió el accidente que el padre Mendoza tanto temía.
Por fortuna no sucedió cuando el recinto estaba lleno, que hubiera sido catastrófico, sino en uno de los muchos temblores que solían sacudir la tierra en la zona, por algo el río se llamaba Jesús de los Temblores. El techo le cayó encima a una sola víctima, el padre Alvear, santo varón que había viajado desde el Perú para conocer la misión San Gabriel. El estrépito del derrumbe y la nube de polvo atrajeron a los neófitos, que acudieron corriendo y se pusieron de inmediato a la tarea de quitar los escombros para desenterrar al desafortunado visitante.
Lo hallaron despachurrado como una cucaracha debajo de la viga mayor. En toda lógica debió haber muerto, porque demoraron buena parte de la noche en rescatarlo, mientras el pobre hombre se desangraba sin consuelo; pero Dios hizo un milagro, como explicó el padre Mendoza, y cuando por fin lo extrajeron de las ruinas, todavía respiraba.
Al padre Mendoza le bastó una mirada para darse cuenta de que sus escasos conocimientos de medicina no lograrían salvar al herido, por mucho que ayudara el poder divino. Sin más demora, mandó a un neófito con dos caballos a buscar a Lechuza Blanca. En esos años había podido comprobar que la veneración de los indios por esa mujer era plenamente justificada.
Por casualidad, Diego y Bernardo llegaron a la misión al día siguiente del terremoto, conduciendo unos corceles de pura raza que Alejandro de la Vega había enviado de regalo a los misioneros. Como nadie salió a recibirlos ni a darles las gracias, porque todo el mundo estaba atareado en recoger los destrozos del sismo y en atender la agonía del padre Alvear, los niños ataron los caballos y se quedaron a participar del novedoso espectáculo. Así fue como estuvieron presentes cuando por fin llegó Lechuza Blanca al galope, siguiendo al neófito que fuera a buscarla. A pesar de su rostro surcado por nuevas arrugas y su melena aún más blanca, había cambiado muy poco en esos años, era la misma mujer fuerte y eternamente joven que acudiera diez años antes a la hacienda De la Vega a salvar a Regina de la muerte. Esta vez venía en una misión similar y también traía su bolsa de plantas medicinales.
Como la india se negaba a aprender castellano y el vocabulario del padre Mendoza en la lengua de ella era muy reducido, Diego se ofreció para traducir. Habían puesto al paciente sobre el mesón de palo sin pulir del comedor y a su alrededor se habían congregado los habitantes de San Gabriel. Lechuza Blanca examinó atentamente las heridas, que el padre Mendoza había vendado, pero no se había atrevido a coser porque debajo estaban los huesos hechos trizas. La curandera palpó con sus dedos expertos el cuerpo entero e hizo un inventario de las reparaciones que debían efectuarse.
– Dile al blanco que todo tiene remedio menos esta pierna, que está podrida. Primero la corto, después me ocupo del resto -le anunció a su nieto.
Diego tradujo sin tomar la precaución de bajar la voz, porque de todos modos el padre Alvear estaba casi difunto, pero apenas repitió el diagnóstico de su abuela, el moribundo abrió de par en par unos ojos de fuego.
– Prefiero morirme de una vez, maldición -dijo con la mayor certeza.
Lechuza Blanca lo ignoró, mientras el padre Mendoza abría a la fuerza la boca del pobre hombre, como hacía con los críos que se negaban a tomar leche, y le introducía su famoso embudo. Por allí le echaron un par de cucharadas de un espeso jarabe color óxido que Lechuza Blanca extrajo de su bolsa. En lo que demoraron en lavar con lejía una sierra de cortar madera y preparar unos trapos para el vendaje, el padre Alvear estaba sumido en un sueño profundo, del cual habría de despertar diez horas más tarde, lúcido y tranquilo, cuando ya el muñón de su pierna había dejado hacía rato de sangrar.
Lechuza Blanca le había remendado el resto del cuerpo con una docena de costurones y lo había amortajado en telas de araña, ungüentos misteriosos y vendas. Por su parte, el padre Mendoza dispuso que los neófitos se turnaran para rezar sin pausa, día y noche, hasta que el enfermo sanara.
El método dio resultado. Contra todas las expectativas, el padre Alvear se repuso con bastante rapidez y siete semanas más tarde, acarreado en una litera de mano, pudo regresar por barco al Perú.
Bernardo nunca olvidaría el espanto de la pierna cercenada del padre Alvear y Diego nunca olvidaría el fabuloso poder del jarabe de su abuela. En los meses siguientes la visitó a menudo en su aldea para rogarle que le desvelara el secreto de aquella poción, pero ella se negó una y otra vez con el argumento lógico de que una medicina tan mágica no podía caer en manos de un chiquillo travieso, quien seguro la utilizaría para un mal propósito. En un impulso, como tantos que luego pagaba con palizas, Diego se robó una calabaza con el elixir del sueño, prometiéndose a sí mismo que no lo usaría para amputar miembros humanos, sino para un buen fin, pero tan pronto tuvo el tesoro en su poder comenzó a planear formas de sacarle provecho.
La ocasión se le presentó un caliente mediodía de junio en que volvía con Bernardo de nadar, único deporte en que este lo aventajaba con creces, porque tenía más resistencia, calma y fuerza. Mientras Diego se agotaba dando aletazos anhelantes contra las olas, Bernardo mantenía durante horas el ritmo pausado de su aliento y sus brazadas, dejándose llevar por las corrientes misteriosas del fondo del mar. Si llegaban los delfines, pronto rodeaban a Bernardo, como hacían los caballos, incluso los más indómitos. Cuando nadie se atrevía a aproximarse a un potro embravecido, él se le acercaba con cuidado, le pegaba la cara a la oreja y le musitaba palabras secretas, hasta aplacarlo. No había en toda la zona quien domara más rápido y mejor a un potro que ese niño indio.
Aquella tarde oyeron desde lejos los gritos de terror de García, torturado una vez más por los matones de la escuela. Eran cinco, guiados por Carlos Alcázar, el alumno mayor y más temible de todos. Tenía la capacidad intelectual de un piojo, pero le alcanzaba para inventar métodos de crueldad siempre novedosos. Esta vez habían desnudado a García y lo tenían atado a un árbol y untado de arriba abajo con miel. García chillaba a pleno pulmón, mientras sus cinco verdugos observaban fascinados la nube de mosquitos y las filas de hormigas que empezaban a atacarlo. Diego y Bernardo hicieron una evaluación rápida de las circunstancias y comprendieron que estaban en indudable desventaja. No podían batirse con Carlos y sus secuaces, tampoco era cosa de ir a buscar ayuda, porque habrían quedado como cobardes.
Diego se les acercó sonriendo, mientras a sus espaldas Bernardo apretaba los dientes y los puños.
– ¿Qué hacéis? -preguntó, como si no fuera evidente.
– Nada que te importe, idiota, a menos que quieras acabar igual que García -replicó Carlos, coreado por las carcajadas de su banda.
– No me importa nada, pero pensaba usar a este gordo como carnada para osos. Sería una lástima perder esa buena grasa en las hormigas -dijo Diego, indiferente.
– ¿Oso? -gruñó Carlos.
– Te cambio a García por un oso -propuso Diego con aire lánguido, mientras se escarbaba las uñas con un palito.
– ¿De dónde vas a sacar un oso? -preguntó el matón.
– Eso es cosa mía. Pienso traerlo vivo y con un sombrero puesto. Puedo regalártelo, si es que lo quieres, Carlos, pero para eso necesito a García -repuso Diego.
Los muchachos se consultaron en murmullos, mientras García sudaba hielo y Bernardo se rascaba la cabeza, calculando que esta vez a Diego se le pasaba la mano. El método usual para atrapar osos vivos, que se usaban para las peleas con toros, requería fuerza, destreza y buenos caballos. Varios jinetes expertos laceaban al animal y lo sujetaban con los corceles, mientras otro vaquero, que servía de señuelo, iba adelante provocándolo. Así lo conducían a un corral, pero la diversión solía costar cara, porque a veces el oso, capaz de correr más rápido que cualquier caballo, lograba soltarse y se lanzaba contra quien estuviera más cerca.
– ¿Quién te ayudará? -preguntó Carlos.
– Bernardo.
– ¿Ese indio bruto?
– Bernardo y yo podemos hacerlo solos, siempre que tengamos a García como cebo -dijo Diego.
En dos minutos cerraron el trato y los desalmados se fueron, mientras Diego y Bernardo soltaban a García y lo ayudaban a lavarse la miel y los mocos en el río.
– ¿Cómo vamos a cazar un oso vivo? -preguntó Bernardo.
– No sé todavía, tengo que pensarlo -replicó Diego, y a su hermano no le cupo duda de que hallaría la solución.
El resto de la semana se fue en preparar los elementos necesarios para la barrabasada que iban a cometer. Encontrar un oso era lo de menos, se juntaban por docenas en los sitios donde mataban a las reses, atraídos por el olor de la carnaza, pero no podían enfrentarse con más de uno, sobre todo si se trataba de hembras con crías. Debían hallar un oso solitario, lo que tampoco resultaba difícil, porque abundaban en verano.
García se declaró enfermo y no salió de su casa en varios días, pero Diego y Bernardo lo obligaron a acompañarlos con el argumento imbatible de que si no lo hacía iría a parar de nuevo a manos de la patota de Carlos Alcázar. Bromeando, Diego le dijo que en verdad iban a usarlo como señuelo, pero al ver que a García le flaqueaban las rodillas se apiadó y lo hizo partícipe del plan trazado con Bernardo.
Los tres chiquillos anunciaron a sus madres que pasarían la noche en la misión, donde el padre Mendoza celebraba, como todos los años, la fiesta de San Juan. Se fueron muy temprano, en una carreta tirada por un par de mulas viejas, provistos de sus reatas. García iba muerto de miedo, Bernardo preocupado y Diego silbando.