Выбрать главу

Era un hombre sanguíneo y panzón, de unos cincuenta años, de voz estruendosa, patillas y cejas tupidas. Sus labios se curvaban hacia arriba en una sonrisa involuntaria que dulcificaba su aspecto algo altanero. Fumaba un cigarro y tenía una copa de jerez en la mano. Hizo algunas preguntas de cortesía sobre el viaje y la familia que Diego había dejado en California, y enseguida tiró de un cordón de seda para llamar a campanazos al mayordomo, a quien ordenó en catalán que condujera al huésped a sus habitaciones.

– Cenaremos a las diez. No es necesario vestirse de etiqueta, estaremos en familia -dijo.

Esa noche, en el comedor, una sala inmensa con vetustos muebles que habían servido a varias generaciones, Diego conoció a las hijas de Tomás de Romeu. Le bastó una sola mirada para decidir que Juliana, la mayor, era la mujer más hermosa del mundo. Posiblemente exageraba, pero en todo caso la joven tenía fama de ser una de las beldades de Barcelona, tanto como lo fuera en sus mejores tiempos la célebre madame Récamier en París, según decían. Su porte elegante, sus facciones clásicas y el contraste entre su cabello retinto, su piel de leche y sus ojos verde jade resultaban inolvidables. Sumaban tantos sus pretendientes, que la familia y los curiosos habían perdido la cuenta. Las malas lenguas comentaban que todos habían sido rechazados porque su ambicioso padre esperaba ascender en la escala social casándola con un príncipe. Estaban equivocados, Tomás de Romeu no era capaz de tales cálculos.

Además de sus admirables atributos físicos, Juliana era culta, virtuosa y sentimental, tocaba el arpa con trémulos dedos de hada y hacía obras de caridad entre los indigentes. Cuando apareció en el comedor con su delicado vestido blanco de muselina estilo imperio, recogido debajo de los senos con un lazo de terciopelo color sandía, que exponía el largo cuello y los redondos brazos de alabastro, con zapatillas de raso y una diadema de perlas entre sus negros crespos, Diego sintió que se le doblaban las rodillas y le fallaba el entendimiento. Se inclinó en el gesto de besarle la mano y en el atolondramiento de tocarla la salpicó de saliva. Horrorizado tartamudeó una disculpa mientras Juliana sonreía como un ángel y se limpiaba con disimulo el dorso de la mano en su vestido de ninfa.

Isabel en cambio, era tan poco notable que no parecía de la misma sangre que su deslumbrante hermana. Tenía once años y los llevaba bastante mal, los dientes todavía no se le sentaban en sus sitios y se le asomaban huesos por varios ángulos.

De vez en cuando se le iba un ojo para el lado, lo que le daba una expresión distraída y engañosamente dulce, porque era de carácter más bien salado. Su cabello castaño era una mata rebelde que apenas se podía controlar con un manojo de cintas; el vestido amarillo le quedaba estrecho y, para completar su aspecto de huérfana, llevaba botines. Como diría Diego a Bernardo más tarde, la pobre Isabel parecía un esqueleto con cuatro codos y tenía suficiente pelo para dos cabezas.

Diego le dio apenas una mirada en toda la noche, obnubilado con Juliana, pero Isabel lo observó sin disimulo, haciendo un inventarío riguroso de su traje anticuado, su extraño acento, sus modales tan pasados de moda como su ropa y, por supuesto, sus protuberantes orejas. Concluyó que ese joven de las Indias estaba demente si pretendía impresionar a su hermana, como resultaba obvio por su cómica conducta.

Isabel suspiró pensando que Diego era un proyecto a largo plazo, habría que cambiarlo casi por completo, pero por suerte contaba con buena materia prima: simpatía, un cuerpo bien proporcionado y esos ojos color ámbar.

La cena consistió en sopa de setas, un suculento plato de mar y muntanya, en que el pescado rivalizaba con la carne, ensaladas, quesos y para finalizar crema catalana, todo regado con un tinto de las viñas de la familia. Diego calculó que con esa dieta Tomás de Romeu no llegaría a viejo y sus hijas terminarían gordas como el padre. El pueblo pasaba hambre en España en aquellos años, pero la mesa de la gente pudiente siempre estuvo bien abastecida.

Después de la comida pasaron a uno de los inhóspitos salones, donde Juliana los deleitó hasta pasada la medianoche con el arpa, acompañada a duras penas por los gemidos que Isabel arrancaba de un destemplado clavecín. A esa hora, temprana para Barcelona y tardísima para Diego, llegó Nuria, la dueña, a sugerir a las niñas que debían retirarse. Era una mujer de unos cuarenta años, de recto espinazo y nobles facciones, afeada por un gesto duro y la tremenda severidad de su atuendo. Llevaba un vestido negro con cuello almidonado y una capota del mismo color atada con un lazo de satén bajo el mentón. El roce de sus enaguas, el tintineo de sus llaves y el crujido de sus botas anunciaban su presencia con anticipación. Saludó a Diego con una reverencia casi imperceptible, después de examinarlo de la cabeza a los pies con expresión reprobatoria.

– ¿Qué debo hacer con ese que llaman Bernardo, el indiano de las Américas? -le preguntó a Tomás de Romeu.

– Si fuera posible, señor, desearía que Bernardo compartiera mi habitación. En realidad somos como hermanos -intervino Diego.

– Por supuesto, joven. Dispón lo necesario, Nuria -ordenó De Romeu, algo sorprendido.

Apenas Juliana se fue, Diego sintió el mazazo de la fatiga acumulada y el peso de la cena en el estómago, pero debió permanecer otra hora escuchando las ideas políticas de su anfitrión.

– José Bonaparte es un hombre ilustrado y sincero, con decirle que hasta habla castellano y asiste a las corridas de toros -dijo De Romeu.

– Pero ha usurpado el trono del legítimo rey de España -alegó Diego.

– El rey Carlos IV demostró ser un indigno descendiente de hombres tan notables como algunos de sus antepasados. La reina es frívola, y el heredero, Fernando, un inepto en quien ni sus propios padres confían. No merecen reinar. Los franceses, por otra parte, han traído ideas modernas. Si le permitiesen gobernar a José I, en vez de hacerle la guerra, este país saldría del atraso. El ejército francés es invencible, en cambio el nuestro está en la ruina, no hay caballos, armas, botas, los soldados se alimentan de pan y agua…

– Sin embargo, el pueblo español ha resistido la ocupación por dos años -lo interrumpió Diego.

– Hay bandas de civiles armados conduciendo una guerrilla demente. Son azuzados por fanáticos y por clérigos ignorantes. El populacho lucha a ciegas, no tiene ideas, sólo rencores.

– Me han contado de la crueldad de los franceses.

– Se cometen atrocidades por ambas partes, joven De la Vega. Los guerrilleros no sólo asesinan a los franceses, también a los civiles españoles que les niegan ayuda. Los catalanes son los peores, no se imagina la crueldad de que son capaces. El maestro Francisco de Goya ha pintado esos horrores. ¿Se conoce su obra en América?

– No lo creo, señor.

– Debe ver sus cuadros, don Diego, para comprender que en esta guerra no hay buenos, sólo malos -suspiró De Romeu, y siguió con otros temas hasta que a Diego se le cerraron los ojos.

En los meses siguientes Diego de la Vega tuvo un atisbo de lo volátil y compleja que se había tornado la situación en España y cuan atrasados de noticias estaban en su casa. Su padre reducía la política a blanco y negro, porque así era en California, pero en la confusión de Europa predominaban los tonos de gris. En su primera carta Diego le contó a su padre el viaje y sus impresiones de Barcelona y los catalanes, a quienes describió como celosos de su libertad, explosivos de temperamento, susceptibles en materias de honor y trabajadores como mulas de carga.

Ellos mismos cultivaban la fama de avaros, dijo, pero en confianza eran generosos. Agregó que nada resienten tanto como los impuestos, y mucho más cuando hay que pagárselos a los franceses.

También describió a la familia De Romeu, omitiendo su descabellado amor por Juliana, que podría ser interpretado como un abuso de la hospitalidad recibida. En su segunda carta trató de explicarle los acontecimientos políticos, aunque sospechaba que cuando su padre la recibiera, dentro de varios meses, todo habría cambiado.

Su merced:

Me encuentro bien y estoy aprendiendo mucho, especialmente filosofía y latín en el Colegio de Humanidades. Le complacerá a usted saber que el maestro Manuel Escalante me ha acogido en su Academia y me distingue con su amistad, un honor inmerecido, por cierto. Permítame contarle algo sobre la situación que se vive aquí. Su dilecto amigo, don Tomás de Romeu, es un afrancesado. Hay otros liberales como él, que comparten las mismas ideas políticas, pero detestan a los franceses. Temen que Napoleón convierta a España en satélite de Francia, lo que aparentemente don Tomás de Romeu vería con buenos ojos.

Tal como su merced me lo ordenó, he visitado a su excelencia, doña Eulalia de Callís. Por ella me he enterado de que la nobleza, como la Iglesia católica y el pueblo, espera el regreso del rey Fernando VII, a quien llaman el Deseado. El pueblo, que desconfía por igual de franceses, liberales, nobles y cualquier cambio, se ha propuesto expulsar a los invasores y lucha con lo que tiene a mano: hachas, garrotes, cuchillos, picas y azadones.

Estos temas le resultaban interesantes, no se hablaba de otros en el Colegio de Humanidades y en la casa de Tomás de Romeu, pero no le quitaban el sueño. Estaba ocupado en mil asuntos diferentes, siendo el principal de ellos la contemplación de Juliana. En ese caserón enorme, imposible de iluminar o calentar, la familia usaba sólo algunos salones del piso noble y un ala de la segunda planta. Bernardo sorprendió más de una vez a Diego colgado como una mosca del balcón para espiar a Juliana cuando ella cosía con Nuria o estudiaba sus lecciones.

Las niñas se habían librado del convento, donde se educaban las hijas de familias de postín, gracias a la antipatía de su padre por los religiosos. Decía Tomás de Romeu que tras las celosías de los conventos las pobres doncellas eran pasto de monjas malévolas, que les llenaban la cabeza de demonios, y de clérigos pervertidos, que las manoseaban con el pretexto de confesarlas. Les asignó un tutor, un esmirriado fulano con la cara marcada de viruela, que desfallecía en presencia de Juliana y a quien Nuria vigilaba de cerca, como un halcón. Isabel asistía a las clases, aunque el maestro la ignoraba hasta el punto de que nunca aprendió su nombre.