En varias ocasiones vieron a la distancia otras naves, que el capitán tuvo la prudencia de eludir, porque había muchos enemigos en alta mar, desde corsarios hasta veloces bergantines americanos dispuestos a apoderarse del cargamento de armas. Los americanos necesitaban cada fusil al que pudieran echar mano para la guerra contra Inglaterra. Santiago de León no prestaba demasiada atención a la bandera enarbolada en el mástil, porque solían cambiarla para engañar a los incautos, pero averiguaba la procedencia por otros signos; se jactaba de conocer todas las naves que usaban esa ruta.
Varias tormentas invernales sacudieron a la Madre de Dios durante esas semanas, pero nunca llegaron por sorpresa, porque el capitán podía captarlas en el aire antes de que fueran anunciadas por el barómetro. Daba orden de achicar velas, amarrar lo necesario y encerrar a los animales. En pocos minutos la tripulación estaba preparada, y cuando comenzaba a soplar viento y encresparse el mar, todo estaba bien asegurado a bordo.
Las mujeres tenían instrucciones de encerrarse en sus camarotes para no mojarse y para evitar accidentes. Las olas pasaban por encima de las cubiertas, arrastrando cuanto hallaban a su paso; era fácil perder pie y terminar en el fondo del Atlántico. Después del chapuzón, el barco quedaba limpio, fresco, oloroso a madera, el cielo y el mar se despejaban, el horizonte parecía de plata pura. Subían a la superficie peces diversos y más de alguno terminaba frito en las pailas de Galileo y Nuria.
El capitán tomaba sus medidas para corregir el rumbo, mientras la tripulación reparaba los escasos daños y se reincorporaba a sus rutinas cotidianas. La lluvia, recogida en lonas extendidas y vertida en barriles, les permitía el lujo de bañarse con jabón, lo cual resultaba imposible con agua salada.
Por fin llegaron a las aguas del Caribe. Vieron grandes tortugas, peces espada, medusas translúcidas de largos tentáculos y pulpos gigantes. El clima parecía benigno, pero el capitán estaba nervioso. Sentía el cambio de presión en la pierna. Las breves tormentas anteriores no prepararon a Diego y sus amigas para una verdadera tempestad.
Se aprontaban para enfilar hacia Puerto Rico y de allí a Jamaica, cuando el capitán les comunicó que se les venía encima un desafío mayor. El cielo estaba claro y el mar calmado, pero en menos de media hora eso cambió, densos nubarrones oscurecieron la luz del sol, el aire se volvió pegajoso y empezó a caer lluvia a chorros. Pronto los primeros relámpagos cruzaron el firmamento y se levantaron olas enormes, coronadas de espuma. Crujían las maderas y los mástiles parecían a punto de ser arrancados de cuajo.
Los hombres apenas tuvieron tiempo de recoger las velas. El capitán y los timoneles trataban de controlar el barco con varias manos. Entre ellos había un fornido negro de Santo Domingo, curtido por veinte años de navegación, que luchaba con el timón sin dejar de masticar su tabaco, indiferente a los baldes de agua que lo cegaban. La nave se balanceaba en la cúspide de olas descomunales y minutos después se precipitaba al fondo de un abismo líquido.
Con un bandazo se abrió un corral y una de las cabras salió volando por los aires como un cometa y se perdió en el cielo. Los marineros se sujetaban como podían para maniobrar la embarcación, un resbalón significaba muerte segura. Las tres mujeres temblaban en sus camarotes, enfermas de miedo y náuseas. Hasta el mismo Diego, que se preciaba de tener el estómago de hierro, vomitó; pero no era el único, varios miembros de la tripulación acabaron en lo mismo. Pensó que sólo la arrogancia humana se atreve a desafiar a los elementos; la Madre de Dios era una nuez y podía partirse en cualquier instante.
El capitán dio orden de asegurar la carga, porque su pérdida significaría la ruina económica. Aguantaron la tempestad durante dos días completos y cuando al fin parecía que empezaba a amainar, un relámpago pegó en el palo mayor. El impacto se sintió como un latigazo en el barco. El largo y pesado mástil, herido por la mitad, osciló durante unos minutos, eternos para la atemorizada tripulación, hasta que al fin se partió, cayendo con su velamen y su enredo de cabos al mar y arrastrando consigo a dos marineros, que no alcanzaron a ponerse a salvo.
La nave se inclinó con el tirón y quedó de lado, a punto de zozobrar. El capitán corrió gritando órdenes. De inmediato varios hombres se precipitaron con hachas a cortar los cables que unían el mástil roto al barco, tarea muy difícil, porque el suelo estaba inclinado y resbaloso, el viento los golpeaba, la lluvia los cegaba y las olas barrían la cubierta. Al cabo de un buen rato lograron desprender el mástil, que se alejó flotando, mientras el barco se enderezaba tambaleándose. No había esperanza alguna de socorrer a los hombres caídos, que desaparecieron tragados por el negro océano.
Por fin el viento y las olas se calmaron un poco, pero la lluvia y los relámpagos continuaron durante el resto de esa noche. Al amanecer, cuando volvió la luz, pudieron hacer un inventario de los daños. Aparte de los marineros ahogados, había otros con contusiones y cortaduras. Galileo Tempesta se quebró un brazo en un resbalón, pero como el hueso no asomaba por la piel, el capitán no consideró necesario amputarlo. Le dio una ración doble de ron y con ayuda de Nuria colocó los huesos en su sitio y entablilló el brazo.
La tripulación se dedicó a bombear el agua acumulada en la cala y redistribuir la carga, mientras el capitán recorría la embarcación de punta a cabo para evaluar la situación.
El barco estaba tan averiado que resultaba imposible repararlo en alta mar. Como la tempestad los desvió de curso, alejándolos de Puerto Rico hacia el norte, el capitán decidió que con los dos mástiles y las velas que quedaban podían alcanzar Cuba.
Los días siguientes se fueron en navegar lentamente sin el palo mayor y haciendo agua por varios huecos. Esos bravos marineros habían pasado por situaciones similares sin perder el ánimo, pero cuando se corrió la voz de que las mujeres habían atraído la desgracia, empezaron a murmurar. El capitán les dio una arenga y logró impedir un motín, pero no disminuyó el descontento. Ninguno de ellos volvió a pensar en conciertos de arpa, se negaban a probar la comida de Nuria y esquivaban la vista cuando las pasajeras aparecían en la cubierta a ventilarse.
Por las noches el barco avanzaba apenas en dirección a Cuba por aguas peligrosas. Muy pronto vieron tiburones, delfines azules y grandes tortugas, también gaviotas, pelícanos y peces voladores en el aire, que caían como peñascos sobre la cubierta, listos para ser cocinados por Tempesta. La brisa tibia y un aroma remoto de fruta madura les anunció la proximidad de la tierra.
Al amanecer, Diego salió de su camarote a tomar aire. El cielo comenzaba a aclarar en tonos anaranjados y una bruma tenue como un velo matizaba el contorno de las cosas. Las luces de los faroles encendidos aparecían borrosas en la neblina. Navegaban entre dos islotes cubiertos de manglares. El barco se mecía con suavidad en el oleaje, y aparte de los crujidos eternos de las maderas, reinaba silencio.
Diego estiró los brazos, respiró hondo para despabilarse y le hizo un saludo con la mano al timonel, que se dirigía a su puesto; luego echó a correr, como hacía todas las mañanas para soltar los músculos agarrotados. La cama le quedaba corta y dormía encogido; varias vueltas al trote en la cubierta le servían para despejar la mente y poner el cuerpo en acción.
Al llegar a la proa se asomó para palmotear la cabeza del mascarón de proa, breve rito diario que observaba con supersticiosa puntualidad. Y entonces vio un bulto en la bruma. Le pareció que podía ser un velero, aunque no estaba seguro. En todo caso, como se encontraba cerca, prefirió avisar al capitán. Momentos más tarde Santiago de León salía de su cabina abotonándose el pantalón, catalejo en mano. Le bastó una mirada para dar la voz de alarma y sonar la campana llamando a la tripulación, pero ya era tarde, los piratas estaban trepando por los costados de la Madre de Dios.
Diego vio las horquillas de hierro que usaban para el asalto, pero no había tiempo para tratar de cortar los cabos. Se lanzó a las cabinas de popa, advirtiendo a gritos a Juliana, Isabel y Nuria que no salieran por ningún motivo, cogió la espada que le había hecho Pelayo y se dispuso a defenderlas.
Los primeros asaltantes, con puñales entre los dientes, alcanzaron la cubierta. Los tripulantes de la Madre de Dios salieron como ratones por todas partes, armados con lo que hallaron, mientras el capitán ladraba órdenes inútiles, porque en un instante se armó una batahola infernal y nadie lo oía. Diego y el capitán se batían lado a lado contra media docena de atacantes, seres patibularios, marcados por horrendas cicatrices, peludos, con dagas hasta en las botas, dos o tres pistolas al cinto y sables cortos. Rugían como tigres, pero peleaban con más ruido y coraje que técnica.
Ninguno podía hacerle frente a Diego solo, pero entre varios lo acorralaron. El joven logró romper el cerco y herir a un par de ellos, luego dio un salto y se aferró a la vela de mesana, trepó por el flechaste y cogió un cable que le permitió columpiarse y cruzar la cubierta, todo esto sin perder de vista los camarotes de las mujeres. Las puertas eran livianas, podían abrirse de una patada. Sólo cabía esperar que a ninguna se le ocurriera asomar la nariz afuera.
Meciéndose en el cable, se impulsó y cayó con un salto formidable justo frente a un hombre que lo esperaba tranquilo, sable en mano. A diferencia de los demás, que eran una banda de andrajosos desalmados, éste vestía como un príncipe, todo de negro, con una faja de seda amarilla en la cintura, cuello y puños de encaje, finas botas altas con hebillas de oro, cadena del mismo metal al cuello y anillos en los dedos. Tenía buen porte, pelo largo y lustroso, el rostro afeitado, expresivos ojos negros y una sonrisa burlona que bailaba en sus labios finos, de dientes albos.
Diego alcanzó a apreciarlo en una rápida mirada y no se detuvo a averiguar su identidad, por su atuendo y actitud supuso que debía de ser el jefe de los piratas. El atildado sujeto saludó en francés y lanzó su primera estocada, que Diego alcanzó a esquivar por un pelo. Se cruzaron los aceros y a los tres o cuatro minutos ambos comprendieron que estaban cortados por el mismo molde, hechos el uno para el otro. Ambos eran excelentes esgrimistas. A pesar de las circunstancias, sintieron el secreto placer de batirse con un rival a la altura y, sin ponerse de acuerdo, decidieron que el contrario merecía una lucha limpia, aunque a muerte. El duelo casi parecía una demostración artística; habría llenado de orgullo al maestro Manuel Escalante.