El temor de que algo malo sucediera a ese irreemplazable hijo suyo, como a tantas criaturas que morían antes de aprender a caminar, desvelaba a Alejandro en las noches. Tomó la costumbre de rezar en voz alta, arrodillado junto a la cuna de su hijo, clamando protección al cielo. Impávida, con los brazos cruzados sobre el pecho, Regina observaba desde el umbral de la puerta a su marido humillado. En esos momentos creía odiarlo, pero después los dos se encontraban entre las sábanas, donde el calor y el olor de la intimidad los reconciliaba por algunas horas. Al amanecer Alejandro se vestía y bajaba a su despacho, donde una india le servía el chocolate espeso y amargo, como le gustaba.
Empezaba el día reuniéndose con su mayordomo para dar las órdenes pertinentes al rancho, y luego se hacía cargo de sus múltiples deberes como alcalde.
Los esposos pasaban el día separados, cada uno en sus ocupaciones, hasta que la puesta del sol marcaba la hora de reencontrarse. En verano cenaban en la terraza de las trinitarias, siempre acompañados por algunos músicos que tocaban sus canciones preferidas; en invierno lo hacían en la sala de costura, donde nadie había cosido nunca ni un solo botón, el nombre se debía a un cuadro de una holandesa bordando a la luz de un candil.
Con frecuencia Alejandro se quedaba en Los Ángeles a pasar la noche, porque se le hacía tarde en una fiesta o jugando baraja con otros dones. Las rondas de bailes, naipes, veladas musicales y tertulias ocupaban cada día del año, no había otra cosa que hacer, aparte de los deportes al aire libre, que practicaban hombres y mujeres por igual. En nada de eso participaba Regina, era un alma solitaria y desconfiaba por principio de todos los españoles, menos de su marido y el padre Mendoza. Tampoco demostraba interés en acompañar a Alejandro en sus viajes o en visitar los barcos americanos del contrabando, nunca había subido a bordo de uno para negociar con los marineros. Al menos una vez al año Alejandro iba por negocios a México, ausencias que solían durar un par de meses y de las cuales regresaba cargado de regalos e ideas novedosas que no lograban conmover demasiado a su mujer.
Regina volvió a sus largas cabalgatas, ahora con su hijo en una cesta amarrada a la espalda, y perdió toda inclinación por los asuntos domésticos, que fueron delegados en Ana. Recuperó su antigua costumbre de visitar a los indios, incluso los que no pertenecían a su rancho, con el ánimo de averiguar sus miserias y en lo posible aliviarlas. Al repartirse las tierras y subyugar a las tribus de la región, los blancos establecieron un sistema de servicio obligatorio que sólo se diferenciaba de la esclavitud en que los indios también eran súbditos del rey de España y en teoría gozaban de ciertos derechos. En la práctica eran pobres de solemnidad, trabajaban a cambio de comida, licor, tabaco y permiso para criar algunos animales.
Por lo general los rancheros eran patriarcas benevolentes, más ocupados de sus placeres y pasiones, que de la tierra y los peones, pero a veces tocaba alguno de mal carácter y entonces la «indiada», como la llamaban, pasaba hambre o sufría azotes.
Los neófitos de la misión eran igualmente pobres, vivían con sus familias en chozas redondas hechas con palos y paja, trabajaban de sol a sol y dependían por completo de los frailes para su subsistencia. Alejandro de la Vega procuraba ser buen patrón, pero le mortificaba que Regina siempre pidiera más para los indios. Le había explicado mil veces que no podía haber diferencia en el trato que recibían los suyos y los de otros ranchos, porque eso producía problemas en la colonia.
El padre Mendoza y Regina, unidos por el mismo afán de proteger a los indios, acabaron por hacerse amigos; él le perdonó que atacara la misión y ella le agradecía que hubiera traído a Diego al mundo. Los patrones les rehuían, porque el misionero tenía autoridad moral y ella era la esposa del alcalde. En las ocasiones en que Regina iniciaba una de sus campañas de justicia, se vestía de española, se peinaba con un moño severo, se colgaba una cruz de amatista al pecho y usaba un elegante carruaje de paseo, regalo de su marido, en vez de la yegua brava que habitualmente montaba a pelo. La recibían secamente, porque no era una de los suyos.
Ningún ranchero admitía tener antepasados indígenas, se profesaban de pura cepa española, gente blanca y de buena sangre. No le perdonaban a Regina que ni siquiera intentara disimular sus orígenes, aunque eso era justamente lo que más admiraba de ella el padre Mendoza. Cuando se supo con certeza que era de madre india, la colonia española le dio la espalda, pero nadie se atrevió a hacerle un desaire a la cara, por respeto a la posición y fortuna de su marido. Continuaron invitándola a tertulias y fandangos con la tranquilidad de que no la verían, su marido acudía solo.
De la Vega no disponía de mucho tiempo para su familia, atareado como estaba con el manejo del pueblo, su hacienda, sus negocios y dirimir pleitos, que nunca faltaban entre los pobladores. Martes y jueves sin faltar iba a Los Ángeles a cumplir sus tareas políticas, cargo prestigioso con más deberes que satisfacciones, pero al cual no renunciaba por espíritu de servicio. No era codicioso ni abusaba del poder. Poseía un don natural de autoridad, pero no era hombre de gran visión. Rara vez ponía en tela de juicio las ideas heredadas de sus antepasados, aunque no calzaran con la realidad de América. Para él todo se reducía a una cuestión de honor, al orgullo de ser quien era -intachable hidalgo católico- y llevar la frente en alto. Le preocupaba que Diego, demasiado apegado a su madre, a Bernardo y a la servidumbre indígena, no asumiera la posición que le correspondía por nacimiento, pero calculaba que aún era muy niño, ya habría tiempo para enderezarlo. Se hizo el propósito de dirigir su formación viril tan pronto fuera posible, pero ese momento siempre se postergaba, había otros asuntos más urgentes que atender.
A menudo el deseo de proteger a su hijo y hacerlo feliz lo conmovía hasta el llanto. Su amor por esa criatura lo dejaba perplejo, era como el dolor de una estocada. Trazaba soberbios planes para éclass="underline" sería valiente, buen cristiano y leal al rey, como todo gentilhombre De la Vega, y más rico de lo que nunca fuera ninguno de sus parientes, dueño de tierras vastas y fértiles, con clima templado y agua en abundancia, donde la naturaleza era generosa y la vida dulce, no como en los yermos suelos de su familia en España. Tendría más rebaños de vacas, ovejas y cerdos que el rey Salomón, criaría los mejores toros de lidia y los más elegantes caballos moros, se convertiría en el hombre más influyente de Alta California, llegaría a ser gobernador. Pero eso sería después, primero tendría que templarse en la universidad o la escuela militar en España.
Contaba con que para la época en que Diego tuviera edad de viajar, Europa estaría en mejor pie. Paz no se podía esperar, puesto que nunca la hubo en el Viejo Continente, pero cabía suponer que la gente habría vuelto a la cordura. Las noticias eran desastrosas. Así se lo explicaba a Regina, pero ella no compartía sus ambiciones para el hijo ni su preocupación por los problemas del otro lado del mar. No concebía el mundo más allá de los límites que podía recorrer a caballo, y menos lograban conmoverla los asuntos de Francia. Su marido le había contado que en 1793, justamente el año en que ellos se casaron, habían decapitado al rey Luis XVI en París delante de un populacho ávido de revancha y sangre.
José Díaz, un capitán de barco amigo de Alejandro, le había regalado una guillotina en miniatura, juguete pavoroso que le servía para cortar las puntas de los cigarros y, de paso, explicar cómo volaban las cabezas de los nobles en Francia, un terrible ejemplo que a su parecer podría sumir a Europa en el caos más absoluto. A Regina la idea le parecía tentadora, porque suponía que si los indios dispusieran de una máquina así, los blancos les tomarían respeto, pero tenía el buen tino de no compartir estas cavilaciones con su marido. Entre los dos existían suficientes motivos de amargura, no valía la pena agregar uno más.
Ella misma se extrañaba de cuánto había cambiado, se miraba en el espejo y no podía encontrar ni rastro de Toypurnia, sólo veía una mujer de ojos duros y labios apretados. La necesidad de vivir fuera de su medio y evitar problemas la había vuelto prudente y solapada; rara vez se enfrentaba a su marido, prefería actuar a sus espaldas. Alejandro de la Vega no sospechaba que ella le hablaba a Diego en su lengua, por lo mismo se llevó una sorpresa desagradable cuando las primeras palabras que dijo el niño fueron de indio. Si hubiera sabido que su mujer aprovechaba cada una de sus ausencias para llevarlo a visitar la tribu de su madre, se lo hubiese prohibido.
Cuando Regina aparecía en la aldea de los indios con Diego y Bernardo, la abuela Lechuza Blanca abandonaba sus quehaceres para dedicarse por completo a ellos. La tribu se había reducido con las enfermedades mortales y los hombres reclutados por los españoles. Quedaban apenas unas veinte familias, cada vez más miserables. La india les llenaba las cabezas a los chiquillos con mitos y leyendas de su pueblo, les limpiaba el alma con el humo de pasto dulce empleado en sus ceremonias y los llevaba a recoger plantas mágicas.
Apenas pudieron sostenerse con firmeza en dos piernas y empuñar un palo, hizo que los hombres les enseñaran a pelear. Aprendieron a pescar ensartando los peces con varillas afiladas, y a cazar. Recibieron de regalo una piel de ciervo completa, incluso con la cabeza y los cuernos, para cubrirse durante la caza. Así atraían a los venados; esperaban inmóviles hasta que la presa se acercaba y entonces disparaban sus flechas. La invasión de los españoles había vuelto sumisos a los indios, pero en presencia de Toypurnia-Regina se les calentaba de nuevo la sangre con el recuerdo de la guerra de honor conducida por ella. El asombrado respeto que le profesaban se traducía en cariño por Diego y Bernardo. Creían que ambos eran sus hijos.