Las cuarteronas encontraron una solución conveniente para todos. Entrenaban a sus hijas en labores domésticas y artes de seducción, que ninguna mujer blanca sospechaba, para hacer de ellas una rara combinación de dueña de casa y cortesana. Las vestían con gran lujo, pero les enseñaban a coser sus propios vestidos. Eran elegantes y hacendosas. En los bailes, a los cuales sólo asistían hombres blancos, las madres colocaban a sus hijas con alguien capaz de darles buen nivel.
Mantener a una de esas bellas muchachas se consideraba una marca de distinción para un caballero; el celibato y la abstinencia no eran virtudes, salvo entre puritanos, pero de ésos había pocos en Nueva Orleáns. Las cuarteronas vivían en casas poco ostentosas, pero con comodidad y estilo, mantenían esclavos, educaban a sus hijos en las mejores escuelas y se vestían como reinas en privado, aunque en público eran discretas. Estos arreglos se llevaban a cabo de acuerdo con ciertas normas tácitas, con decoro y etiqueta.
– En pocas palabras, las madres ofrecen sus hijas a los hombres -resumió Diego, escandalizado.
– ¿No es siempre así? El matrimonio es un arreglo mediante el cual una mujer presta servicios y da hijos al hombre que la mantiene. Aquí una blanca tiene menos libertad para escoger que una criolla -replicó Laffite.
– Pero la criolla carece de protección cuando su amante decide casarse o reemplazarla por otra concubina.
– El hombre la deja con una casa y una pensión, además de pagar los gastos de los hijos. A veces ella forma otra familia con un criollo. Muchos de esos criollos, hijos de otras cuarteronas, son profesionales educados en Francia.
– ¿Y usted, capitán Laffite, tendría dos familias? -preguntó Diego, pensando en Juliana y Catherine.
– La vida es complicada, todo puede suceder -dijo el pirata.
Laffite invitó a Diego a los mejores restaurantes, al teatro, la ópera y lo presentó a sus amistades como su «amigo de California». La mayoría era gente de color, artesanos, comerciantes, artistas, profesionales.
Conocía a algunos americanos, que se mantenían separados del resto de la población criolla y francesa por una línea imaginaria que dividía la ciudad. Prefería no cruzarla, porque al otro lado había un ambiente moralista que no le convenía.
Llevó a Diego a varios garitos de juego, tal como éste se lo había solicitado. Le pareció sospechoso que el joven tuviera tanta seguridad de ganar y le advirtió que se cuidara de hacer trampas, porque en Nueva Orleáns esa falta se pagaba con un puñal entre las costillas.
Diego no prestó oídos a los consejos de Laffite, porque el presentimiento que tuvo días atrás no había hecho más que acentuarse. Necesitaba dinero. No podía oír a Bernardo con la claridad de siempre, pero sentía que lo llamaba. Debía volver a California no sólo para salvar a Juliana de caer en manos de Laffite, sino porque estaba seguro de que algo había sucedido allá que requería su presencia.
Con el medallón como capital inicial, jugaba en diferentes lugares, para no levantar sospechas con sus inusitadas ganancias. Era muy fácil para él, entrenado en trucos de ilusionismo reemplazar una carta por otra o hacerla desaparecer. Además, tenía buena memoria y talento para los números; a los pocos minutos adivinaba el juego de sus oponentes. Así no perdió el medallón y en cambio fue llenando su bolsa; a ese ritmo juntaría en poco tiempo los ocho mil dólares americanos del rescate.
Sabía medirse. Comenzaba perdiendo, para poner en confianza a los otros jugadores, luego fijaba una hora de terminar el juego y enseguida comenzaba a ganar. Nunca se excedía. Apenas los otros hombres se ponían quisquillosos, se iba a otro local.
Un día, sin embargo, la suerte lo favoreció tanto, que no quiso retirarse y siguió apostando. Sus oponentes habían bebido mucho y apenas lograban enfocarse en la baraja, pero les alcanzaba la cordura para darse cuenta de que Diego hacía trampas. Pronto se armó una trifulca y terminaron en la calle, después de sacar al joven a empujones, con la justificada intención de destrozarlo a golpes.
Apenas Diego logró hacerse oír por encima del griterío, los desafió con una propuesta original.
– ¡Un momento, señores! Estoy dispuesto a devolver el dinero, que he ganado honestamente, a quien sea capaz de romper a cabezazos aquella puerta -anunció, señalando el portón de gruesa madera con remaches metálicos del presbiterio, un edificio colonial que se alzaba al lado de la catedral.
Eso captó de inmediato la atención de los borrachines. Estaban discutiendo los términos de la competencia, cuando apareció un sargento, quien en vez de poner orden se instaló a observar la escena. Le pidieron que hiciera de juez y él aceptó de buen talante, salieron músicos de varios locales y se pusieron a tocar alegres canciones; en pocos minutos la plaza se llenó de curiosos. Empezaba a oscurecer y el sargento hizo encender faroles.
A los jugadores se unieron otros hombres, que iban pasando y quisieron participar en aquel novedoso deporte, la idea de romper una puerta con el cráneo les parecía sumamente divertida. Diego decidió que los «testadura» debían pagar cinco dólares cada uno para entrar en el juego. El sargento recogió cuarenta y cinco en un santiamén y enseguida dispuso el orden de la fila.
Los músicos improvisaron un redoble de tambores y el primer sujeto se lanzó al trote contra la puerta del presbiterio, con una bufanda amarrada en la cabeza. El golpe lo dejó patitieso en el suelo. Una salva de aplausos, rechiflas y carcajadas acogió la proeza. Un par de bellas criollas se acercaron solícitas a socorrer al caído con un vaso de horchata, mientras el segundo de la fila aprovechaba su oportunidad de partirse la cabeza, sin mejores resultados que el primero. Algunos participantes se arrepintieron a última hora, pero no se les devolvieron sus cinco dólares. Al final ninguno consiguió romper la puerta y Diego se quedó con el dinero ganado en la mesa de juego, más treinta y cinco dólares de la colecta. El sargento recibió diez por sus molestias y todo el mundo quedó feliz.
Trajeron a los esclavos a la propiedad de Laffite por la noche. Los desembarcaron sigilosamente en la playa y los encerraron en un galpón de madera; eran cinco hombres jóvenes y dos de más edad, también dos muchachas y una mujer con un niño de unos seis años, aferrado a sus piernas, y otro de pocos meses en brazos. Isabel había salido a refrescarse en la terraza y percibió las siluetas que se movían en la noche, alumbradas por algunas antorchas. Sin poder resistir la curiosidad, se aproximó y vio de cerca a esa fila de patéticos seres humanos en andrajos. Las muchachas lloraban, pero la madre caminaba en silencio, con la vista fija, como un zombi; todos arrastraban los pies, extenuados y hambrientos. Iban vigilados por varios piratas armados al mando de Pierre Laffite, quien dejó la «mercadería» en el galpón y enseguida fue a dar cuenta a su hermano Jean, mientras Isabel corría a contarles lo que había visto a Diego, Juliana y Nuria. Diego había visto los anuncios en la ciudad, sabía que dentro de un par de días habría un remate de esclavos en el Templo.
En Barataría los amigos habían tenido tiempo sobrado de informarse sobre la esclavitud. No se podían traer esclavos de África pero igual se vendían y «criaban» en América. El primer impulso de Diego fue tratar de ponerlos en libertad, pero sus amigas le hicieron ver que aunque pudiera entrar al galpón, romper las cadenas y convencer a esa gente de que escapara, no tendrían adonde ir. Les darían caza con perros.
Su única esperanza sería llegar a Canadá pero jamás podrían hacerlo solos. Diego decidió averiguar por lo menos las condiciones en que se hallaban los prisioneros. Sin decirles lo que pensaba hacer, se despidió de sus amigas, se puso su disfraz de Zorro y, aprovechando la oscuridad, salió de la casa.
En la terraza estaban los hermanos Laffite, Pierre con un vaso de licor en la mano y Jean fumando, pero no podía acercarse para oírlos sin correr el riesgo de ser descubierto, así es que siguió hasta el galpón. La luz de una antorcha iluminaba a un solo pirata montando guardia con un mosquete al hombro. Se aproximó con la idea de pillarlo por sorpresa, pero el sorprendido fue él, porque otro hombre surgió de súbito a su espalda.
– Buenas noches, boss -saludó.
Diego dio media vuelta y lo enfrentó, listo para batirse, pero el sujeto tenía una actitud relajada y amable. Entonces se dio cuenta de que en la oscuridad lo había confundido con Jean Laffite, quien siempre se vestía de negro. El otro pirata se acercó también.
– Les dimos de comer y están descansando, boss. Mañana los lavaremos y les daremos ropa. Están en buenas condiciones, menos el bebé, que tiene fiebre. No creo que dure mucho.
– Abran la puerta, quiero verlos -dijo Diego en francés, imitando el tono del corsario.
Mantuvo la cara en la sombra mientras abrían la tranca de la puerta, precaución inútil, porque los piratas nada sospechaban. Les ordenó que aguardaran afuera y entró.
En el galpón había un farol colgado en un rincón que ofrecía una luz débil pero suficiente para distinguir cada uno de esos rostros que lo miraban en silencio, aterrorizados. Todos, menos el niño y el bebé, tenían argollas de hierro al cuello y cadenas fijas a unos postes. Diego se acercó con gestos tranquilizadores, pero al ver la máscara los esclavos creyeron hallarse frente a un demonio y se encogieron hasta donde permitían las cadenas.
Fue inútil tratar de comunicarse con ellos, no le entendían. Comprendió que habían llegado recién de África, se trataba de «mercadería fresca»; como decían los negreros, no habían tenido oportunidad de aprender la lengua de sus captores. Posiblemente los habían llevado a Cuba, donde los hermanos Laffite los habían comprado para revenderlos en Nueva Orleáns. Habían sobrevivido al viaje por mar en horribles condiciones y soportado maltratos en tierra. ¿Serían de la misma aldea, de la misma familia? En el remate serían separados y ya no volverían a verse. Los sufrimientos les habían quebrado el espíritu, tenían una expresión enloquecida. Diego los dejó con una opresión insoportable en el corazón.