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Los primeros días dispusieron de leche, carne y vegetales, pero antes de una semana debieron limitarse a legumbres, arroz, fruta seca y la eterna galleta dura como mármol e hirviendo de gorgojo. También tenían carne salada, que el cocinero remojaba un par de días en agua con vinagre antes de echarla a la olla, para quitarle la consistencia de montura de caballo. Diego pensó que su padre podría hacer un estupendo negocio con su carne ahumada, pero Bernardo le hizo ver que llevarla en suficiente cantidad a Portobelo era un sueño.

En la mesa del capitán, a la que Diego, el auditor y su hija estaban siempre invitados, pero no así Bernardo, se servía además lengua de vaca en escabeche, aceitunas, queso manchego y vino. El capitán puso a disposición de los pasajeros su tablero de ajedrez y sus naipes, así como un atado de libros, que sólo interesaron a Diego, entre los que encontró un par de ensayos sobre la independencia de las colonias. Diego admiraba el ejemplo de los norteamericanos, que se habían librado del yugo inglés, pero no se le había ocurrido que las aspiraciones de libertad de las colonias españolas en América también eran encomiables hasta que leyó las publicaciones del capitán.

Santiago de León resultó ser un interlocutor tan entretenido, que Diego sacrificó horas de alegres acrobacias en el cordaje para conversar con él y estudiar sus mapas fantásticos. El capitán, un solitario, descubrió el placer de compartir sus conocimientos con una mente joven e inquisitiva. Era un lector incansable, llevaba consigo cajones de libros, que cambiaba por otros en cada puerto. Había dado la vuelta al mundo varias veces, conocía tierras tan extrañas como las descritas en sus fabulosos mapas y había estado a punto de morir tantas veces, que le había perdido el miedo a la vida. Lo más revelador para Diego, acostumbrado a verdades absolutas, fue que ese hombre de mentalidad renacentista dudaba de casi todo aquello que constituía el fundamento intelectual y moral de Alejandro de la Vega, el padre Mendoza y su maestro en la escuela.

A veces a Diego le surgían preguntas sobre los rígidos esquemas martillados en su cerebro desde su nacimiento, pero nunca osó desafiarlos en alta voz. Cuando las reglas le incomodaban demasiado, les quitaba el cuerpo con disimulo, nunca se rebelaba abiertamente. Con Santiago de León se atrevió a hablar de temas que jamás habría tocado con su padre. Descubrió, maravillado, que había un sinfín de maneras diversas de pensar. De León le hizo ver que no sólo los españoles se decían superiores al resto de la humanidad, todos los pueblos sufrían del mismo espejismo; que en la guerra los españoles cometían exactamente las mismas atrocidades que los franceses o cualquier otro ejército: violaban, robaban, torturaban, asesinaban; que cristianos, moros y judíos sostenían por igual que su Dios era el único verdadero y despreciaban otras religiones.

El capitán era partidario de abolir la monarquía e independizar las colonias, dos conceptos revolucionarios para Diego, quien había sido formado en la creencia de que el rey era sagrado y la obligación natural de todo español era conquistar y cristianizar otras tierras. Santiago de León defendía exaltadamente los principios de igualdad, libertad y fraternidad de la Revolución francesa, sin embargo no aceptaba que los franceses hubieran invadido España.

En ese tema dio muestras de feroz patriotismo: prefería ver a su patria sumida en el oscurantismo de la Edad Media, dijo, que ver el triunfo de las ideas modernas, si eran impuestas por extranjeros. No le perdonaba a Napoleón que hubiese obligado al rey de España a abdicar al trono y colocase en su lugar a su hermano, José Bonaparte, a quien el pueblo había apodado Pepe Botella.

– Toda tiranía es abominable, joven -concluyó el capitán-. Napoleón es un tirano. ¿De qué sirvió la revolución si el rey fue reemplazado por un emperador? Los países deben ser gobernados por un consejo de hombres ilustrados, responsables de sus acciones ante el pueblo.

– La autoridad de los reyes es de origen divino, capitán -alegó débilmente Diego, repitiendo palabras de su padre, sin entender bien lo que decía.

– ¿Quién lo asegura? Que yo sepa, joven De la Vega, Dios no se ha pronunciado al respecto.

– Según las Sagradas Escrituras…

– ¿Las ha leído? -lo interrumpió, enfático, Santiago de León-. En ninguna parte dicen las Sagradas Escrituras que los Borbones han de reinar en España o Napoleón en Francia. Además, las Sagradas Escrituras nada tienen de sagradas, fueron escritas por hombres y no por Dios.

Era de noche y ellos paseaban sobre el puente. El mar estaba calmo y entre los crujidos eternos de la nave se escuchaba con nitidez alucinante la flauta de Bernardo buscando a Rayo en la Noche y a su madre en las estrellas.

– ¿Crees que Dios existe? -le preguntó el capitán.

– ¡Por supuesto, capitán!

Santiago de León señaló con un amplio gesto el oscuro firmamento salpicado de constelaciones.

– Si Dios existe, seguramente no se interesa en designar los reyes de cada astro celestial… -dijo.

Diego de la Vega soltó una exclamación de espanto. Dudar de Dios era lo último que se le pasaría por la mente, mil veces más grave que dudar del mandato divino de la monarquía. Por mucho menos que eso la temida Inquisición había quemado a gente en infames hogueras, lo cual no parecía preocupar en lo más mínimo al capitán.

Cansado de ganarles garbanzos y Conchitas con los naipes a los marineros, Diego discurrió asustarlos con historias horripilantes inspiradas en los libros del capitán y los mapas fantásticos, que él enriqueció echando mano de su inagotable imaginación, donde figuraban pulpos gigantescos capaces de destrozar con sus tentáculos a una nave tan grande como la Madre de Dios, salamandras carnívoras del tamaño de ballenas y sirenas que de lejos parecían sensuales doncellas, pero en realidad eran monstruos con lenguas en forma de culebra. Jamás había que aproximarse a ellas, les advirtió, porque tendían sus brazos mórbidos, abrazaban a los incautos, los besaban y entonces sus lenguas mortíferas se introducían por la garganta de la desafortunada víctima y la devoraban por dentro, dejando sólo el esqueleto cubierto de pellejo.

– ¿Habéis visto esas luces que a veces brillan sobre el mar, esas que llaman fuegos fatuos? Sabéis, por supuesto, que anuncian la presencia de los muertos-vivos. Son marineros cristianos que naufragaron en asaltos de piratas turcos. No alcanzaron a obtener la absolución de sus pecados y sus almas no encuentran el camino al purgatorio. Están atrapados en los restos de sus naves al fondo del mar sin saber que ya están muertos. En noches como ésta, esas almas en pena suben a la superficie. Si por desgracia un barco se encuentra por allí, los muertos-vivos trepan a bordo y se roban lo que encuentran, el ancla, el timón, los instrumentos del capitán, los cabos y hasta los mástiles. Eso no es lo peor, amigos, sino que también necesitan marineros. Al que logran atrapar, lo arrastran a las profundidades del océano para que los ayude a rescatar sus barcos y navegar hacia playas cristianas. Espero que eso no nos ocurra en este viaje, pero debemos estar alerta. Si aparecen sigilosas figuras negras, podéis estar seguros de que son los muertos-vivos. Los reconoceréis por las capas que llevan para disimular la sonajera de sus pobres huesos.

Comprobó, encantado, que su elocuencia producía pavor colectivo. Contaba sus cuentos de noche, después de la cena, a la hora en que la gente saboreaba su pinta de ron y masticaba su tabaco, porque en la penumbra le resultaba mucho más fácil erizarles los pelos de espanto.

Después de preparar el terreno durante varios días de espeluznantes narraciones, se aprontó para dar el golpe de gracia. Vestido enteramente de negro, con guantes y la capa de botones toledanos, efectuaba apariciones súbitas y muy breves en los rincones más oscuros. En ese atuendo se tornaba casi invisible de noche, excepto por la cara, pero a Bernardo se le ocurrió cubrírsela con un pañuelo también negro, al que le abrió dos huecos para los ojos.

Varios marineros vieron por lo menos a un muerto-vivo. Se corrió la voz en un instante de que el barco estaba hechizado y culparon a la hija del auditor, quien debía estar endemoniada, puesto que no usaba la bacinilla. Sólo ella podía ser responsable de haber atraído a los espectros. El rumor llegó a la nerviosa solterona y le provocó una jaqueca tan brutal, que el capitán debió aturdiría por dos días con dosis espléndidas de láudano.

Al enterarse de lo ocurrido, Santiago de León reunió a los marineros en el puente y los amenazó con suprimirles el licor y el tabaco a todos por igual si continuaban propagando tonterías. Los fuegos fatuos, dijo, eran un fenómeno natural provocado por gases emanados de la descomposición de algas y las apariciones que creían ver eran sólo producto de la sugestión. Nadie le creyó, pero el capitán impuso orden. Una vez restaurada una semblanza de calma entre su gente, condujo de un ala a Diego a su camarote y a solas le advirtió de que si cualquier muerto-vivo volvía a rondar en la Madre de Dios, no tendría escrúpulos en hacerle propinar una azotaina.

– Tengo derecho de vida o muerte en mi barco, con mayor razón a marcarle las espaldas para siempre. ¿Nos entendemos, joven De la Vega? -le dijo entre dientes, acentuando cada palabra.

Estaba claro como el mediodía, pero Diego no respondió, porque se distrajo observando un medallón de oro y plata, grabado con extraños símbolos, colgado al cuello del capitán. Al percibir que Diego lo había visto, Santiago de León se apresuró a ocultarlo abotonándose la casaca. Fue tan brusca su acción, que el muchacho no se atrevió a preguntarle el significado de la joya. Una vez desahogado, el capitán se suavizó.

– Si tenemos suerte con los vientos y no nos topamos con piratas, este viaje durará seis semanas. Tendrá ocasión de sobra para aburrirse, joven. Le sugiero que en vez de asustar a mi gente con jugarretas infantiles, se dedique a estudiar. La vida es corta, siempre falta tiempo para aprender.

Diego calculó que había leído casi todo lo interesante a bordo y ya dominaba el sextante, los nudos náuticos y las velas, pero asintió sin vacilar, porque tenía otra ciencia en mente. Se dirigió a la sofocante cala del barco, donde el cocinero estaba preparando el postre de los domingos, un budín de melaza y nueces que la tripulación aguardaba toda la semana con ansiedad. Era un genovés que había embarcado en la marina mercante española para escapar de la prisión, donde en justicia debía estar por haber matado de un hachazo a su mujer. Tenía un nombre inadecuado para un navegante: Galileo Tempesta.