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Al asomarse a la cima de una pequeña colina, pudo ver el mar a la distancia y distinguir la mancha negra del sombrío edificio de El Diablo, erguido sobre las rocas. Tenía sed y el hábito empapado de sudor, pero apuró el paso porque estaba ansioso por ver a su padre y empezar la aventura.

Había andado unos veinte minutos, cuando sintió ruido de cascos y vio la polvareda de un carruaje. No pudo evitar una exclamación de ira: eso venía a complicar sus planes, porque nadie andaba por esos lados a menos que fuera a la fortaleza. Agachó la cabeza, se acomodó el capuchón y se aseguró de que la barba estuviera en su sitio. El sudor podía desprenderla, a pesar de que había usado una cola espesa, hecha con la más firme resina. El coche se detuvo a su lado y, ante su inmensa sorpresa, una joven de muy buen parecer asomó a la ventanilla.

– Usted debe de ser el sacerdote que viene a la prisión, ¿verdad? Lo estábamos esperando, padre -saludó.

La sonrisa de la muchacha era encantadora y el corazón caprichoso de Diego dio un salto. Empezaba a recuperarse del despecho causado por Juliana y estaba en capacidad de admirar a otras mujeres, especialmente a una tan agraciada como aquélla. Debió hacer un esfuerzo por recordar su nuevo papel.

– En efecto, hija, soy el padre Aguilar -replicó con la voz más cascada posible.

– Suba usted a mi coche, padre, así podrá descansar un poco. Yo también voy a El Diablo a ver a mi primo -ofreció ella.

– Que Dios te lo pague, hija mía.

¡Así es que esa beldad era Lolita Pulido! La misma niña flaca que le enviaba billetes amorosos cuando él tenía quince años. ¡Qué golpe de suerte! En verdad lo era, porque cuando el coche de Lolita llegó a la prisión, con los dos caballos del falso cura atados atrás, Diego no tuvo que dar explicaciones. Apenas el cochero anunció a la joven y al padre Aguilar, los guardias les abrieron las puertas y los recibieron con amabilidad.

Lolita era una figura conocida, los soldados la saludaban por su nombre y hasta un par de presos que se hallaban en el cepo le sonrieron. «Dadles agua a esos pobres hombres, están cocinándose al sol», suplicó ella a un guardia, quien voló a cumplir sus deseos. Entretanto, Diego observaba el edificio y contaba a los uniformados con disimulo. Con su cuerda podría deslizarse del muro hacia afuera, pero no tenía idea de cómo sacar a su padre; la prisión parecía inexpugnable y había demasiados guardias.

Los visitantes fueron conducidos de inmediato a la oficina de Carlos Alcázar, una sala sin más muebles que una mesa, sillas y anaqueles con los libros de registro de la prisión. En esos gastados libracos se anotaba desde el gasto en forraje de caballos hasta las muertes de los presos, todo menos las perlas, que pasaban de la ostra directamente a los cofres de Moncada y Alcázar, sin dejar huellas visibles.

En un rincón, una estatua de yeso pintado de la Virgen María aplastaba con el pie al demonio.

– Bienvenido, padre -saludó Carlos Alcázar, después de besar en las mejillas a su prima, de quien seguía tan enamorado como en la infancia-. No lo esperábamos hasta mañana.

Diego, la cabeza ladeada, los ojos bajos, la voz untuosa, respondió recitando lo primero que se le ocurrió en latín y lo coronó con un enfático sursum corda, que no venía al caso, pero resultó apabullante. Carlos quedó en la luna, nunca había sido buen estudiante de lenguas muertas. Aún era joven, no podía tener más de unos veintitrés o veinticuatro años, pero parecía mayor por la expresión cínica. Tenía labios crueles y ojos de rata. Diego pensó que Lolita no podía ser de la misma familia, esa muchacha merecía mejor suerte que ser prima de Carlos.

El suplantador de cura aceptó un vaso de agua y anunció que al día siguiente diría misa, confesaría y daría la comunión a quienes solicitaran los sacramentos. Estaba muy cansado, agregó, pero deseaba ver esa misma tarde a los presos enfermos y a los castigados, incluso al par que estaba en el cepo.

Lolita se sumó al programa; entre otras cosas traía una caja con medicinas que puso a disposición del padre Aguilar.

– Mi prima tiene el corazón muy blando, padre. Le he dicho que El Diablo no es lugar recomendable para señoritas, pero no me hace caso. Tampoco quiere entender que la mayoría de esos hombres son bestias sin moral ni sentimientos, capaces de morder la mano de quien les da de comer.

– Ninguno me ha mordido todavía, Carlos -replicó Lolita.

– Cenaremos dentro de poco, padre. No espere un festín, aquí vivimos con modestia -dijo Alcázar.

– No te preocupes, hijo mío, yo como muy poco y esta semana estoy ayunando. Pan y agua serán suficientes. Prefiero una merienda en mi habitación, porque después de ver a los enfermos debo decir mis oraciones.

– ¡Arsenio! -llamó Alcázar.

Un indio surgió de las sombras. Había estado todo el tiempo en su rincón, tan silencioso e inmóvil, que Diego no se había dado cuenta de su presencia. Lo reconoció por la descripción de Lechuza Blanca. Tenía los ojos velados por una película blanca, pero se movía con precisión.

– Conduce al padre a su cuarto, para que se refresque. Ponte a sus órdenes, ¿me oíste? -ordenó Alcázar.

– Sí, señor.

– Puedes llevarlo a ver a los enfermos.

– ¿También a Sebastián, señor?

– No, a ese desgraciado no.

– ¿Porqué? -intervino Diego.

– Ése no está enfermo. Tuvimos que darle unos azotes, nada grave, no se preocupe, padre.

Lolita se echó a llorar: su primo le había prometido que no habría más castigos de ese tipo. Diego los dejó discutiendo y siguió a Arsenio al cuarto que le habían asignado, donde lo esperaban intactas las bolsas de su equipaje, incluso la gran cruz.

– Usted no es hombre de Iglesia -dijo Arsenio cuando estuvieron a puerta cerrada en la habitación del huésped.

Diego dio un respingo de susto; si un ciego podía adivinar que estaba disfrazado, no tenía esperanza de engañar a los videntes.

– No tiene olor a cura -agregó Arsenio a modo de explicación.

– ¿No? ¿A qué huelo? -preguntó Diego, extrañado, porque vestía el hábito del padre Mendoza.

– A pelo de india y a cola para pegar madera -respondió Arsenio.

El joven se tocó la barba postiza y no pudo evitar una carcajada. Decidió aprovechar la ocasión, porque seguramente no habría otra, y le confesó a Arsenio que había venido en una misión particular y necesitaba su ayuda. Le puso en la mano las plumas de su abuela. El ciego las palpó con sus dedos clarividentes y la emoción al reconocer a su hermana se le plasmó en el rostro. Diego le aclaró que él era nieto de Lechuza Blanca y eso bastó para que Arsenio se abriera; no tenía noticias de ella desde hacía años, dijo.

Le confirmó que El Diablo había sido fortaleza antes que prisión, y que él había ayudado a construirla, luego se había quedado a servir a los soldados y ahora a los carceleros. La existencia siempre fue dura entre esos muros, pero desde que Carlos Alcázar estaba al cargo era un infierno; la codicia y crueldad de ese hombre eran indescriptibles, explicó. Alcázar imponía trabajos forzados y castigos brutales a los prisioneros, se quedaba con el dinero asignado para la comida y los alimentaba con las sobras del rancho de los soldados. En ese momento había uno agónico, otros afiebrados por el contacto con medusas venenosas y varios con los pulmones reventados, echando sangre por nariz y orejas.

– ¿Y Alejandro de la Vega? -preguntó Diego con el alma en un hilo.

– No durará mucho más, perdió las ganas de vivir, ya casi no se mueve. Los otros presos hacen su trabajo, para que no lo castiguen, y le dan de comer en la boca -dijo Arsenio.

– Por favor, Ojos que ven en la Sombra, lléveme donde él.

Afuera todavía no se ponía el sol, pero dentro la prisión estaba oscura. Los muros gruesos y las ventanas angostas apenas dejaban entrar la luz. Arsenio, quien no necesitaba un candil para ubicarse, tomó a Diego de una manga y lo condujo sin vacilar por los corredores en penumbra y las angostas escaleras del edificio hasta los calabozos del sótano, que habían sido agregados a la fortaleza cuando decidieron utilizarla como prisión. Esas celdas se hallaban bajo el nivel del agua y cuando subía la marea se filtraba humedad, produciendo una pátina verdosa sobre las piedras y un olor nauseabundo.

El guardia de turno, un mestizo picado de viruela, con un mostacho de foca, abrió la reja de hierro, que daba acceso a un corredor, y le entregó a Arsenio el manojo de llaves. A Diego le sorprendió el silencio. Suponía que habría varios prisioneros, pero aparentemente éstos se hallaban tan agotados y débiles que no emitían ni un murmullo.

Arsenio se dirigió a uno de los calabozos, palpó el manojo de llaves, escogió la adecuada y abrió la reja sin titubeo. Diego necesitó varios segundos para ajustar la vista a la oscuridad y distinguir unas siluetas recostadas contra el muro y un bulto en el suelo. Arsenio encendió una vela y él se arrodilló junto a su padre, tan emocionado que no pudo pronunciar ni una palabra. Levantó con cuidado la cabeza de Alejandro de la Vega y se la puso en el regazo, apartando de su frente los mechones apelmazados de cabello.

A la luz de la temblorosa llama pudo verlo mejor y no lo reconoció. Nada quedaba del apuesto y soberbio hidalgo, héroe de antiguas batallas, alcalde de Los Ángeles y próspero hacendado. Estaba inmundo, en los huesos, con la piel cuarteada y terrosa, temblaba de fiebre, tenía los ojos pegados de legañas y un hilo de saliva le corría por la barbilla.

– Don Alejandro, ¿puede oírme? Éste es el padre Aguilar… -dijo Arsenio.

– He venido a socorrerlo, señor, vamos a sacarlo de aquí -murmuró Diego.

Los otros tres hombres que había en la celda sintieron un chispazo de interés, pero enseguida volvieron a recostarse contra la pared. Estaban más allá de la esperanza.

– Déme los últimos sacramentos, padre. Ya es tarde para mí -murmuró el enfermo con un hilo de voz.

– No es tarde. Vamos, señor, siéntese… -le suplicó Diego.

Logró incorporarlo y darle a beber agua, luego le limpió los ojos con el borde mojado de su hábito.