Estudió a fondo los textos pertinentes, ayunó por dos días a modo de preparación y luego se encerró con Bernardo en la iglesia a pelear mano a mano con Satanás. No sirvió de nada. Derrotado, el padre Mendoza concluyó que el trauma había embrutecido al pobre niño y dejó de prestarle atención. Delegó el incordio de alimentarlo con un embudo en una neófita y volvió a lo suyo.
Estaba entretenido en sus deberes de la misión, en la tarea espiritual de apoyar a la población de Los Ángeles a recuperarse de sus desgracias, y en las minucias burocráticas que le exigían sus superiores en México, siempre lo más pesado de su ministerio. La gente había ya descartado a Bernardo como idiota sin remedio, cuando apareció Lechuza Blanca en la misión para llevárselo a su villorrio. El misionero se lo entregó, porque no sabía qué hacer con él, aunque no esperaba que las magias de la india lograran la curación que él no consiguió con exorcismos.
Diego se moría por acompañar a su hermano de leche, pero no tuvo corazón para dejar a su madre, quien aún no se levantaba de su lecho de convaleciente, y además el padre Mendoza no le permitió montar a caballo con el corsé. Por primera vez desde sus nacimientos, los niños se separaron.
Lechuza Blanca comprobó que Bernardo no se había tragado la lengua -la tenía intacta en la boca- y diagnosticó que su mudez era una forma de duelo: no hablaba porque no quería. Calculó que bajo la ira sorda que devoraba al niño había un océano insondable de tristeza. No intentó consolarlo o sanarlo, porque en su opinión Bernardo tenía todo el derecho del mundo a quedarse callado, pero le enseñó a comunicarse con el espíritu de su madre mediante la observación de las estrellas, y con sus semejantes valiéndose del lenguaje de signos que usaban los indios de diferentes tribus para comerciar.
También le enseñó a tocar una delicada flauta de caña. Con el tiempo y la práctica el niño llegaría a sacarle a ese sencillo instrumento casi tantos sonidos como los de la voz humana.
Apenas lo dejaron en paz, Bernardo se despabiló. El primer síntoma fue un apetito voraz, ya no hubo necesidad de alimentarlo con métodos crueles, y el segundo fue la tímida amistad que estableció con Rayo en la Noche.
La niña era dos años mayor que él y llevaba ese nombre porque había nacido una noche de tormenta. Era diminuta para su edad y tenía la expresión amable de una ardilla. Acogió a Bernardo con naturalidad, sin darse por aludida de su impedimento para hablar, y se convirtió en su permanente compañera, reemplazando sin saberlo a Diego. No se separaban más que en la noche, cuando él debía irse a dormir a la choza de Lechuza Blanca y ella a la de su familia.
Rayo en la Noche lo llevaba al río, allí se desnudaba por completo y se lanzaba de cabeza al agua, mientras él buscaba en qué distraerse para no mirarla de frente, porque a los diez años ya le habían impresionado las enseñanzas del padre Mendoza sobre las tentaciones de la carne. Bernardo la seguía sin quitarse los pantalones, asombrado de que ella tuviera la misma resistencia que él para nadar como pez en el agua helada.
Rayo en la Noche conocía de memoria la historia mítica de su pueblo y no se cansaba de contársela, al igual que él no se cansaba de escucharla. La voz de la niña era un bálsamo para Bernardo, la oía deslumbrado, sin darse cuenta de que el amor por ella empezaba a derretir el glaciar de su corazón. Volvió a portarse como cualquier chiquillo de su edad, aunque ni hablaba ni lloraba. Juntos acompañaban a Lechuza Blanca, ayudándola en sus quehaceres de curandera y chamán, recogiendo plantas curativas, preparando pociones.
Cuando Bernardo volvió a sonreír, la abuela consideró que ya no podía hacer más por él y que había llegado el momento de enviarlo de regreso a la hacienda De la Vega. Ella debía ocuparse de los ritos y ceremonias que marcarían la primera menstruación de Rayo en la Noche, quien en esos días entró de sopetón en la adolescencia. Esa súbita transición no distanció a la niña de Bernardo, por el contrario, pareció acercarlos más. A modo de despedida, lo llevó una vez más al río y con su sangre menstrual pintó sobre una roca dos pájaros en vuelo. «Somos nosotros, siempre volaremos juntos», le dijo. En un impulso, Bernardo la besó en la cara y luego echó a correr, con el cuerpo en llamas.
Diego, quien había esperado a Bernardo con una tristeza de perro huérfano, lo vio venir de lejos y corrió a darle la bienvenida con gritos de júbilo, pero cuando lo tuvo al frente comprendió que su hermano de leche era otra persona. Venía en un caballo prestado, más grande y tosco, con el pelo largo, facha de indio adulto y la luz inconfundible de un amor secreto en las pupilas. Diego se detuvo azorado, pero entonces Bernardo desmontó y lo abrazó, levantándolo en vilo sin esfuerzo, y volvieron a ser los gemelos inseparables de antes.
Diego sintió que había recuperado la mitad del alma. No le importaba un bledo que Bernardo no hablara, porque ninguno de los dos había necesitado nunca palabras para saber lo que el otro pensaba.
A Bernardo le sorprendió que en esos meses hubieran reconstruido por completo la casa quemada en el incendio. Alejandro de la Vega se había propuesto borrar toda huella del paso de los piratas y aprovechar aquella desgracia para mejorar su residencia. Cuando regresó a Alta California seis semanas después del asalto, con su cargamento de enseres de lujo para sorprender a su mujer, se encontró con que no había ni un perro que le ladrara; la vivienda estaba abandonada; su contenido, convertido en cenizas, y su familia, ausente. El único que salió a recibirlo fue el padre Mendoza, quien le puso al tanto de lo ocurrido y se lo llevó a la misión, donde Regina empezaba a dar sus primeros pasos de convaleciente, todavía envuelta en vendas y con un brazo en cabestrillo.
La experiencia de haberse asomado al otro lado de la muerte le arrebató a Regina la frescura de un solo zarpazo. Alejandro había dejado una esposa joven y poco después lo acogió una mujer de sólo treinta y cinco años pero ya madura, con algunas mechas grises en el cabello, que no demostró ni el menor interés en las alfombras turcas o los cubiertos de plata labrada que él había comprado.
Las noticias eran malas, pero, tal como dijo el padre Mendoza, podrían ser mucho peores. De la Vega decidió dar vuelta a la hoja, puesto que no había posibilidad de castigar a esos forajidos, que debían de estar a medio camino hacia el mar de China, y puso manos a la obra para reparar la hacienda. En México había visto cómo vivía la gente de alcurnia y decidió imitarla, no por jactancia, sino para que en un futuro Diego heredara la mansión y se la llenara de nietos, como decía a modo de excusa por el despilfarro.
Encargó materiales de construcción y mandó buscar artesanos a Baja California -herreros, ceramistas, talladores, pintores- que en poco tiempo añadieron otro piso, largos corredores con arcos, suelos de azulejos, un balcón en el comedor y una glorieta en el patio para los músicos, pequeñas fuentes moriscas, rejas de hierro forjado, puertas de madera labrada, ventanas con vidrios pintados.
En el jardín principal instaló estatuas, bancos de piedra, jaulas con pájaros, vasijas de flores y una fuente de mármol coronada por Neptuno y tres sirenas que los indios talladores copiaron exacta de una pintura italiana.
Cuando llegó Bernardo la mansión ya tenía las tejas rojas instaladas, la segunda mano de pintura color durazno en los muros y empezaban a abrir los bultos traídos de México para alhajarla. «Apenas sane Regina, vamos a inaugurar la casa con un sarao que el pueblo recordará por cien años», anunció Alejandro de la Vega; pero ese día tardó en llegar, porque a su mujer no le faltaron renovados pretextos para postergar la fiesta.
Bernardo le enseñó a Diego el lenguaje de signos de los indios, que ellos enriquecieron con señales de su invención y usaban para entenderse cuando les fallaban la telepatía o la música de la flauta. A veces, cuando se trataba de asuntos más complicados, recurrían a tiza y pizarra, pero debían hacerlo con disimulo para que no fuera percibido como presunción de su parte.
Valiéndose del látigo de siete colas, el maestro de la escuela lograba enseñar el alfabeto a unos cuantos muchachos privilegiados del pueblo, pero de allí a la lectura de corrido había un abismo y, en todo caso, ningún indio era admitido en la escuela. Diego, muy a su pesar, terminó por convertirse en buen alumno, entonces entendió por primera vez la manía de su padre por la educación.
Empezó a leer todo lo que caía en sus manos. El Tratado de Esgrima y Prontuario del Duelo, del maestro Manuel Escalante, se le reveló como un compendio de ideas notablemente parecidas al Okahué de los indios, porque también versaban sobre el honor, la justicia, el respeto, la dignidad y el valor. Antes se había limitado a asimilar las lecciones de esgrima de su padre e imitar los movimientos dibujados en las páginas del manual, pero cuando comenzó a leerlo supo que la esgrima no es sólo habilidad en el manejo del florete, la espada y el sable, sino también un arte espiritual.
En esos días el capitán José Díaz le regaló a Alejandro de la Vega un cajón de libros que un pasajero había dejado olvidado en su barco a la altura del Ecuador. Llegó a la casa cerrado a machote y al ser abierto reveló un fabuloso contenido de poemas épicos y novelas, volúmenes amarillentos, muy manoseados, con olor a miel y cera. Diego los devoró con ansia, a pesar de que su padre despreciaba las novelas como un género menor plagado de inconsistencias, errores fundamentales y dramas personales que no eran de su incumbencia. Esos libros fueron una adicción para Diego y Bernardo, los leyeron tantas veces, que terminaron por memorizarlos. El mundo en que vivían se encogió y empezaron a soñar con países y aventuras más allá del horizonte.
A los trece años Diego parecía todavía un niño, pero Bernardo, como muchos niños de su raza, alcanzó el tamaño definitivo que tendría de adulto. La impavidez de su rostro cobrizo sólo se dulcificaba en los momentos de complicidad con Diego, cuando acariciaba a los caballos y en las numerosas ocasiones en que se escapaba para ir a visitar a Rayo en la Noche.