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El barco llevó a nuestros personajes a Cuba. La histórica ciudad de La Habana, con sus casas coloniales y su largo malecón, bañada por el mar cristalino y la luz imposible del Caribe, ofrecía placeres decadentes que ninguno supo aprovechar, Diego por despechado, Nuria por sentirse vieja, e Isabel porque no se lo permitieron. Vigilada por los otros dos, la joven no pudo visitar los casinos ni participar en los desfiles de alegres músicos callejeros. Pobres y ricos, blancos y negros, comían en las tabernas y en los mesones de la calle, bebían ron sin medida y bailaban hasta el alba.

Si le hubiesen dado la oportunidad, Isabel habría renunciado a la virtud española, que de poco le había servido hasta entonces, para incursionar en la lujuria caribeña, que parecía harto más interesante, pero se quedó con las ganas. Por el dueño del hotel obtuvieron noticias de Santiago de León. El capitán había logrado llegar a salvo a Cuba con los otros sobrevivientes del ataque de los corsarios y apenas se recuperó de la insolación y el susto se embarcó hacia Inglaterra. Pensaba cobrar un seguro y retirarse a una casita en el campo, donde seguiría dibujando mapas fantásticos para coleccionistas de rarezas.

Los tres amigos permanecieron en La Habana varios días, que Diego aprovechó para mandar a hacer un par de atuendos completos de Zorro, copiados de Jean Laffite. Al verse en el espejo de la sastrería debió admitir que su rival era de una elegancia incuestionable. Se miró de frente y de perfil, puso una mano en la cadera y otra en la empuñadura de su arma, levantó el mentón y sonrió muy satisfecho, tenía dientes perfectos y le gustaba lucirlos. Pensó que se veía magnífico.

Por primera vez lamentó el asunto de la doble personalidad, le gustaría andar siempre vestido así. «En fin, no se puede tener todo en la vida», suspiró. Sólo faltaban la máscara para aplastarse las orejas y el bigotillo postizo para despistar a sus enemigos y el Zorro estaría listo para aparecer donde su espada fuese requerida. «A propósito, guapo, necesitas una segunda espada», le dijo a la imagen del espejo. Nunca se separaría de su querida Justina, pero un solo acero no era suficiente.

Hizo enviar sus nuevas galas al hotel y se fue a recorrer las armerías del puerto en busca de una espada parecida a la que le había regalado Pelayo. Encontró exactamente lo que deseaba y compró también un par de dagas moriscas, delgadas y flexibles, pero muy fuertes. El dinero mal habido en los garitos de juego de Nueva Orleáns se le fue de las manos rápidamente y unos días más tarde, cuando pudieron embarcarse rumbo a Portobelo, iba tan pobre como cuando lo secuestró Jean Laffite.

Para Diego, quien había atravesado antes el istmo de Panamá en sentido contrario, esa parte del viaje no resultó tan interesante como para Nuria e Isabel, que jamás habían visto sapos ponzoñosos y mucho menos indígenas desnudos. Horrorizada, Nuria clavó los ojos en el río Chagres, convencida de que sus peores temores sobre el salvajismo de las Américas se veían confirmados. Isabel, en cambio, aprovechó aquel despliegue de nudismo para satisfacer una antigua curiosidad. Hacía años que se preguntaba cómo sería la diferencia entre hombres y mujeres. Se llevó una desilusión, porque esa diferencia cabía holgadamente en su bolso, como le comentó a su dueña. En todo caso, gracias a los rosarios de Nuria se libraron de contraer malaria o ser mordidos por víboras y llegaron sin tropiezos al puerto de Panamá. Allí consiguieron un barco que los llevó a Alta California.

El barco echó el ancla en el pequeño puerto de San Pedro, cerca de Los Ángeles, y los viajeros fueron conducidos en un bote a la playa. No fue fácil descender a Nuria por la escalera de cuerda. Un marinero de buena voluntad y firmes músculos la cogió por la cintura sin pedirle permiso, se la echó al hombro y la bajó como si fuese un saco de azúcar. Al acercarse a tierra vieron la figura de un indio que les hacía señas con la mano. Momentos después Diego e Isabel empezaron a lanzar gritos de alegría al reconocer a Bernardo.

– ¿Cómo sabía que llegábamos hoy? -preguntó Nuria, extrañada.

– Yo le avisé -replicó Diego, sin ofrecer explicaciones de cómo lo había hecho.

Bernardo había aguardado en ese lugar desde hacía más de una semana, cuando tuvo el claro presentimiento de que su hermano estaba por llegar. No dudó del mensaje telepático y se instaló a otear el mar con infinita paciencia, seguro de que tarde o temprano aparecería una nave en el horizonte. No sabía que Diego venía acompañado, pero calculó que traería bastante equipaje, por eso había tomado la precaución de llevar varios caballos. Había cambiado tanto, que a Nuria le costó reconocer en ese indio fornido al discreto criado que había conocido en Barcelona.

Bernardo vestía sólo un pantalón de lienzo sujeto a la cintura con una faja de cuero de vaca. Estaba muy tostado por el sol, con la piel muy oscura y el pelo largo y trenzado. Llevaba un puñal al cinto y un mosquete colgado a la espalda.

– ¿Cómo están mis padres? ¿Y Rayo en la Noche y tu hijo? -fueron las primeras inquietudes de Diego.

Por señas Bernardo contestó que había malas noticias y debían ir en directo a la misión San Gabriel, donde el padre Mendoza les daría las explicaciones del caso. Él mismo había estado viviendo entre los indios desde hacía varios meses y no estaba al tanto de los detalles.

Ataron parte del equipaje en uno de los caballos, enterraron el resto en la arena y marcaron el sitio con piedras, para retirarlo más tarde, luego montaron en las otras cabalgaduras y enfilaron hacia la misión. Diego se dio cuenta de que Bernardo los llevaba por un desvío, evitando el Camino Real y la hacienda De la Vega. Después de galopar algunas leguas vieron los terrenos de la misión.

A Diego se le escapó una exclamación de sorpresa al comprobar que los campos plantados con tanta dedicación por el padre Mendoza habían sido invadidos por la maleza, a los techos les faltaban la mitad de las tejas y las cabañas de los neófitos parecían abandonadas. Reinaba un aire de miseria en lo que antes fuera una propiedad muy próspera. Al ruido de cascos surgieron unas cuantas indias con sus críos a la zaga y pocos instantes después apareció el padre Mendoza en el patio.

El misionero se había desgastado mucho en esos cinco años, parecía un anciano frágil, con unos pelos ralos en el cráneo que no lograban tapar el cuchillazo de la oreja perdida. Sabía que Bernardo estaba esperando a su hermano y no dudaba de ese presentimiento, por lo mismo la llegada de Diego no fue una sorpresa. Le abrió los brazos y el joven saltó del caballo y corrió a saludarlo. Diego, quien ahora media una cabeza más que el sacerdote, tuvo la sensación de estrechar apenas un montón de huesos y se le encogió el corazón de angustia al comprobar el paso del tiempo.

– Esta niña es Isabel, hija de don Tomás de Romeu, que Dios lo tenga a Su diestra, y esta señora es Nuria, su dueña -las presentó Diego.

– Bienvenidas a la misión, hijas mías. Supongo que el viaje ha sido muy pesado. Podréis lavaros y descansar, mientras Diego y yo nos ponemos al día. Os avisaré cuando estemos listos para cenar -dijo el padre Mendoza.

Las noticias eran peores de lo que Diego imaginaba. Sus padres se habían separado hacía cinco años; el mismo día que él partió a estudiar a España, Regina se fue de la casa llevando sólo la ropa puesta. Desde entonces vivía con la tribu de Lechuza Blanca y nadie la había visto en el pueblo o la misión, decían que había renunciado a sus modales de dama española y estaba convertida en la misma india brava que fuera en su juventud.

Bernardo, quien vivía en la misma tribu, confirmó sus palabras. La madre de Diego ahora usaba su nombre indígena, Toypurnia, y se preparaba para reemplazar algún día a Lechuza Blanca como curandera y chamán. La reputación de visionarias de las dos mujeres se había extendido más allá de la sierra y los indios de otras tribus viajaban de lejos para consultarlas.

Entretanto, Alejandro de la Vega prohibió la sola mención del nombre de su mujer, pero nunca logró acostumbrarse a su ausencia y había envejecido de tristeza. Para no dar explicaciones a la mezquina sociedad blanca de la colonia, dejó su cargo de alcalde y se dedicó por completo a la hacienda y sus negocios, multiplicando su fortuna. De poco le sirvió el trabajo, porque hacía unos meses, justamente cuando Diego se encontraba con los gitanos en España, había llegado Rafael Moncada a California, en calidad de enviado plenipotenciario del rey Fernando VII, con la misión oficial de informar sobre el estado político y económico de la colonia. Su poder era superior al del gobernador y el jefe militar de la plaza. A Diego no le cupo duda de que Moncada había conseguido el cargo mediante la influencia de su tía Eulalia de Callís y que su única razón para alejarse de la corte española era la esperanza de atrapar a Juliana. Así se lo manifestó al padre Mendoza.

– Moncada se debe de haber llevado un chasco al comprobar que la señorita De Romeu no estaba aquí -dijo Diego.

– Supuso que vosotros vendríais en camino, puesto que se quedó. Mientras tanto no ha perdido su tiempo, se rumorea que está haciendo una fortuna -replicó el misionero.

– Ese hombre me odia por muchas razones, siendo la principal que ayudé a Juliana a eludir sus atenciones -le explicó Diego.

– Ahora entiendo mejor lo sucedido, Diego. Codicia no es la única motivación de Moncada, también ha querido vengarse de ti… -suspiró el padre Mendoza.

Rafael Moncada inició su mandato en California confiscando la hacienda De la Vega, después de ordenar el arresto de su dueño, a quien acusó de encabezar una insurrección para independizar California del reino de España. No existía tal movimiento, le aseguró el padre Mendoza a Diego, la idea aún no pasaba por las mentes de los colonos, a pesar de que el germen de la rebelión había comenzado en algunos países de Sudamérica y estaba prendiendo como pólvora en el resto del continente.

Con el infundado cargo de traición, Alejandro de la Vega fue a dar con sus huesos a la temible prisión de El Diablo. Moncada se instaló con su séquito en la hacienda, ahora convertida en su residencia y cuartel. El misionero agregó que ese hombre había hecho mucho daño en poco tiempo. También él estaba en la mira de Moncada, porque defendía a los indios y se atrevía a cantarle ciertas verdades, pero las pagaba caras: la misión estaba arruinada.