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– ¡Basta! -exclamó Moncada, cruzándole la cara de un bofetón.

Diego estaba esperando una reacción violenta, pero igual debió realizar un tremendo esfuerzo para controlarse y no saltar contra Moncada. No había llegado aún su oportunidad. Mantuvo las manos atrás, sujetando las cuerdas, mientras sangre de la nariz y la boca le manchaba la camisa. En aquel mismo instante irrumpió el sargento García, quien al ver a su amigo de infancia en ese estado se detuvo en seco, sin saber qué partido tomar. La voz de mando de Moncada lo sacó de su estupor.

– ¡No te he llamado, García!

– Excelencia… Diego de la Vega es inocente. ¡Le dije que no podía ser el Zorro! Acabamos de ver al verdadero Zorro afuera… -tartamudeó el sargento.

– ¿Qué diablos dices, hombre?

– Cierto, excelencia, todos lo vimos.

Moncada salió como una exhalación, seguido por el sargento, pero el guardia permaneció en la sala, apuntando con su arma a Diego. En el portón del jardín, Moncada vio por primera vez la teatral figura del Zorro, recortada con nitidez contra el cielo violeta del atardecer, y la sorpresa lo paralizó por unos segundos.

– ¡Seguidle, imbéciles! -gritó, desenfundando su pistola y disparando sin apuntar.

Algunos soldados volaron a buscar sus caballos y otros dispararon sus armas, pero ya el jinete se alejaba al galope. El sargento, más interesado que nadie en descubrir la identidad del Zorro, saltó a la montura con inesperada agilidad, clavó las espuelas y partió en su persecución seguido por media docena de sus hombres.

Se perdieron a la carrera en dirección al sur, atravesando lomas y bosques. El enmascarado les llevaba ventaja y conocía bien el terreno, pero aun así la distancia entre él y la tropa se fue acortando. A la media hora de galope, cuando los caballos empezaban a sudar espuma, el sol había desaparecido y los soldados estaban a punto de darle alcance, llegaron a los acantilados: el Zorro estaba atrapado entre ellos y el mar.

Entretanto, en el salón de la casa, a Diego le pareció que se abría la portezuela disimulada en la chimenea. Sólo podía tratarse de Bernardo, quien de algún modo se las había arreglado para volver a la hacienda. Desconocía los detalles de lo ocurrido afuera, pero por las blasfemias de Moncada, los gritos, los disparos y la agitación de caballos, suponía que su hermano había logrado confundir al enemigo.

Para distraer al guardia, fingió otro aparatoso ataque de tos, luego se dio impulso, volteó la silla y quedó tendido de costado en el suelo. El hombre se le plantó al lado y le ordenó que se quedara quieto o le volaría los sesos, pero Diego notó que su tono era vacilante, tal vez las instrucciones de la estatua azteca no incluían matarlo. Por el rabillo del ojo percibió una sombra que se desprendía de la chimenea y se aproximaba. Empezó a toser de nuevo, sacudiéndose como si se ahogara, mientras el guardia lo punzaba con el cañón de su arma, sin saber qué hacer. Diego se soltó las manos y le propinó un tremendo golpe en las piernas, pero el tipo debía de ser de piedra maciza, porque no se movió. En ese instante, el guardia sintió el cañón de una pistola en la sien y vio a un enmascarado que le sonreía sin decir palabra.

– Rendíos, buen hombre, antes de que al Zorro se le escape una bala -le aconsejó Diego desde el suelo, mientras se soltaba deprisa las ataduras de los tobillos.

El otro Zorro desarmó al soldado, le lanzó el fusil a Diego, quien lo cogió al vuelo, y enseguida retrocedió con rapidez hacia las sombras de la chimenea, despidiéndose con un guiño de complicidad. Diego no dio ocasión al guardia de ver qué sucedía a sus espaldas, le tendió en el suelo de un solo golpe seco con el canto de la mano en el cuello. El hombre estuvo desmayado unos minutos, que Diego empleó en atarlo con las mismas cuerdas que habían usado en él, después rompió la ventana a patadas, cuidando de que no quedaran vidrios cortantes en los bordes, porque pensaba regresar por allí mismo, y se deslizó por la portezuela secreta hacia las cuevas.

Al volver al salón, Rafael Moncada se encontró con que De la Vega se había esfumado y el hombre encargado de vigilarlo ocupaba su lugar en la silla. La ventana estaba rota y lo único que el atontado guardia recordaba era una silueta oscura y el frío glacial de una pistola en la sien. «Imbéciles, imbéciles sin remedio», fue la conclusión de Moncada. En esos momentos la mitad de sus hombres galopaba tras un fantasma, mientras su prisionero había emprendido la fuga ante sus mismas narices. A pesar de las evidencias, seguía convencido de que el Zorro y Diego de la Vega eran la misma persona.

En la cueva, Diego no encontró a Bernardo, como esperaba, pero éste le había dejado varios velones de sebo encendidos, su disfraz, su espada y su caballo. Tornado resoplaba impaciente, sacudiendo la frondosa melena oscura y pateando el suelo. «Ya te acostumbrarás a este lugar, amigo mío», le dijo Diego, acariciando el cuello lustroso del animal.

También encontró una bota de vino, pan, queso y miel para reponerse de los malos ratos pasados. Por lo visto a su hermano no se le escapaba ni un detalle. También debía admirar su habilidad para burlar la persecución de los soldados y aparecer por acto de magia a rescatarlo en el instante debido. ¡Con qué silenciosa elegancia había actuado! Bernardo era tan buen Zorro como él mismo, juntos serían invencibles, concluyó.

No había prisa para el paso siguiente, debía esperar la noche cerrada, cuando la agitación en la casa se calmara. Después de comer hizo unas cuantas flexiones para desentumecerse y se echó a dormir a pocos pasos de Tornado, con la beatitud de quien ha realizado un buen trabajo.

Despertó horas más tarde descansado y alegre. Se lavó y cambió de ropa, se puso la máscara y hasta tuvo ánimo para el bigote. «Necesito un espejo, no es fácil pegarse pelos de memoria. Está decidido, tengo que dejarme crecer el bigote, es inevitable.

“Esta cueva requiere ciertas comodidades, eso facilitará nuestras andanzas, ¿no te parece?”, le comentó a Tornado. Se frotó las manos encantado ante las inmensas posibilidades del futuro; mientras tuviera salud y fuerza jamás se aburriría. Pensó en Lolita y sintió un cosquilleo en el estómago similar al que antes le provocaba Juliana, pero no los relacionó. Su atracción por Lolita era tan fresca como si fuese la primera y única de su vida. ¡Cuidado! No debía olvidar que era prima de Carlos Alcázar y por lo mismo no podía ser su novia. ¿Novia? Se rió de buena gana: jamás se casaría, los zorros son animales solitarios.

Comprobó que su espada Justina se deslizaba con facilidad en la funda, se acomodó el sombrero y se dispuso a la acción. Condujo a Tornado a la salida de las cuevas, que Bernardo había tenido la precaución de disimular muy bien con rocas y arbustos, lo montó y se dirigió a la hacienda. No quería correr el riesgo de que se descubriera el pasadizo secreto de la chimenea. Calculó que había dormido varias horas, debía de ser pasada la medianoche, y posiblemente todos, salvo los centinelas, estarían dormidos.

Dejó a Tornado con las riendas sueltas bajo unos árboles cercanos, seguro de que no se movería hasta ser llamado, había asimilado bien las enseñanzas de Rayo en la Noche. Aunque habían doblado la guardia, no tuvo inconveniente en aproximarse a la casa y espiar por la ventana del salón, la única con luz. Sobre la mesa había un candelabro de tres velas, que alumbraba un sector, pero el resto estaba en penumbra. Pasó con cuidado las piernas a través de la ventana rota, entró a la habitación y, ocultándose entre los muebles alineados contra las paredes, avanzó hacia la chimenea, donde pudo agazaparse detrás de los grandes troncos. En el otro extremo de la habitación Rafael Moncada se paseaba fumando y el sargento García, cuadrado y con la vista al frente, procuraba explicarle lo ocurrido.

Habían seguido al Zorro a galope tendido hasta los acantilados, dijo, pero cuando estaban a punto de atraparlo, el forajido prefirió saltar al mar antes que rendirse. Para entonces quedaba poca luz, además era imposible acercarse al borde por temor a resbalar en las piedras sueltas. Aunque no veían el fondo del precipicio, vaciaron sus armas, de modo que el Zorro se había desnucado en las rocas y además recibido una salva de balas.

– ¡Imbécil! -repitió Moncada por enésima vez-. Ese individuo se las arregló para engañarte y entretanto De la Vega escapó.

Una inocente expresión de alivio bailó brevemente en el rostro colorado de García, pero desapareció al instante, fulminada por la mirada de cuchillo de su superior.

– Mañana irás a la misión con un destacamento de ocho hombres armados. Si De la Vega está allí, lo arrestas de inmediato; si se resiste, lo matas. En caso que no esté, me traes al padre Mendoza y a Isabel de Romeu. Serán mis rehenes hasta que ese bandido se entregue. ¿Me has comprendido?

– ¡Pero cómo le vamos a hacer eso al padre! Pienso que…

– ¡No pienses, García! El cerebro no te da para eso. Obedece y cierra la boca.

– Sí, excelencia.

Desde su escondite en el fogón oscuro de la chimenea, Diego se preguntaba cómo se las había arreglado Bernardo para estar en dos partes al mismo tiempo. Moncada terminó de insultar a García y lo despachó, luego se sirvió un vaso del coñac de Alejandro de la Vega y se sentó a meditar, balanceándose en la silla, con los pies sobre la mesa. Las cosas se habían complicado, había cabos sueltos, tendría que eliminar a varias personas, de otro modo no podría mantener las perlas en secreto.

Bebió sin prisa el licor, examinó el documento que había escrito para que firmara Diego y, por último, se dirigió a un pesado armario y sacó la faltriquera. Una de la bujías terminó de consumirse y el cerote goteó sobre la mesa antes de que terminara de contar una vez más las perlas. El Zorro esperó un plazo prudente y luego salió con sigilo de gato de su refugio. Había dado varios pasos pegado a la pared, cuando Moncada, sintiéndose observado, se volvió. Sus ojos se posaron sobre el hombre mimetizado en las sombras, sin verlo, pero el instinto le advirtió del peligro. Cogió la fina espada, con empuñadura de plata y borlas de seda roja, que colgaba de la silla.