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Caminaron sin rumbo, sin saber qué buscaban, hambrientos y asustados, alimentándose de raíces tiernas y semillas, hasta que el hambre los incitó a cazar ratones y pájaros con un arco y flechas, hechas con varillas. Cuando la oscuridad les impedía seguir avanzando, preparaban una fogata y se echaban a dormir, tiritando de frío, rodeados de espíritus y de animales silvestres. Despertaban duros de escarcha y doloridos hasta el último hueso, con esa pasmosa clarividencia que suele venir con la extremada fatiga.

A las pocas horas de marcha, Bernardo se dio cuenta de que lo seguían, pero cuando se volvía a mirar a sus espaldas, no veía más que los árboles, vigilándolo como quietos gigantes. Estaba en el bosque, abrazado por helechos de hojas brillantes, rodeado de torcidos robles y fragantes abetos, un espacio quieto y verde, alumbrado por manchones de luz que se filtraban entre las hojas. Era un lugar sagrado.

Habría de transcurrir gran parte de ese día para que su tímido acompañante se revelara. Era un potrillo sin madre, tan joven que todavía se le doblaban las patas, negro como la noche. A pesar de su delicadeza de recién nacido y de su inmensa soledad de huérfano, se podía adivinar al ejemplar magnífico que llegaría a ser. Bernardo comprendió que era un animal mágico. Los caballos andan en manadas, siempre en las praderas, ¿qué hacía solo en el bosque? Lo llamó con los mejores sonidos de su flauta, pero el animal se detuvo a cierta distancia, la mirada desconfiada, las narices abiertas, las patas temblorosas, y no se atrevió a acercarse. El muchacho recogió un puñado de pasto húmedo, se sentó sobre una roca, se lo echó a la boca y empezó a masticarlo, después se lo ofreció al animalito en la palma de la mano.

Pasó un buen rato antes de que éste se decidiera a dar unos pasos vacilantes. Por fin estiró el cuello y se aproximó para olisquear esa pasta verde, observando al muchacho con la mirada prístina de sus ojos castaños, midiendo sus intenciones, calculando su retirada en caso de apuro. Debió de gustarle lo que vio, porque pronto su hocico aterciopelado tocaba la mano extendida para probar el extraño alimento. «No es lo mismo que la leche de tu madre, pero también sirve», susurró Bernardo.

Eran las primeras palabras que pronunciaba desde hacía tres años. Sintió que cada una se formaba en su vientre, subía como una bola de algodón por su garganta, se quedaba dándole vueltas en la boca un rato y luego salía entre sus dientes masticada, como el pasto para el potrillo. Algo se le rompió dentro del pecho, una pesada vasija de greda, y toda su rabia, su culpa y sus juramentos de pavorosa venganza se derramaron en un torrente incontenible. Cayó de rodillas sobre la tierra, llorando, vomitando un barro verde y amargo, estremecido por el recuerdo pertinaz de aquella mañana fatídica en que perdió a su madre y con ella perdió también su infancia. Las arcadas le dieron vuelta el estómago al revés y lo dejaron vacío y limpio. El potrillo retrocedió, asustado, pero no se fue, y cuando por fin Bernardo se tranquilizó, pudo ponerse de pie y buscar un charco de agua para lavarse, lo siguió de cerca.

Desde ese momento ya no se separaron más durante los tres días siguientes. Bernardo le enseñó a escarbar con los cascos para encontrar los pastos más tiernos, lo sostuvo hasta que se le afirmaron bien las patas y pudo empezar a trotar, durmió abrazado a él en las noches para darle calor, lo entretuvo con su flauta. «Te llamarás Tornado, si es que te gusta ese nombre, para que corras como el viento», le propuso con la flauta, porque después de aquella única frase había vuelto a refugiarse en el silencio.

Pensó que lo domaría para regalárselo a Diego, porque no se le ocurrió una suerte más apropiada para esa noble criatura, pero cuando despertó al cuarto día, el potrillo se había ido. Se había levantado la niebla y el sol lamía los cerros con la luz blanca del amanecer. Bernardo buscó en vano a Tornado, llamándolo con voz ronca por falta de uso, hasta que comprendió que el animal no había acudido a su lado para tener dueño, sino con el propósito de mostrarle el camino que debía seguir en la vida. Entonces adivinó que su espíritu guía era el caballo y que debía desarrollar sus virtudes: lealtad, fuerza y resistencia. Decidió que su planeta sería el sol y su elemento las colinas, donde seguramente Tornado trotaba en esos momentos a reunirse con su manada.

Diego tenía menos sentido de la orientación que Bernardo y se perdió rápidamente, también tenía menos habilidad para cazar y sólo consiguió un ratón diminuto, que una vez descuerado quedó reducido a un manojo de huesitos patéticos. Acabó devorando hormigas, gusanos y lagartijas. Estaba extenuado por el hambre y las exigencias de los ocho días anteriores y no le alcanzaban las fuerzas para prever los peligros que lo acechaban, pero estaba resuelto a no dejarse tentar por el impulso de retroceder.

Lechuza Blanca le había explicado que el propósito de esa larga prueba era dejar atrás la infancia y convertirse en hombre, no pensaba fallarle a su abuela a medio camino, sin embargo las ganas de echarse a llorar iban ganándole la mano a su determinación. No conocía la soledad. Había crecido junto a Bernardo, rodeado de amigos y gente que lo celebraba, y nunca le había faltado la presencia incondicional de su madre. Por primera vez se encontraba solo y hubo de tocarle justamente en medio de esa naturaleza salvaje. Temió que no encontraría el camino de vuelta al minúsculo campamento de Lechuza Blanca, se le ocurrió que podía pasar los cuatro días siguientes sentado bajo el mismo árbol, pero su impaciencia natural lo impulsó adelante.

Pronto se halló perdido en la inmensidad de los cerros. Dio con una vertiente y aprovechó para beber y bañarse, después se alimentó con frutos desconocidos arrancados de los árboles. Tres cuervos, aves veneradas por la tribu de su madre, pasaron volando varias veces muy cerca de su cabeza; lo atribuyó a una señal de augurio favorable y eso le dio ánimo para continuar.

Al caer la noche encontró un hueco protegido por dos rocas, encendió fuego, se envolvió en su manta y se durmió al instante, rogando para que no le fallara la buena estrella, que según Bernardo siempre lo alumbraba, porque no tendría la menor gracia haber llegado tan lejos para morir en las zarpas de un puma.

Despertó de noche cerrada con el reflujo ácido de los frutos que había comido y unos aullidos cercanos de coyotes. Del fuego sólo quedaban tímidas brasas, que alimentó con unos palos, calculando que no bastaría esa ridícula fogata para mantener a raya a las fieras. Se acordó de que en los días anteriores había visto varias clases de animales, que los rondaban sin atacarlos, y elevó una plegaria para que no lo hicieran ahora, cuando se hallaba solo.

En ese momento vio claramente a la luz de las llamas unos ojos colorados observándolo con fijeza espectral. Empuñó el cuchillo, creyendo que era un lobo atrevido, pero al incorporarse lo vio mejor y se dio cuenta de que se trataba de un zorro. Le pareció curioso que no se moviera, parecía un gato calentándose en el rescoldo de la fogata. Lo llamó, pero el animal no se acercó, y cuando él quiso hacerlo, retrocedió con cautela, manteniendo siempre la misma distancia entre ambos. Diego cuidó el fuego por un rato, hasta que lo venció el cansancio y volvió a dormirse, a pesar de los insistentes aullidos de los lejanos coyotes. Cada tanto despertaba de súbito, sin saber dónde se hallaba, y veía al extraño zorro en el mismo lugar, como un espíritu vigilante. La noche se le hizo eterna, hasta que por fin las primeras luces del amanecer revelaron el perfil de las montañas. El zorro ya no estaba.

En los días siguientes nada sucedió que Diego pudiera interpretar como una visión, salvo la presencia del zorro, que llegaba con la caída de la noche y se quedaba con él hasta la madrugada, siempre quieto y atento. Al tercer día, aburrido y desfalleciente de hambre, trató de hallar el camino de regreso, pero no fue capaz de ubicarse. Decidió que sería imposible dar con Lechuza Blanca, pero si bajaba los cerros, tarde o temprano llegaría al mar y allí encontraría el Camino Real.

Se puso en marcha, pensando en la frustración de su abuela y su madre cuando supieran que el descomunal esfuerzo de esos días no le había dado una visión reveladora de su destino, sino sólo desaliento, y se preguntó si Bernardo habría tenido más suerte que él. No alcanzó a llegar lejos, porque al pasar por encima de un tronco caído plantó el pie sobre una serpiente. Recibió un pinchazo en el tobillo y habrían de transcurrir un par de segundos antes de que oyera el golpeteo inconfundible de la cascabel y se diera cuenta cabal de lo sucedido. No le cupo duda: la bicha tenía el cuello delgado, la cabeza triangular y los párpados capotudos. El espanto lo golpeó en el estómago como la inolvidable patada del pirata.

Retrocedió varios pasos, alejándose de la culebra, al tiempo que hacía un recuento de sus vagos conocimientos sobre la cascabel. Sabía que el veneno no siempre es mortal, depende de la cantidad inyectada, pero él estaba debilitado y se encontraba tan lejos de cualquier clase de ayuda, que la muerte parecía muy probable, si no del veneno, de inanición. Había visto a un vaquero despachado al otro mundo por uno de esos reptiles; el hombre se tendió en un pajar a dormir su borrachera y no despertó más. Según el padre Mendoza, Dios se lo había llevado a su santo seno, donde ya no volvería a golpear a su mujer, mediante la perfecta combinación de ponzoña y alcohol. Se acordó también de los tratamientos de burro para esos casos: cortarse a fondo con un cuchillo o quemarse con un carbón encendido.

Vio que la pierna se le ponía morada, sintió que le salivaba la boca, le cosquilleaban la cara y las manos, se sacudía de escalofríos. Comprendió que empezaba a desvariar de pánico y debía tomar una resolución pronto, antes de que se le acabaran de nublar los pensamientos: si se movía, la ponzoña de la víbora circularía más rápido por su cuerpo, y si no lo hacía, moriría allí mismo. Prefirió seguir adelante, a pesar de que se le doblaban las rodillas y se le habían hinchado tanto los párpados que no podía ver. Echó a trotar cerro abajo, llamando a su abuela con voz de sonámbulo, mientras se consumían irremisiblemente sus últimas fuerzas.