Ésa era la semana del cumpleaños de ambos, hacía exactamente veinte años que habían nacido. A Diego le pareció que era un momento muy importante de sus vidas y quiso marcarlo con algo en especial, por eso le propuso a su hermano de leche que fueran a las cuevas. Además, si el pasadizo que las unía a la hacienda De la Vega no había sido desbaratado por los temblores de tierra, tal vez podrían espiar a Rafael Moncada.
Diego apenas reconocía el terreno, pero Bernardo lo condujo sin vacilar a la entrada, oculta por tupidos arbustos. Una vez adentro encendieron un candil y pudieron orientarse en el laberinto de pasadizos, hasta dar con la caverna principal. Aspiraron a bocanadas el indescriptible olor subterráneo, que tanto les gustaba cuando eran niños. Diego se acordó del día fatídico en que su casa fue asaltada por piratas y se escondió allí con su madre herida. Le pareció sentir el olor de ese momento, mezcla de sangre, sudor, miedo y la oscura fragancia de la tierra.
Todo estaba tal cual lo habían dejado, desde los arcos y flechas, velas y frascos de miel almacenados allí cinco años antes, hasta la Rueda Mágica, que hicieron con piedras cuando aspiraban al Okahué. Diego alumbró el altar circular con un par de antorchas y colocó al centro el paquete que había traído, envuelto en una tela oscura y atado con un cordel.
– Hermano, he esperado este instante por mucho tiempo. Hemos cumplido veinte años y los dos estamos preparados para lo que voy a proponerte -le anunció a Bernardo con inesperada solemnidad-. ¿Te acuerdas de las virtudes del Okahué? Honor, justicia, respeto, dignidad y valor. He tratado de que esas virtudes guíen mi vida y sé que han guiado la tuya.
En el resplandor rojizo de las antorchas Diego procedió a desatar el paquete, que contenía el atuendo completo del Zorro -pantalones, blusa, capa, botas, sombrero y máscara- y se lo entregó a Bernardo.
– Deseo que el Zorro sea el fundamento de mi vida, Bernardo. Me dedicaré a luchar por la justicia y te invito a que me acompañes. Juntos nos multiplicaremos por mil, confundiendo a nuestros enemigos. Habrá dos Zorros, tú y yo, pero jamás serán vistos juntos.
Era tan serio el tono de Diego, que por una vez Bernardo no estuvo tentado de responderle con un gesto burlón. Se dio cuenta de que su hermano de leche lo había pensado muy bien, no se trataba de un impulso nacido al conocer la suerte de su padre, así lo probaba el disfraz negro que había traído de su viaje.
El joven indio se desprendió de los pantalones y con la misma solemnidad de Diego se fue poniendo una a una las prendas de ropa, hasta quedar convertido en una réplica del Zorro. Entonces Diego se quitó del cinto la espada que había comprado en Cuba y, tomándola con ambas manos, se la ofreció.
– ¡Juro defender a los débiles y luchar por la justicia! -exclamó Diego.
Bernardo recibió el arma y, en un susurro inaudible, repitió las palabras de su hermano.
Los dos jóvenes abrieron con precaución la puerta secreta de la chimenea, que daba al salón, comprobando que a pesar de los años transcurridos se deslizaba en el riel sin ruido. Antes se preocupaban de mantener el metal engrasado y por lo visto cinco años más tarde aún lo estaba. Los grandes troncos dentro de la chimenea eran los mismos de siempre, ahora cubiertos de una gruesa capa de polvo. Nadie había encendido fuego en ese tiempo. El resto de la habitación estaba intacto, los mismos muebles comprados por Alejandro de la Vega en México para halagar a su esposa, la misma gran lámpara de ciento cincuenta bujías en el techo, la misma mesa de madera y sillas tapizadas, las mismas pretenciosas pinturas.
Todo estaba igual, sin embargo a ellos les pareció que la casa era más pequeña y triste de lo que recordaban. Una pátina de olvido la afeaba, un silencio de cementerio pesaba en el aire, un olor a encierro y mugre impregnaba las paredes. Se deslizaron como gatos por los corredores, mal alumbrados por unos cuantos faroles. Antes había un viejo criado cuya única tarea era proveer luz; el hombre dormía de día y pasaba la noche vigilando velas y lámparas de sebo. Se preguntaron si ese viejo y otros antiguos criados aún vivirían en la hacienda, o si Moncada los había reemplazado por su propia gente.
A esa hora tardía hasta los perros descansaban y sólo un hombre montaba guardia en el patio principal, con su arma al hombro, luchando por mantener los ojos abiertos. Los dos jóvenes descubrieron el dormitorio de los soldados, donde contaron doce hamacas colgadas a diferentes alturas, unas encima de otras, aunque sólo ocho estaban ocupadas. En otro cuarto había un arsenal de armas de fuego, pólvora y sables. No se atrevieron a explorar las demás habitaciones por miedo a ser sorprendidos, pero a través de una puerta entreabierta vislumbraron a Rafael Moncada escribiendo o sacando cuentas en la biblioteca. Diego ahogó una exclamación de rabia al ver a su enemigo instalado en la silla de su padre, usando su papel y su tinta. Bernardo lo codeó para que se fueran, esa expedición se estaba poniendo peligrosa. Se retiraron con sigilo por donde mismo habían entrado, después de soplar el polvo espeso de la chimenea para borrar sus huellas.
Llegaron a la misión al romper el alba, hora en que Diego sintió por primera vez el mazazo de la fatiga acumulada desde que desembarcó en la playa el día anterior. Cayó a la cama de bruces y durmió hasta bien entrada la mañana siguiente, cuando Bernardo lo despertó para avisarle de que los caballos estaban listos. La idea de ir a ver a Toypurnia y pedirle ayuda para rescatar a Alejandro de la Vega había sido suya. No vieron al padre Mendoza, quien había partido temprano a Los Ángeles, pero Nuria les sirvió un desayuno contundente de frijoles, arroz y huevos fritos.
Isabel se presentó a la mesa con el pelo recogido en una trenza, falda de viaje y una blusa de lienzo como las que usaban los neófitos en la misión, anunciando que iría con ellos porque quería conocer a la madre de Diego y ver cómo era una aldea de indios.
– En ese caso tendré que ir también -refunfuñó Nuria, a quien la idea de una larga cabalgata en esa tierra de bárbaros le hacía muy poca gracia.
– No. El padre Mendoza te necesita aquí. Volveremos pronto -replicó Isabel, dándole un beso de consuelo.
Los tres jóvenes partieron en los mejores caballos palominos de la misión, llevando uno más con el equipaje. Tendrían que viajar todo ese día, acampar por la noche bajo las estrellas e iniciar el ascenso a las montañas a la mañana siguiente. Para evitar a los soldados, la tribu se había ido lo más lejos posible y cambiaba de lugar a menudo, pero Bernardo sabía ubicarla. Isabel, quien había aprendido a montar a horcajadas, pero no tenía costumbre de largas cabalgatas, siguió a sus dos amigos sin quejarse.
En el primer alto que hicieron para refrescarse en un arroyo y repartirse la merienda preparada por Nuria, se dio cuenta de cuan machucada estaba. Diego se burló de ella porque caminaba como pato, pero Bernardo le dio una pomada de yerbas, preparada por Lechuza Blanca, para que se frotara los miembros doloridos.
Al día siguiente al mediodía Bernardo señaló unas marcas en los árboles, que indicaban la cercanía de la tribu; así avisaban a otros indios cuando cambiaban de lugar. Instantes después les salieron al encuentro un par de hombres casi desnudos, con los cuerpos pintados y los arcos listos, pero al reconocer a Bernardo bajaron las armas y se acercaron a saludar. Hechas las presentaciones del caso, los condujeron entre los árboles hasta la aldea, un miserable conjunto de chozas de paja entre las que pululaban unos cuantos perros. Los indios silbaron y a los pocos minutos se materializaron de la nada los habitantes de aquel fantasmal villorrio, un patético grupo de indios, algunos desnudos y otros en harapos.
Con horror, Diego reconoció a su abuela Lechuza Blanca y a su madre. Necesitó varios segundos para reponerse de la angustia al verlas tan mal, desmontar de un salto y correr a abrazarlas. Había olvidado lo pobres que eran los indios, pero no había olvidado la fragancia de humo y de yerbas de su abuela, que le llegó directo al alma, así como el nuevo aroma de su madre. Regina olía a jabón de leche y agua de flores; Toypurnia olía a salvia y sudor.
– Diego, cómo has crecido… -murmuró la madre.
Toypurnia le hablaba en lengua indígena, los primeros sonidos que Diego oyera en su infancia y que no había olvidado. En ese idioma podían acariciarse, en español se trataban con formalidad, sin tocarse. La primera lengua era para sentimientos, la segunda para ideas. Las manos llenas de callos de Toypurnia palparon a su hijo, los brazos, el pecho, el cuello, reconociéndolo, midiéndolo, asustada de los cambios. Después le tocó el turno a la abuela de darle la bienvenida. Lechuza Blanca le levantó el cabello para estudiarle las orejas, como si ésa fuera la única forma de identificarlo sin margen de error.
Diego se echó a reír de buena gana y, tomándola por la cintura, la levantó un palmo del suelo. Pesaba muy poco, era como alzar a un niño, pero, bajo los trapos y pieles de conejo que la cubrían, Diego pudo apreciar su cuerpo fibroso y duro, pura madera. No estaba tan vieja ni tan frágil como le había parecido a simple vista.
Bernardo sólo tenía ojos para Rayo en la Noche y su hijo, el pequeño Diego, un chiquillo de cinco años, del color y la firmeza de un ladrillo, con ojos retintos y la misma risa de su madre, desnudo y armado con un arco y flechas en miniatura. Diego, quien había conocido a Rayo en la Noche en la infancia, cuando visitaba la aldea de su abuela, por las escasas referencias telepáticas de Bernardo y una carta del padre Mendoza, quedó impresionado por su belleza. Con ella y el niño, Bernardo parecía otro hombre, crecía en tamaño y se le iluminaba la expresión.
Pasada la primera euforia del encuentro, Diego se acordó de presentarles a Isabel, quien observaba la escena a cierta distancia. Por las anécdotas que Diego le había contado de su madre y su abuela, las imaginaba como figuras de cuadros epopéyicos donde los conquistadores salen retratados en refulgentes armaduras y los indígenas americanos parecen semidioses emplumados. Esas mujeres en los huesos, desgreñadas y sucias no se parecían ni remotamente a las de los cuadros de los museos, pero tenían la misma dignidad. No podía comunicarse con la abuela, pero al poco rato de llegar había intimado con Toypurnia. Se propuso visitarla a menudo, porque supuso que podía aprender mucho de esa extraña y sabia mujer. Así de indómita quisiera ser yo, pensó. La simpatía fue mutua, porque a Toypurnia le gustó la joven española de ojos bizcos. Creía que eso indica la capacidad de ver lo que los demás no ven.