En Monterrey el gobernador ignoraba los reclamos porque los indios no eran su prioridad. Los oficiales a cargo de los presidios eran parte del problema, porque ponían sus soldados al servicio de los colonos blancos. No dudaban de la superioridad moral de los españoles que, como ellos, habían llegado de muy lejos con el único propósito de civilizar y cristianizar esa tierra salvaje. Diego fue a hablar con su padre. Lo encontró, como siempre estaba en las tardes, estudiando batallas antiguas en sus libracos, único resabio aún vigente de las ambiciones militares de su juventud. Sobre una mesa larga desplegaba sus ejércitos de soldados de plomo de acuerdo a las descripciones de los textos, pasión que nunca logró inculcar en Diego. El muchacho contó a borbotones lo que acababa de vivir con Bernardo, pero su indignación se estrelló contra la indiferencia de Alejandro de la Vega.
– ¿Qué propones que yo haga, hijo?
– Su merced es el alcalde…
– La repartición de tierras no es de mi jurisdicción, Diego, y carezco de autoridad para controlar a los soldados.
– ¡Pero el señor Alcázar ha matado y secuestrado indios! Perdone mi insistencia, su merced, pero ¿cómo puede usted permitir estos abusos? -balbuceó Diego, sofocado.
– Hablaré con don Juan Alcázar, pero dudo que me escuche -replicó Alejandro, moviendo una línea de sus soldaditos sobre el tablero.
Alejandro de la Vega cumplió su promesa. Hizo más que hablar con el ranchero, fue a quejarse al cuartel, escribió un informe al gobernador y envió la denuncia a España. Mantuvo a su hijo informado de cada gestión, porque lo hacía sólo por él. Conocía de sobra el sistema de clases como para albergar alguna esperanza de reparar el mal. Presionado por Diego, trató de ayudar a las víctimas, convertidas en miserables vagabundos, ofreciéndoles protección en su propia hacienda.
Tal como suponía, sus gestiones ante las autoridades de poco sirvieron. Juan Alcázar anexó las tierras de los indios a las suyas, la tribu desapareció sin rastro y no se volvió a hablar del asunto. Diego de la Vega nunca olvidó la lección; el mal sabor de la injusticia le quedó para siempre en lo más recóndito de la memoria y volvería a emerger una y otra vez, determinando el curso de su vida.
La celebración de los quince años de Diego originó la primera fiesta en la gran casa de la hacienda. Regina, quien se había opuesto siempre a abrir sus puertas, decidió que ésa era la ocasión perfecta para tapar la boca de la gentuza que se había dado el gusto de despreciarla por tantos años. No sólo aceptó que su marido invitara a quien le diera la gana, sino que ella misma se ocupó de organizar los festejos. Por primera vez en su vida visitó los barcos del contrabando para aperarse de lo necesario y puso a una docena de mujeres a coser y bordar.
A Diego no se le pasó que también era el cumpleaños de Bernardo, pero Alejandro de la Vega le hizo ver que, a pesar de que el chiquillo era como un miembro de la familia, no se podía ofender a los invitados sentándolos a la mesa con él. Por una vez Bernardo tendría que ocupar su puesto entre los indios del servicio, determinó.
No hubo necesidad de discutir más, porque Bernardo zanjó el asunto sin apelación escribiendo en su pizarra que pensaba visitar la aldea de Lechuza Blanca. Diego no trató de hacerle cambiar de opinión, porque sabía que su hermano quería ver a Rayo en la Noche, y tampoco podía estirar demasiado la cuerda con su padre, quien ya había aceptado que Bernardo viajara con él a España.
Los planes de enviar a Diego al colegio en México habían cambiado con la llegada de una carta de Tomás de Romeu, el más antiguo amigo de Alejandro de la Vega. En su juventud habían hecho juntos la guerra en Italia y durante más de veinte años se mantuvieron en contacto con esporádicas cartas. Mientras Alejandro cumplía su destino en América, Tomás se casó con una heredera catalana y se dedicó a vivir bien, hasta que ella murió al dar a luz, entonces no le quedó otra alternativa que sentar cabeza y hacerse cargo de sus dos hijas y de lo que quedaba de la fortuna de su mujer.
En su carta, Tomás de Romeu comentaba que Barcelona seguía siendo la ciudad más interesante de España y que ese país ofrecía la mejor educación para un joven. Se vivían tiempos fascinantes. En 1808 Napoleón había invadido España con ciento cincuenta mil hombres, había raptado al legítimo rey y lo había inducido a abdicar en favor de su propio hermano, José Bonaparte, todo lo cual a Alejandro de la Vega le parecía un inconcebible atropello, hasta que recibió la carta de su amigo.
Tomás explicaba que sólo el patriotismo de un populacho ignorante, azuzado por el bajo clero y por unos cuantos fanáticos, podía oponerse a las ideas liberales de los franceses, que pretendían acabar con el feudalismo y la opresión religiosa. La influencia de los franceses, decía, era como un viento fresco de renovación, que barría con instituciones medievales, como la Inquisición y los privilegios de nobles y militares.
En su carta, Tomás de Romeu ofrecía hospedar a Diego en su casa, donde sería cuidado y querido como un hijo, para que pudiera completar su educación en el Colegio de Humanidades, que a pesar de ser religioso -y él no era amigo de sotanas- tenía excelente reputación. Agregaba, como broche de oro, que el joven podría estudiar con el famoso maestro de esgrima Manuel Escalante, quien se había radicado en Barcelona después de recorrer Europa enseñando su arte.
A Diego le bastó lo último para suplicarle a su padre con tal tenacidad que le permitiera hacer el viaje, que al final Alejandro cedió más por cansancio que por convicción, ya que ningún argumento de su amigo Tomás podía disminuir la repugnancia de saber su patria invadida por extranjeros. Padre e hijo se cuidaron mucho de contarle a Regina que además España estaba asolada por las guerrillas, cruenta fórmula de lucha discurrida por el pueblo para combatir a las tropas de Napoleón, que si bien no servía para recuperar territorios, picaba como avispas al enemigo, agotándole los recursos y la paciencia.
El sarao del cumpleaños se inició con una misa del padre Mendoza, carreras de caballos y una corrida de toros, en la que el mismo Diego hizo varios pases de capa, antes de que el matador profesional entrara al ruedo; siguió con un espectáculo de acróbatas itinerantes, y culminó con fuegos artificiales y baile. Hubo comida por tres días para quinientas personas, separadas por clases sociales: los españoles de pura cepa en las mesas principales con manteles bordados en Tenerife, bajo un parrón cargado de uvas, la gente de razón con sus mejores galas en las mesas laterales a la sombra, la indiada a pleno sol en los patios, donde se asaba la carne, se tostaban las tortillas y hervían las ollas de chile y mole.
Los invitados acudieron desde los cuatro puntos cardinales y por primera vez en la historia de la provincia hubo congestión de carruajes en el Camino Real. No faltó ni una sola niña de familia respetable, porque todas las madres tenían en la mira al único heredero de Alejandro de la Vega, a pesar de su cuarto de sangre india. Entre ellas se contaba Lolita Pulido, sobrina de don Juan Alcázar, una criatura de catorce años, suave y coqueta, muy diferente a su primo Carlos Alcázar, quien estaba enamorado de ella desde la infancia. A pesar de que Alejandro de la Vega detestaba a Juan Alcázar desde el incidente con los indios, debió invitarlo con toda su familia, porque era uno de los hombres notables del pueblo.
Diego no saludó al ranchero ni a su hijo Carlos, pero fue atento con Lolita porque consideró que la niña no tenía la culpa de los pecados de su tío. Además ella llevaba un año enviándole recados de amor con su dueña, que él no había contestado por timidez y porque prefería mantenerse lo más lejos posible de cualquier miembro de la familia Alcázar, aunque fuese una sobrina.
Las madres de las doncellas casaderas se llevaron un chasco al comprobar que Diego no estaba ni remotamente listo para pensar en novias, era mucho más niño de lo que sus quince años hacían suponer. A la edad en que otros hijos de dones cultivaban el bigote y daban serenatas, Diego todavía no se afeitaba y perdía la voz delante de una señorita.
El gobernador viajó desde Monterrey trayendo consigo al conde Orloff, pariente de la zarina de Rusia y encargado de los territorios de Alaska. Medía casi siete pies de altura, tenía los ojos de un azul imposible y se presentó ataviado con el vistoso uniforme de los húsares, todo de escarlata, con chaquetilla festoneada de piel blanca colgada al hombro, el pecho atravesado de cordones dorados y bicornio emplumado. Era, sin duda, el hombre más hermoso que se había visto nunca por esos lados. Orloff había oído hablar en Moscú de un par de osos blancos que Diego de la Vega había atrapado vivos y vestido con ropas de mujer cuando apenas tenía ocho años de edad.
A Diego no le pareció oportuno sacarlo de su error, pero Alejandro, con su innecesario afán de exactitud, se apresuró a explicar que no eran dos osos, sino uno y de color oscuro, no había de otros en California; que Diego no lo había cazado solo, sino con dos amigos; que le habían pegado un sombrero con brea, y que en esa época el rapaz tenía diez años y no ocho, como rezaba la leyenda.
Carlos y su banda, para entonces convertidos en matones notables, pasaron casi desapercibidos en la masa de invitados, pero no así García, quien se tomó varios tragos de más y lloraba públicamente de desconsuelo por la próxima partida de Diego.
En esos años el hijo del tabernero había acumulado más grasa que un búfalo, pero todavía era el mismo niño asustado de antes y seguía sintiendo por Diego el mismo deslumbramiento. La presencia del espléndido noble ruso y el despilfarro del ágape acallaron temporalmente las malas lenguas de la colonia.
Regina se dio el gusto de ver a las mismas empingorotadas personas que antes la desdeñaban, inclinarse para besarle la mano. Alejandro de la Vega, ajeno por completo a tales mezquindades, se paseaba entre los huéspedes ufano de su posición social, su hacienda, su hijo y, por una vez, orgulloso también de su mujer, quien se presentó a la fiesta vestida de duquesa con un traje de terciopelo azul y una mantilla de encaje de Bruselas.