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Les aconsejaron evitar las tarántulas y ciertos sapos verdes, que escupen a los ojos y dejan ciego, así como una variedad de nuez que quema el esmalte de los dientes y produce calambres mortales en el estómago.

El río Chagres en algunos trechos parecía un pantano espeso, pero en otros era de aguas prístinas. Se recorría en canoas o en botes chatos, con capacidad para ocho o diez pasajeros con su equipaje. Diego y Bernardo debieron aguardar un día completo, hasta que se juntaron suficientes personas para llenar la embarcación. Quisieron darse un chapuzón en el río para refrescarse -el calor pesado aturdía a las culebras y silenciaba a los monos-, pero apenas introdujeron un pie en el agua despertaron los caimanes, que dormitaban bajo la superficie, mimetizados con el fango.

Los chavales retrocedieron deprisa, entre las carcajadas de los nativos. No se atrevieron a beber el agua verdosa con guarisapos que les ofrecían sus amables anfitriones, y aguantaron la sed hasta que otros viajeros, rudos comerciantes y aventureros, compartieron con ellos sus botellas de vino y cerveza.

Aceptaron tan ansiosos y bebieron con tanto gusto, que después ninguno de los dos fue capaz de recordar esa parte de la travesía, salvo la peculiar forma de navegar de los nativos. Seis hombres, provistos de largas pértigas, iban de pie sobre dos pasarelas a ambos lados de la embarcación. Empezando por la popa, enterraban las puntas de las pértigas en el lecho del río, y caminaban lo más rápido posible hacia la proa, empujando con todo el cuerpo, así avanzaban, incluso contra la corriente.

Debido al calor, iban desnudos. El recorrido tomó más o menos dieciocho horas, que Diego y Bernardo hicieron en un estado de alucinación etílica, despatarrados bajo el toldo que los protegía del sol de lava ardiente sobre sus cabezas. Al llegar a su destino, los otros viajeros, entre codazos y risas, los bajaron del bote a empujones. Así perdieron, en las doce leguas de camino entre la desembocadura del río y la ciudad de Portobelo, uno de los baúles con gran parte del ajuar de príncipe adquirido por Alejandro de la Vega para su hijo. Fue un hecho más bien afortunado, porque a California no había llegado todavía la última moda europea en el vestir. Los trajes de Diego eran francamente para la risa.

Portobelo, fundada en el 1500 en el golfo del Darién, era una ciudad fundamental, porque allí se embarcaban los tesoros para España y llegaba la mercadería europea a América. En opinión de los antiguos capitanes, no existía en las Indias un puerto más capaz y seguro. Contaba con varios fuertes para la defensa, además de inexpugnables arrecifes.

Los españoles construyeron las fortalezas con corales extraídos del fondo del mar, maleables cuando estaban húmedos, pero tan resistentes al secarse, que las balas de los cañones apenas les hacían mella. Una vez al año, cuando llegaba la Flota del Tesoro, se organizaba una feria de cuarenta días y entonces la población aumentaba con miles y miles de visitantes.

Diego y Bernardo habían oído que en la Casa Real del Tesoro se apilaban los lingotes de oro como leños, pero se llevaron una desilusión, porque en los últimos años la ciudad había decaído, en parte por los ataques de piratas, pero más que nada debido a que las colonias americanas ya no eran tan rentables para España como lo fueran antes.

Las viviendas de madera y piedra estaban desteñidas por la lluvia, los edificios públicos y bodegas estaban invadidos de maleza, las fortalezas languidecían en una siesta eterna. A pesar de ello, había varios barcos en el puerto y un enjambre de esclavos cargando metales preciosos, algodón, tabaco, cacao, y descargando bultos para las colonias. Entre las embarcaciones se distinguía la Madre de Dios, en la que Diego y Bernardo cruzarían el Atlántico.

Esa nave, construida cincuenta años antes, pero aún en excelente estado, tenía tres mástiles y velas cuadradas. Era más grande, lenta y pesada que la goleta Santa Lucía y se prestaba mejor para viajes a través del océano. La coronaba un espectacular mascarón de proa en forma de sirena. Los marineros creían que los senos desnudos calmaban el mar y los de esa esfinge eran opulentos.

El capitán, Santiago de León, demostró ser un hombre de personalidad singular. Era de corta estatura, enjuto, con las facciones talladas a cuchillo en un rostro curtido por muchos mares. Cojeaba, debido a una desgraciada operación para quitarle una bala de la pierna siniestra, que el cirujano no pudo extraer, pero en el intento lo dejó baldado y dolorido para el resto de sus días.

El hombre no era proclive a quejarse, apretaba los dientes, se medicaba con láudano y procuraba distraerse con su colección de fantasiosos mapas. En ellos figuraban lugares que tenaces viajeros han buscado por siglos sin éxito, como El Dorado, la ciudad de oro puro; la Atlántida, el continente sumergido cuyos habitantes son humanos pero tienen agallas, como los peces; las islas misteriosas de Luquebaralideaux, en el mar Salvaje, pobladas por enormes salchichas de filudos dientes, pero carentes de huesos, que circulan en manadas y se alimentan de la mostaza que fluye en los arroyos y, según se cree, puede curar hasta las peores heridas.

El capitán se entretenía copiando los mapas y agregando sitios de su propia invención, con detalladas explicaciones; luego los vendía a precio de oro a los anticuarios de Londres. No pretendía engañar, siempre los firmaba de puño y letra y agregaba una hermética frase que cualquier entendido conocía: «Obra numerada de la Enciclopedia de Deseos, versión íntegra».

El viernes la carga estaba a bordo, pero la Madre de Dios no zarpó porque Cristo murió un viernes. Ese es mal día para iniciar la navegación. El sábado, los cuarenta hombres de la tripulación se negaron a partir porque se les cruzó un sujeto de cabello rojo en el muelle y un pelícano cayó muerto sobre el puente del barco, dos pésimos augurios. Por fin el domingo Santiago de León consiguió que su gente desplegara las velas.

Los únicos pasajeros eran Diego, Bernardo, un auditor, que regresaba de México a la patria, y su hija de treinta años, fea y quejumbrosa.

La señorita se enamoró de cada uno de los rudos marineros, pero éstos la rehuían como al demonio, porque todo el mundo sabe que las mujeres honradas a bordo atraen mal tiempo y otras calamidades. Dedujeron que era honrada por falta de oportunidades de pecar, más que por virtud natural. El auditor y su hija disponían de un camarote diminuto, pero Diego y Bernardo, como la tripulación, dormían en hamacas colgadas en la maloliente cubierta inferior.

La cabina del capitán en la popa servía de escritorio, oficina de mando, comedor y sala de recreo para oficiales y pasajeros. La puerta y los muebles se plegaban a conveniencia, como la mayor parte de las cosas a bordo, donde el espacio constituía el mayor lujo.

Durante varias semanas en alta mar los muchachos no dispusieron jamás de un instante de privacidad, incluso las funciones más elementales se llevaban a cabo a plena vista de los demás en un balde, si había oleaje, o en caso contrario sentados sobre una tabla con un hoyo directamente sobre el mar. Nadie supo cómo se las arregló la púdica hija del auditor, porque nunca la vieron vaciar una bacinilla. Los marineros cruzaban apuestas al respecto, primero muertos de la risa y después asustados, porque una constipación tan perseverante parecía cosa de brujería. Aparte del movimiento constante y la promiscuidad, lo más notable era el ruido. Las maderas crujían, los metales chocaban, los toneles rodaban, los cabos gemían y el agua azotaba a la nave.

Para Diego y Bernardo, acostumbrados a la soledad, el espacio y el silencio inmensos de California, el ajuste a la vida de navegantes no fue fácil. Diego discurrió sentarse sobre los hombros del mascarón de proa, lugar perfecto para otear la línea infinita del horizonte, salpicarse de agua salada y saludar a los delfines. Se abrazaba a la cabeza de la doncella de madera y apoyaba los pies en sus pezones. Dadas las condiciones atléticas del muchacho, el capitán se limitó a exigirle que se sujetara con un cabo en la cintura, porque si se caía de allí, el barco le pasaría por encima; pero más tarde, cuando lo sorprendió encaramado en la punta del palo mayor, a más de cien pies de altura, no le dijo nada. Decidió que si estaba destinado a morir temprano, él no podría impedirlo.

Siempre había actividad en la nave, que no se detenía por la noche, pero el grueso del trabajo se realizaba de día. Se marcaba el primer turno con campanazos al mediodía, cuando el sol estaba en su cenit y el capitán hacía la primera medida para ubicarse. A esa hora el cocinero distribuía una pinta de limonada por hombre, para prevenir el escorbuto, y el segundo oficial repartía el ron y el tabaco, únicos vicios permitidos a bordo, donde apostar dinero, pelear, enamorarse e incluso blasfemar estaba prohibido.

En el crepúsculo náutico, esa hora misteriosa del atardecer y del alba en que las estrellas titilan en el firmamento, pero aún es visible la línea del horizonte, el capitán tomaba nuevas medidas con su sextante, consultaba sus cronómetros y el libraco de efemérides celestiales, que indica dónde se hallan los astros en cada momento. Para Diego esta operación geométrica resultó fascinante, porque todas las estrellas le parecían iguales y para donde mirara no veía más que el mismo mar de acero y el mismo cielo blanco, pero pronto aprendió a observar con ojos de navegante. El capitán también vivía pendiente del barómetro, porque los cambios de presión en el aire le anunciaban las tormentas y los días en que la pierna le dolería más.