Выбрать главу

Tan pronto dejaron atrás la casa de la hacienda y abandonaron la ruta principal, se internaron por el Sendero de las Astillas, que los indios creían embrujado. La edad de las mulas y las irregularidades del terreno los obligaban a avanzar con parsimonia, y eso les daba tiempo de guiarse por las huellas en el suelo y los arañazos en las cortezas de los árboles. Iban llegando al aserradero de Alejandro de la Vega, que proveía madera para las viviendas y los barcos en reparación, cuando los rebuznos de las mulas despavoridas avisaron de la presencia de un oso. Los leñadores habían acudido a la fiesta de San Juan y no se veía un alma por los alrededores, sólo las sierras y hachas abandonadas y las pilas de troncos en torno a una rústica construcción de tablas.

Desengancharon las mulas y las llevaron a tirones hasta el galpón, para protegerlas; luego Diego y Bernardo procedieron a instalar su trampa, mientras García vigilaba a corta distancia del refugio. Había llevado una abundante merienda y, como los nervios le daban hambre, no había dejado de masticar desde que salieron por la mañana. Atrincherado en su escondite, observó a los otros, que pasaron cuerdas por las ramas más gruesas de un par de árboles, colocaron los lazos, como habían visto hacer a los vaqueros, y al centro acomodaron lo mejor posible unas ramas cubiertas con la piel de ciervo que usaban cuando salían a cazar con los indios. Debajo de la piel pusieron la carne fresca de un conejo y una bola de cebo empapado en el jarabe de la adormidera. Después se fueron al galpón a compartir la merienda de García.

Los compinches se habían preparado para pasar allí un par de días, pero no tuvieron que aguardar tanto, porque poco más tarde apareció el oso, anunciado por los rebuznos de las mulas. Era un macho viejo bastante grande. Avanzaba como una masa temblorosa de grasa y piel oscura, bamboleándose de lado a lado con inesperada agilidad y gracia. Los chavales no se dejaron engañar por la actitud de mansa curiosidad de la bestia, sabían de lo que era capaz, y rogaron para que la brisa no le llevara el olor humano y el de las mulas. Si el oso embestía el galpón, la puerta no resistiría.

El animal dio un par de vueltas por los alrededores y de pronto vio lo que parecía un venado inmóvil. Se levantó en dos patas y alzó los brazos, entonces los niños pudieron verlo entero, se trataba de un gigante de ocho pies de altura. Lanzó un gruñido pavoroso, dio unos manotazos amenazantes y enseguida se precipitó con la inmensidad de su peso sobre la piel, aplastando el ligero armazón que la sostenía. Se vio desplomado en el suelo sin saber qué había ocurrido, pero se repuso de inmediato y se incorporó. Volvió a atacar al falso venado con las garras y entonces descubrió la carnada oculta debajo y la devoró de dos tarascones. Destrozó la piel buscando algún alimento más consistente y, al no encontrarlo, volvió a ponerse de pie, confuso. Dio un paso adelante y pisó medio a medio los lazos, activando la trampa. En un instante se tensaron las cuerdas y el oso quedó colgando cabeza abajo entre los dos árboles.

Los muchachos celebraron a grito pelado un triunfo muy breve, porque el peso del animal balanceándose en el aire quebró las ramas. Espantados, Diego, Bernardo y García se parapetaron en el galpón con las mulas, buscando algo con qué defenderse, mientras afuera el oso, despatarrado en el suelo, trataba de soltar la pata derecha del lazo, que todavía lo unía a una de las ramas rotas del árbol.

Forcejeó un buen rato, cada vez más enredado e iracundo, y como no pudo soltarse, avanzó arrastrando la rama.

– ¿Y ahora? -preguntó Bernardo con fingida calma.

– Ahora esperamos -replicó Diego.

Al notar algo caliente entre las piernas y ver que una mancha se extendía por su pantalones, García perdió la cabeza y se puso a sollozar a pulmón partido. Bernardo le saltó encima y le tapó la boca, pero ya era tarde. El oso los había oído. Se volvió hacia el galpón y dio unos manotazos a la puerta, sacudiendo en tal forma la frágil construcción, que se desprendieron unas tablas del techo. Adentro Diego esperaba frente a la puerta con su látigo en la mano y Bernardo blandía una barreta de hierro que halló en el galpón. Por suerte para ellos, la bestia estaba aporreada por la caída del árbol e incómoda por la rama atada a la pata. Propinó un último golpe a la puerta, sin mucho entusiasmo, y se alejó trastabillando hacia el bosque, pero no llegó lejos, porque la rama se ancló entre unos troncos del aserradero, deteniéndolo en seco.

Los niños ya no podían verlo, pero oyeron sus rugidos desesperados durante un buen rato, hasta que fueron espaciándose en suspiros resignados y por último cesaron del todo.

– ¿Y ahora? -volvió a preguntar Bernardo.

– Ahora hay que echarlo en la carreta -anunció Diego.

– ¿Estás loco? ¡No podemos salir de aquí! -clamó García, ahora con los pantalones embarrados y fétidos.

– No sé cuánto rato estará dormido. Es muy grande y supongo que la poción del sueño de mi abuela está calculada para el tamaño de un hombre. Debemos hacerlo rápido, porque si despierta estamos fritos -ordenó Diego.

Bernardo lo siguió sin pedir más explicaciones, como hacía siempre, pero García se quedó atrás, encogido en el charco de su propia porquería y gimoteando con el poco aliento que le quedaba.

Encontraron al oso de espaldas, tal como había caído con el mazazo de la droga, a corta distancia del galpón. El plan de Diego contemplaba que el animal se durmiera colgado de la trampa en los árboles, para que ellos pudieran poner la carreta debajo y dejarlo caer. Ahora tendrían que izar al gigante a la carreta. Lo tantearon de lejos con un palo y, como no se movió, se atrevieron a acercarse. Era más viejo de lo que pensaban: le faltaban dos garras en una de las manos, tenía varios dientes quebrados, estaba salpicado de peladuras y antiguas cicatrices. El aliento de dragón les dio en la cara, pero no era cosa de retroceder, procedieron a amarrarle el hocico y las cuatro patas con cuerdas. Al principio improvisaban precauciones, que habrían sido inútiles si la fiera despertaba, pero cuando se convencieron de que estaba como muerta se dieron prisa.

Pronto tuvieron al oso inmovilizado, entonces fueron a buscar a las pobres mulas, paralizadas de terror. Bernardo usó con ellas el método de susurrarles al oído, como hacía con los caballos bravos, y así le obedecieron. García se aproximó con cautela, después de asegurarse de que los ronquidos del oso eran legítimos, pero tiritaba y estaba tan hediondo, que lo mandaron a lavarse y enjuagar los pantalones en un arroyo.

Bernardo y Diego usaron el método habitual de los vaqueros para izar toneles: fijaron dos reatas en un extremo de la carreta inclinada, las pasaron por debajo del animal, las llevaron por encima en sentido contrario, luego ataron los extremos a las mulas y las hicieron halar. Al segundo intento consiguieron moverlo rodando y así lo subieron de a poco a la carreta. Quedaron sin aliento por el brutal esfuerzo, pero habían logrado su propósito.

Se abrazaron dando saltos de lunáticos, orgullosos como nunca habían estado antes. Engancharon las mulas al carruaje y se dispusieron a regresar al pueblo, pero antes Diego trajo un tarro con alquitrán, que había conseguido en los depósitos de brea cerca de su casa, y con eso le pegó un sombrero mexicano en la cabeza al oso. Estaban exhaustos, ensopados en sudor e impregnados de la pestilencia de la fiera; por su parte García era un manojo de nervios, apenas podía mantenerse de pie, todavía olía a chiquero y tenía la ropa empapada.

La tarea les había tomado buena parte de la tarde, pero cuando al fin enfilaron las mulas por el Sendero de las Astillas, todavía les quedaban un par de horas de luz. Apuraron el tranco y consiguieron llegar al Camino Real justo antes de que oscureciera; de allí en adelante las sufridas mulas siguieron por instinto, mientras el oso resollaba en su prisión de cuerdas. Había despertado del letargo provocado por la droga de Lechuza Blanca, pero todavía estaba confundido.

Cuando entraron a Los Ángeles era noche cerrada. A la luz de un par de lámparas de aceite, soltaron las patas traseras del animal, pero le dejaron las manos y el hocico atados, y lo azuzaron hasta que se echó fuera de la carreta y se puso de pie, mareado, pero con la furia intacta. Empezaron a llamar a gritos y de inmediato asomó gente de sus casas con lámparas y antorchas. Se llenó la calle de curiosos admirando el más insólito espectáculo: Diego de la Vega iba adelante tironeando con un lazo a un oso de tamaño descomunal que se bamboleaba en dos patas con un sombrero en la cabeza, mientras Bernardo y García lo picaneaban por detrás.

Los aplausos y vítores quedarían sonando durante semanas en los oídos de los tres muchachos. Para entonces habían tenido tiempo sobrado de medir la gravedad de su imprudencia y reponerse del merecido castigo que recibieron. Nada pudo opacar la victoria radiante de esa aventura. Carlos y sus secuaces no volvieron a molestarlos.

La proeza del oso, exagerada y adornada hasta lo imposible, pasó de boca en boca y con el tiempo atravesó el estrecho de Bering, llevada por los comerciantes de pieles de nutria, y llegó hasta Rusia. Diego, Bernardo y García no se salvaron de la paliza propinada por sus padres, pero nadie pudo discutirles el título de campeones. Se guardaron bien, eso sí, de mencionar la pócima de adormidera de Lechuza Blanca.

Su trofeo estuvo en un corral, expuesto a las burlas y peñascos de los curiosos durante unos días, mientras buscaban el mejor toro para combatirlo, pero Diego y Bernardo se apiadaron del oso prisionero y la noche anterior a la pelea lo pusieron en libertad.

En octubre, cuando todavía no se hablaba de otra cosa en el pueblo, atacaron los piratas. Se dejaron caer de súbito, con la experiencia de muchos años de maldad, aproximándose a la costa sin ser vistos en un bergantín provisto de catorce cañones ligeros que había hecho el viaje desde Sudamérica, desviándose por Hawai para aprovechar los vientos que los impulsaron a Alta California. Andaban a la caza de barcos cargados con tesoros de América, que se destinaban a las arcas reales en España. Rara vez atacaban en tierra firme, porque las ciudades importantes podían defenderse y las otras eran demasiado pobres, pero llevaban una eternidad navegando sin suerte y la tripulación necesitaba agua fresca y quemar un poco de energía.