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Antes de convertirse en cocinero de la Madre de Dios, Tempesta había sido mago y se ganaba la vida recorriendo mercados y ferias con sus trucos de ilusión. Poseía un rostro expresivo, ojos dominantes y manos de virtuoso con dedos como tentáculos. Podía hacer desaparecer una moneda con tal destreza, que a un palmo de distancia era imposible descubrir cómo diablos lo hacía. Aprovechaba los momentos de tregua en sus labores de la cocina para ejercitarse; cuando no estaba manoseando monedas, naipes y dagas, cosía compartimentos secretos en sombreros, botas, forros y puños de chaquetas, para esconder pañuelos multicolores y conejos vivos.

– Me manda el capitán, señor Tempesta, para que me enseñe todo lo que sabe -le anunció Diego a quemarropa.

– No es mucho lo que sé de cocina, joven.

– Me refiero más bien a la magia…

– Eso no se aprende hablando, se aprende haciendo -replicó Galileo Tempesta.

El resto del viaje se dedicó a enseñarle sus trucos por la misma razón que el capitán le contaba sus viajes y le mostraba sus mapas: porque esos hombres nunca habían disfrutado de tanta atención como la que Diego les regalaba. Al término de la travesía, cuarenta y un días más tarde, Diego podía, entre otras proezas inusitadas, tragarse un doblón de oro y extraerlo intacto por una de sus notables orejas.

La Madre de Dios dejó la ciudad de Portobelo y, aprovechando las corrientes del golfo, enfiló hacia el norte bordeando la costa. A la altura de las Bermudas cruzó el Atlántico y unas semanas más tarde se detuvo en las islas Azores a abastecerse de agua y alimentos frescos. El archipiélago de nueve islas volcánicas, pertenecientes a Portugal, era paso obligado de balleneros de varias nacionalidades.

Arribaron a la isla Flores, bien llamada, porque estaba cubierta de hortensias y rosas, justamente un día de fiesta nacional. La tripulación se hartó de vino y de la robusta sopa típica del lugar, luego se divirtió un rato en riñas a puñetazos con balleneros americanos y noruegos, y para completar un fin de semana perfecto salió en masa a participar en la juerga generalizada de los toros.

La población masculina de la isla, más los marineros visitantes, se lanzó delante de los toros por las calles empinadas del pueblo gritando las obscenidades que el capitán Santiago de León prohibía a bordo. Las hermosas mujeres de la localidad, adornadas con flores en el cabello y el escote, avivaban a prudente distancia, mientras el cura y un par de monjas preparaban vendajes y sacramentos para atender a heridos y moribundos.

Diego sabía que cualquier toro es siempre más rápido que el más veloz ser humano, pero como embiste ciego de rabia es posible burlarlo. Había visto tantos en su corta vida que no lo temía demasiado. Gracias a eso salvó por un pelo a Galileo Tempesta cuando un par de cuernos se disponían a ensartarlo por el trasero. El chiquillo corrió a pegarle a la bestia con una varilla para obligarla a cambiar de rumbo, mientras el mago se lanzaba de cabeza a una mata de hortensias, entre aplausos y carcajadas de la concurrencia. Después le tocó el turno a Diego de escapar como gamo, con el toro en los talones.

Aunque hubo un número suficiente de magullados y contusos, nadie murió corneado ese año. Era la primera vez en la historia que eso sucedía y la gente de las Azores no supo si era buen augurio o signo de fatalidad. Eso quedaba por verse. En todo caso, los toros convirtieron a Diego en héroe. Galileo Tempesta, agradecido, le regaló una daga marroquí provista de un resorte disimulado que permitía recoger la hoja dentro del mango.

La nave continuó su travesía por unas semanas más; impulsada por el viento, costeó España pasando frente a Cádiz sin detenerse y enfiló hacia el estrecho de Gibraltar, puerta de acceso al mar Mediterráneo, controlado por los ingleses, aliados de España y enemigos de Napoleón. Siguió sin mayores sobresaltos a lo largo de la costa, sin tocar ningún puerto, y arribó por fin a Barcelona, donde concluía el viaje de Diego y Bernardo.

El antiguo puerto catalán se presentó a sus ojos como un bosque de mástiles y velámenes. Había embarcaciones de las más variadas procedencias, formas y tamaños. Si a los jóvenes les había impactado el pueblito de Panamá, imaginen la impresión que les causó Barcelona. El perfil de la ciudad se recortaba soberbio y macizo contra un cielo de plomo, con sus murallas, campanarios y torreones. Desde el agua parecía una ciudad espléndida, pero esa noche se cerró el cielo y el aspecto de Barcelona cambió. No pudieron descender hasta la mañana siguiente, cuando Santiago de León bajó los botes para transportar a la impaciente tripulación y sus pasajeros. Centenares de chalupas circulaban entre los barcos en un mar grasiento y millares de gaviotas que llenaban el aire con sus graznidos.

Diego y Bernardo se despidieron del capitán, de Galileo Tempesta y los demás hombres de a bordo, que se empujaban por ocupar los botes, apurados como estaban por gastar su paga en licor y mujeres, mientras el auditor sostenía en sus brazos de anciano a su hija, desvanecida a causa de la hediondez en el aire. No era para menos. Al arribar los esperaba un puerto hermoso y bien vivido, pero insalubre, cubierto de basura, por donde pululaban ratas del tamaño de perros entre las piernas de una apurada multitud. Por las acequias abiertas corría el agua servida, donde chapaleaban niños descalzos, y desde las ventanas de los pisos altos tiraban a la calle el contenido de las bacinillas al grito de «¡agua va!». Los transeúntes debían apartarse para no quedar ensopados de orines.

Barcelona, con ciento cincuenta mil habitantes, era una de las ciudades más densamente pobladas del mundo. Encerrada por gruesas murallas, vigilada por el siniestro fuerte de La Ciudadela y atrapada entre el mar y las montañas, no tenía hacia dónde crecer, salvo en altura.

A las casas les agregaban altillos y subdividían las piezas en cuartuchos estrechos, sin ventilación ni agua limpia, donde se hacinaban los inquilinos. Andaban en los muelles extranjeros con diversos atuendos, que se insultaban unos a otros en lenguas incomprensibles, marineros con gorros frigios y loros al hombro, estibadores reumáticos por la faena de acarrear bultos, groseros comerciantes pregonando cecinas y bizcochos, pordioseros hirviendo de piojos y pústulas, perdularios con navajas prontas y ojos desesperados. No faltaban prostitutas de baja estofa, mientras las más empingorotadas se paseaban en carruajes, compitiendo en esplendor con damas distinguidas.

Los soldados franceses andaban en grupos, empujando a los pasantes con las culatas de los mosquetes por el simple afán de provocar. A sus espaldas las mujeres hacían el signo de maldecir con los dedos y escupían el suelo. Sin embargo, nada lograba opacar la elegancia incomparable de la ciudad bañada en la luz plateada del mar. Al pisar el puerto Diego y Bernardo casi se caen al suelo, tal como les ocurrió en la isla Flores, porque habían perdido la costumbre de andar en tierra. Debieron afirmarse uno con otro hasta que pudieron controlar el temblor de las rodillas y enfocaron la vista.

– ¿Y ahora qué hacemos, Bernardo? Estoy de acuerdo contigo en que lo primero será buscar un coche de alquiler y tratar de ubicar la casa de don Tomás de Romeu. ¿Dices que antes debemos recuperar lo que queda de nuestro equipaje? Cierto, tienes razón…

Así se abrieron paso como pudieron, Diego hablando solo y Bernardo un paso detrás, alerta, porque temía que le arrebataran la bolsa a su distraído hermano. Pasaron el sitio del mercado, donde unas mujeronas ofrecían productos del mar, encharcadas en tripas y cabezas de pescado que maceraban en el suelo en una nube de moscas. En eso los interceptó un hombre alto, con perfil de gallinazo, vestido de felpa azul, que a los ojos de Diego debía ser un almirante, a juzgar por los galones dorados de su chaqueta y el tricornio sobre su blanca peluca. Lo saludó con una profunda inclinación, barriendo el empedrado con su sombrero californiano.

– ¿Señor don Diego de la Vega? -inquirió el desconocido, visiblemente desconcertado.

– Para servir a usted, caballero -replicó Diego.

– No soy un caballero, soy Jordi, el cochero de don Tomás de Romeu. Me mandaron a buscarle. Más tarde vendré por su equipaje -aclaró el hombre con una mirada torva, porque pensó que el mocoso de las Indias se burlaba de él.

A Diego se le pusieron las orejas color remolacha y, encasquetándose el sombrero, se dispuso a seguirlo, mientras Bernardo se ahogaba de risa.

Jordi los condujo a un coche algo desportillado con dos caballos, donde los esperaba el mayordomo de la familia. Recorrieron calles tortuosas y empedradas, se alejaron del puerto y pronto llegaron a un barrio de mansiones señoriales. Entraron al patio de la residencia de Tomás de Romeu, un caserón de tres pisos que se alzaba entre dos iglesias. El mayordomo comentó que ya no molestaban los campanazos a horas intempestivas porque los franceses habían quitado los badajos a las campanas como represalia contra los curas, que fustigaban la guerrilla.

Diego y Bernardo, intimidados por el tamaño de la casa, ni cuenta se dieron de cuan venida a menos estaba. Jordi condujo a Bernardo al sector de los sirvientes y el mayordomo guió a Diego por la escalera exterior hasta el piso noble o principal. Atravesaron salones en penumbra eterna y corredores helados, donde colgaban deshilachadas tapicerías y armas del tiempo de las cruzadas. Por fin llegaron a una polvorienta biblioteca, mal iluminada con unos cuantos candiles y un fuego pobretón en la chimenea. Allí aguardaba Tomás de Romeu, quien recibió a Diego con un abrazo paternal, como si le hubiera conocido de siempre.

– Me honra que mi buen amigo Alejandro me haya confiado a su hijo -proclamó-. Desde este instante pertenece a nuestra familia, don Diego. Mis hijas y yo velaremos por su comodidad y contentamiento.