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Cruzaron el jardín de naranjos y oleandros, se alejaron de la casa y llegaron a la playa, donde ya las esperaba un remero con un bote para conducirlas a Nueva Orleáns. Recorrieron deprisa las calles del centro y cruzaron el cementerio. Las inundaciones impedían enterrar a los muertos bajo tierra, de modo que el cementerio era una pequeña ciudad de mausoleos, algunos decorados con estatuas de mármol, otros con rejas de hierro forjado, cúpulas y campanarios.

Un poco más allá vieron una calle de casas altas y angostas, todas iguales, con una puerta al centro y una ventana a cada lado. Las llamaban «de tiro», porque un balazo disparado a la puerta principal atravesaba toda la casa y salía por la puerta trasera sin tocar ninguna pared.

Madame Odilia entró sin llamar. Adentro había un desorden inaudito de chiquillos de varias edades, cuidados por dos mujeres vestidas con delantales de calicó. La casa estaba atiborrada de fetiches, frascos de pociones, hierbas colgadas en ramas del techo, estatuas de madera erizadas de clavos, máscaras y un sinfín de objetos propios de la religión vudú. Había un olor dulce y pegajoso, como melaza.

Madame Odilia saludó a las mujeres y se dirigió a una de las pequeñas habitaciones. Juliana se encontró frente a una mulata oscura de huesos largos y ojos amarillos de pantera, con la piel brillante de sudor, el cabello recogido en medio centenar de trenzas decoradas con cintas y cuentas de colores, amamantando a un recién nacido. Era la célebre Marie Laveau, la pitonisa que los domingos danzaba con los esclavos en la plaza del Congo y durante las ceremonias sagradas en el bosque caía en trance y encarnaba a los dioses.

– Te la traje, para que me digas si es ella -dijo madame Odilia.

Marie Laveau se puso de pie y se acercó a Juliana, con el bebe prendido del seno. Se había propuesto tener un hijo cada año mientras le alcanzara la juventud, y ya llevaba cinco. Le puso tres dedos en la frente y la miró largamente a los ojos. Juliana sintió una energía formidable, un latigazo que la sacudió de pies a cabeza. Pasó un minuto completo.

– Es ella -dijo Marie Laveau.

– Pero es blanca -objetó madame Odilia.

– Te digo que es ella -repitió la sacerdotisa, y con eso dio por terminada la entrevista.

La reina de Senegal se llevó a Juliana de vuelta al muelle, volvieron a cruzar el cementerio y la plaza de Armas, y se reunieron con el remero, que las había esperado paciente, fumando su tabaco. El hombre las condujo por otra vía hacia la zona de los pantanos.

Pronto se encontraron en el laberinto de la ciénaga, con sus canales, charcos, lagunas e islotes. La soledad absoluta del paisaje, las miasmas del lodazal, los súbitos coletazos de los caimanes, los gritos de los pájaros, todo contribuía a crear un aire de misterio y peligro.

Juliana se dio cuenta de que no había advertido a nadie de su partida. Su hermana y Nuria ya debían de estar buscándola. Se le ocurrió que esa mujer podía tener aviesas intenciones, después de todo era la madre de Catherine, pero descartó de inmediato esa idea. La travesía le pareció muy larga y el calor comenzó a adormecerla; sentía sed, había caído la tarde y el aire se llenó de mosquitos. No se atrevió a preguntar adonde iban.

Después de un largo rato de viaje, cuando comenzaba a oscurecer, atracaron en una orilla. El remero se quedó junto al bote y madame Odilia encendió un farol, tomó a Juliana de la mano y la guió entre los pastos altos, donde no había ni una huella que indicase la dirección. «Cuidado con pisar una víbora», fue todo lo que dijo.

Anduvieron un trecho largo y por fin la reina encontró lo que buscaba. Era un pequeño claro en los pastizales, con dos árboles altos, chorreados de musgo y marcados con cruces. No eran cruces cristianas, sino cruces de vudú, que simbolizaban la intersección de los dos mundos, el de los vivos y el de los muertos. Varias máscaras y figuras de dioses africanos talladas en madera vigilaban el lugar.

A la luz del farol y de la luna, la escena era terrorífica.

– Allí está mi hija -dijo madame Odilia, señalando el suelo.

Catherine Villars había muerto de fiebre puerperal hacía cinco semanas. No pudieron salvarla los recursos de la ciencia médica, las oraciones cristianas ni los encantamientos y hierbas de la magia africana. Su madre y otras mujeres envolvieron su cuerpo, consumido por la infección y las hemorragias, y lo transportaron a ese lugar sagrado en la ciénaga, donde fue enterrado temporalmente, hasta que la joven difunta señalara a la persona destinada a reemplazarla. Catherine no podía permitir que su hijo cayera en manos de cualquier mujer escogida por Jean Laffite, según explicó la reina de Senegal. Su deber de madre era ayudarla en esa tarea, por eso ocultó su muerte.

Catherine se encontraba en una región intermedia, iba y venía entre dos mundos. ¿Acaso Juliana no había oído sus pasos en la casa de Laffite? ¿No la había visto de pie junto a su cama por las noches? Ese olor de naranjas que flotaba en la isla era el perfume de Catherine, que en su nuevo estado vigilaba al pequeño Pierre y buscaba a la madrastra adecuada.

A madame Odilia le sorprendió que Catherine hubiese ido hasta el otro lado del mundo para encontrar a Juliana y no le gustaba la idea de que hubiese escogido a una blanca, pero ¿quién era ella para oponerse? Desde la región de los espíritus Catherine podía decidir mejor que nadie lo más conveniente. Así le había asegurado Marie Laveau al ser consultada. «Cuando aparezca la mujer adecuada, yo sabré reconocerla», prometió la sacerdotisa.

Madame Odilia tuvo la primera sospecha de que podía ser Juliana cuando vio que amaba a Jean Laffite pero estaba dispuesta a renunciar a él por respeto a Catherine, y la segunda cuando la joven se compadeció de la suerte de los esclavos. Ahora estaba satisfecha, dijo, porque su pobre hija descansaría tranquila en el cielo y podría ser enterrada en el cementerio, donde la subida de las aguas no arrastraría su cuerpo al mar.

Tuvo que repetir varios detalles, porque a Juliana no le entraba la historia en la cabeza. No podía creer que esa mujer hubiese ocultado la verdad a Jean durante cinco semanas. ¿Cómo se lo explicaría ahora? Madame Odilia dijo que no había ninguna necesidad de que su yerno se enterara de todo el asunto. La fecha exacta daba lo mismo, le diría que Catherine había fallecido el día anterior.

– ¡Pero Jean exigirá ver el cuerpo! -alegó Juliana.

– Eso no es posible. Sólo las mujeres podemos ver los cadáveres. Es nuestra misión traer niños al mundo y despedir a los muertos. Jean tendrá que aceptarlo. Después del funeral de Catherine, él te pertenece -replicó la reina.

– ¿Me pertenece?… -balbuceó Juliana desconcertada.

– Lo único que importa en este caso es mi nieto Pierre. Laffite es sólo el medio que usó Catherine para confiarte a su hijo. Ella y yo velaremos para que cumplas con tu obligación. Para eso es necesario que permanezcas junto al padre del niño y lo mantengas satisfecho y tranquilo.

– Jean no es la clase de hombre que puede estar satisfecho y tranquilo, es un corsario, un aventurero…

– Te daré pociones mágicas y los secretos para complacerlo en la cama, como se los di a Catherine cuando cumplió doce años.

– No soy una mujer de ésas… -se defendió Juliana, enrojeciendo.

– No te preocupes, lo serás, aunque nunca tan hábil como Catherine, porque estás un poco vieja para aprender y tienes muchas ideas tontas en la cabeza, pero Jean no notará la diferencia. Los hombres son torpes, los ciega el deseo, saben muy poco de placer.

– ¡No puedo emplear trucos de cortesana o pociones mágicas, madame!

– ¿Quieres ajean o no, niña?

– Sí -admitió Juliana.

– Entonces tendrás que afanarte. Déjalo en mis manos. Lo harás feliz y es posible que tú también lo seas, pero te advierto que debes considerar a Pierre como tu propio hijo o tendrás que vértelas conmigo. ¿Has entendido bien?

No sé cómo transmitiros en su real magnitud, estimados lectores, la reacción del infeliz Diego de la Vega al saber lo que había ocurrido. El próximo barco a Cuba zarpaba de Nueva Orleáns dos días después, había comprado los pasajes y tenía todo dispuesto para salir volando del coto de caza de Jean Laffite con Juliana a la rastra. Iba a salvar a su amada, después de todo. Le había vuelto el alma al cuerpo, cuando se le dio vuelta la tortilla y resultó que su rival era viudo. Se arrojó a los pies de Juliana para convencerla de la estupidez que iba a cometer. Bueno, ésta es una manera de decir. Se quedó de pie, paseando a grandes trancos, gesticulando, halándose los pelos, dando gritos, mientras ella lo miraba impávida, con una sonrisa boba en su rostro de sirena. ¡Vaya uno a convencer a una mujer enamorada! Diego creía que en California, lejos del corsario, la joven recuperaría la razón y él recuperaría el terreno perdido. Juliana tendría que ser muy burra para seguir amando a un tipo que traficaba con esclavos. Confiaba en que al fin ella sabría apreciar a un hombre como él, tan guapo y valiente como Laffite, pero mucho más joven, honesto, de recto corazón y sanas intenciones, que podía ofrecerle una vida muy cómoda sin asesinar a inocentes para robarles.

Él era casi perfecto y la adoraba. ¡Pardiez! ¿Qué más quería Juliana? ¡Nada le resultaba suficiente! ¡Era un saco sin fondo! Cierto, habían bastado unas pocas semanas en el calor de Barataría para borrar de un plumazo los avances que él había logrado en cinco años de cortejarla. Uno más avispado habría sacado la cuenta de que esa joven tenía un corazón veleidoso, pero no Diego. La vanidad le impedía ver claro, como suele ser el caso de los galanes como él.