El motivo para dejar la tienda de Abelson, donde había tenido la suerte de cobrar su paga durante la crisis económica y los peores años de la Depresión, el motivo de que se hubiera atrevido a abrir una tienda en unos tiempos tan malos, era evidente. A cualquiera que le preguntase, e incluso a quienes no lo hacían, les explicaba: «Debía tener algo que legarles a mis dos hijos».
Dos palas permanecían erguidas con las hojas clavadas en el gran montón de tierra que había a un lado de la tumba. Pensó que los sepultureros las habían dejado allí y que más tarde las emplearían para llenar la fosa. Había imaginado que, como en el entierro de su madre, cada deudo se acercaría a la tumba para arrojar un puñado de tierra sobre la tapa del ataúd, y entonces todos volverían a sus coches. Pero su padre había solicitado al rabino los ritos judíos tradicionales, y ahora descubría que el ritual exigía que fuesen los mismos deudos, y no los empleados del cementerio ni nadie más, quienes llevasen a cabo el entierro. El rabino se lo había dicho a Howie con antelación, pero este, por la razón que fuese, no había informado a su hermano, y de ahí su sorpresa cuando Howie, elegantemente vestido con traje oscuro, camisa blanca, corbata oscura y relucientes zapatos negros, se acercó a la tierra apilada, extrajo una de las palas y volvió a hundirla en el montón hasta sacar una palada rebosante de tierra. Luego, con paso ceremonioso, avanzó hasta la fosa, permaneció un momento inmóvil y pensativo e, inclinando un poco la pala hacia abajo, dejó que la tierra se deslizara lentamente. Al caer sobre la tapa del ataúd, produjo ese sonido que uno absorbe en lo mas profundo de su ser como ningún otro.
Howie regresó para hundir la hoja de la pala en la pirámide de tierra que rebasaba con creces el metro de altura. Tenían que arrojar aquella tierra a la fosa hasta que la tumba de su padre estuviera al mismo nivel que las parcelas adyacentes.
Tardaron casi una hora en llenar la fosa. Los parientes y amigos de más edad, incapaces de blandir la pala, ayudaron arrojando puñados de tierra sobre el ataúd, y tampoco él pudo hacer más que eso, de modo que la parte mis ardua de la tarea correspondió a Howie, sus cuatro hijos y los hijos de él, los seis, sin excepción, jóvenes fornidos cercanos a la treintena o que la superaban por poco. Colocados por parejas junto al montón, palada a palada arrojaban la tierra a la fosa. Cada pocos minutos otra pareja los sustituía, y llegó un momento en que le pareció que la tarea no terminaría jamás, que estarían allí enterrando eternamente a su padre. Lo máximo que podía hacer para estar tan inmerso en la brutal franqueza del entierro como lo estaban su hermano, sus hijos y sus sobrinos, era permanecer al borde de la fosa y contemplar cómo la tierra iba rodeando el ataúd. Vio que llegaba hasta la tapa, que solo estaba decorada con una talla de la estrella de David, y después siguió mirando mientras empezaba a cubrirla. Su padre yacería no solo dentro del ataúd sino también bajo el peso de aquella tierra, y de repente vio la boca de su padre como si no hubiera ataúd, como si estuvieran echando directamente sobre él la tierra que arrojaban a la fosa, llenándole la boca, cegándolo, obstruyéndole las fosas nasales y tapándole los oídos. Deseaba pedirles que parasen, exigirles que no siguieran: no quería que cubrieran la cara de su padre y bloquearan los conductos por los cuales aspiraba la vida. He estado mirando esa cara desde que nací… ¡dejad de enterrar la cara de mi padre! Pero ellos habían encontrado su ritmo, aquellos fuertes muchachos no podían detenerse y no se detendrían, ni siquiera aunque él mismo se arrojara a la fosa y exigiese que pusieran fin al entierro. Ahora nada podía detenerlos. Seguirían adelante, y también lo enterrarían a él, si eso era necesario para finalizar la tarea. Howie estaba a un lado, la frente empapada en sudor, mirando cómo los seis primos completaban artéticamente el trabajo, dando paladas, ahora que la meta estaba tan cerca, a una velocidad asombrosa, no como deudos que aceptan la carga de un ritual arcaico, sino como obreros de otros tiempos que echan combustible a un horno.
Ahora muchos de los ancianos lloraban y se abrazaban, La pirámide de tierra había desaparecido. El rabino dio un paso adelante y, después de alisar cuidadosamente con las manos desnudas la superficie, utilizó un palo para delinear en la blanda tierra las dimensiones de la tumba.
Había presenciado la desaparición de su padre bajo la tierra centímetro a centímetro. Se había visto obligado a seguirla hasta el final. Era como una segunda muerte, no menos espantosa que la primera. Recordó de improviso el acceso de emoción que le sumió cada vez más profundamente en los estratos de su vida cuando, en el hospital, su padre tomó en brazos por primera vez a cada uno de sus nietos recién nacidos, examinando a Randy, más adelante a Lonny y finalmente a Nancy con la misma expresión de desconcierto y alegría.
– ¿Estás bien? -le preguntó Nancy, y le rodeó con sus brazos mientras él contemplaba las líneas trazadas con el palo en el suelo, como si fueran el dibujo para un juego infantil.
– Sí, estoy bien -respondió él, estrechándola con fuerza, y entonces suspiró, e incluso se rió, al decir-: Ahora sé lo que significa que te entierren. No lo había sabido hasta hoy.
– No había visto nada tan escalofriante en toda mi vida -dijo Nancy.
– Yo tampoco -replicó él-. Es hora de irnos.
Y con él, Nancy y Howie a la cabeza, los deudos partieron lentamente, aunque él no podía empezar aún a librarse de todo cuanto acababa de ver y pensar, y su mente regresaba una y otra vez atrás mientras sus pasos se alejaban.
Debido al viento que había soplado mientras llenaban la fosa, siguió notando el sabor terroso que revestía el interior de su boca mucho después de que hubieran abandonado el cementerio y regresado a Nueva York.
Durante los nueve años siguientes su salud se mantuvo estable. En un par de ocasiones se había visto sorprendido por alguna crisis, pero al contrario que el chico que ocupara la cama contigua a la suya, había sorteado el desastre. Entonces, en 1998, cuando su tensión arterial empezó a aumentar y no respondía a los cambios de medicación, los médicos determinaron que sufría una obstrucción de la arteria renal, que por suerte hasta entonces solo había tenido como consecuencia una pequeña pérdida de la función nefrítica, e ingresó en el hospital para someterse a una angioplastia de la arteria renal. Una vez más tuvo suerte, y el problema se resolvió con la inserción de un stent, una cánula vasodilatadora introducida mediante un catéter que, a través de una punción en la arteria femoral, era dirigida por la aorta hasta la oclusión.
Tenía sesenta y cinco años, acababa de jubilarse y se había divorciado por tercera vez. Estaba asistido por el programa de Medicare, empezó a cobrar de la seguridad social y se sentó con su abogado para redactar un testamento. Redactar un testamento: esa era la mejor parte de envejecer y probablemente incluso de morir, redactarlo y, con el paso del tiempo, ponerlo al día, revisarlo y, tras reconsiderarlo todo a fondo, volver a redactar el testamento. Unos años después cumpliría la promesa que se hizo inmediatamente después de los ataques del 11 de septiembre: abandonó Manhattan y se trasladó al complejo residencial para jubilados Starfish Beach, en la costa de Jersey, a solo tres kilómetros de la población costera donde todos los años había pasado con su familia una parte de las vacaciones veraniegas. Las viviendas de Starfish Beach eran atractivas casas de una sola planta y tejado de tablillas, con grandes ventanas y puertas de vidrio correderas que daban acceso a terrazas traseras. Cada ocho de estas unidades residenciales estaban adosadas para formar un complejo semicircular que rodeaba un jardín con arbustos y un pequeño estanque. Los servicios para los quinientos residentes ancianos que vivían en aquellos complejos abarcaban una extensión de cuarenta hectáreas, e incluían pistas de tenis, un gran jardín comunal con un cobertizo para hacer trabajos de jardinería, un gimnasio, una estafeta de correos, un centro social con salas de reuniones, un estudio de cerámica, un taller de ebanistería, una pequeña biblioteca, una sala de ordenadores con tres terminales y una impresora común y un gran salón para conferencias, espectáculos y la proyección de diapositivas que ofrecían las parejas que acababan de regresar de sus viajes por el extranjero. En el centro del gran complejo residencial había una piscina de agua caliente al aire libre, de tamaño olímpico, así como otra interior más pequeña, y en el modesto centro comercial que se encontraba en el extremo de la calle principal había un restaurante decente, así como una librería, una licorería, una tienda de regalos, un banco, una agencia de corredores de bolsa, una inmobiliaria, un bufete de abogados y una gasolinera. Había una corta distancia en coche al supermercado, y si uno podía caminar, como les sucedía a la mayoría de los residentes, le resultaba fácil recorrer los ochocientos metros hasta el paseo de tablas y la ancha playa, donde un socorrista estaba de servicio durante todo el verano.