Al año siguiente de los tres stents volvió a la mesa de operaciones, inconsciente durante un breve tiempo mientras le insertaban de manera permanente un desfibrilador, salvaguarda contra el nuevo problema que ponía en peligro su vida y que, junto con las cicatrices en la pared posterior del corazón y su fracción de eyección al límite, lo convertían en un serio aspirante a padecer una arritmia cardíaca fatal. El desfibrilador era una delgada caja metálica del tamaño aproximado de un encendedor; estaba alojado bajo la piel en la parte superior del pecho, a pocos centímetros del hombro izquierdo, con unos cables fijados a su vulnerable corazón, listo para administrarle una descarga eléctrica que corregiría el latido cardíaco -y confundiría a la muerte- si se volvía peligrosamente irregular.
Nancy también le había acompañado para esta intervención, y más tarde, cuando volvió a su habitación y se abrió un lado de la bata de hospital para mostrarle el bulto visible que era el desfibrilador insertado, ella tuvo que apartar la vista.
– Es para protegerme, querida -le dijo-, no hay nada que deba inquietarte.
– Ya sé que es para protegerte. Me alegro de que exista un aparato capaz de protegerte. Pero ver una cosa así es un golpe, porque… -Había ido demasiado lejos para decirle una mentira confortadora, y concluyó-: Porque siempre te has visto tan joven…
– Bueno, la verdad es que se me ve más joven con este chisme de lo que se me vería sin él. Podré hacer todo lo que desee, y sin tener que preocuparme por la posibilidad de que la arritmia me ponga en serio peligro.
Pero ella sentía tal impotencia que estaba pálida y no podía evitar que las lágrimas le corrieran por el rostro: quería que su padre fuese como había sido cuando ella tenía diez, once, doce, trece años, sin impedimentos ni incapacidades de ninguna clase… y él también lo quería. Ella no podía quererlo tanto como él, pero en aquel momento su propio dolor le pareció más fácil de aceptar que el de su hija. Deseaba ardientemente decirle algo tierno que aliviara sus temores, como si, una vez más, ella fuese la más vulnerable de los dos.
Lo cierto era que nunca dejaba de preocuparse por ella, ni tampoco comprendía que esa muchacha fuese hija suya. El no había hecho necesariamente lo correcto para que así fuera, aunque Phoebe sí lo hubiera hecho. Sin embargo, existen personas así, de una bondad espectacular, auténticos milagros, y él había tenido la gran suerte de que uno de tales milagros fuese su propia e incorruptible hija. Se asombraba al mirar a su alrededor y ver lo muy decepcionados que podían sentirse los padres, como se sentía él con respecto a sus dos hijos, que seguían comportándose como si lo que les había sucedido nunca le hubiera pasado a nadie más, y después tener una hija que era la número uno en todos los sentidos. A veces tenía la impresión de que todo era un error excepto Nancy. Así pues, se preocupaba por ella, y cada vez que pasaba ante una tienda de ropa seguía pensando en ella y entraba en busca de algo que pudiera gustarle, y pensaba: Soy muy afortunado, y pensaba: Algo bueno tenía que salir de todo esto, y ese algo era ella.
Recordaba el breve período de Nancy como estrella del atletismo. Cuando Nancy tenía trece años quedó segunda en una carrera realizada en su escuela femenina, con un recorrido de unos tres kilómetros, y vio la posibilidad de algo en lo que podía ser excepcional. Destacaba en todo lo demás, pero aquella era otra clase de estrellato. Durante un tiempo él dejó de ir al club de natación para que los dos pudieran correr juntos a primera hora de la mañana y, en ocasiones, también cuando empezaba a oscurecer. Iban al parque y no estaban más que ellos dos, las sombras y la luz. Por entonces ella formaba parte del equipo de atletismo de la escuela, y durante una carrera, al tomar una curva, se lesionó una pierna y cayó al suelo transida de dolor. Lo sucedido podría haberle ocurrido a cualquier niña en el inicio de la pubertad, porque a esa edad los huesos no están endurecidos del todo, y lo que en una mujer madura solo habría sido un esguince de tendón, en el caso de Nancy fue algo más dramático: el tendón resistió, pero un fragmento de hueso de la cadera se soltó. Entre el entrenador y el padre la llevaron al servicio de urgencias de un hospital, donde Nancy permaneció atenazada por el dolor y los temores, sobre todo cuando supo que no había nada que hacer, aunque al mismo tiempo le aseguraron, con bastante acierto, que la lesión se curaría por sí sola con el tiempo. Pero aquel fue el final de su actividad atlética, no solo porque la recuperación se prolongaría durante el resto de la temporada sino también porque estaba entrando en la pubertad y pronto le crecieron los senos y se le ensancharon las caderas y ya no pudo alcanzar la velocidad que tenía cuando su cuerpo era el de una niña. Y entonces, como si el final de su esfuerzo por ganar el campeonato y la alteración de su físico no bastaran para que todo su mundo se transtornara, aquel mismo año trajo el sufrimiento del divorcio de sus padres.
Cuando ella se sentó en la cama de hospital de su padre y lloró en sus brazos, lo hizo por muchas razones, la menor de las cuales no era el hecho de que él la hubiera abandonado cuando tenía trece años. Había ido a la costa para ayudarle, y todo lo que aquella hija serena y juiciosa pudo hacer era revivir las dificultades causadas por el divorcio y confesar la imperecedera fantasía de una reconciliación entre sus padres que había esperado durante más de la mitad de su vida.
– Pero es imposible cambiar la realidad -le dijo él en voz baja, mientras le frotaba la espalda, le acariciaba el pelo y la mecía suavemente en sus brazos-. Tómala tal como viene. Mantente firme y tómala como viene. No hay otra manera.
Esa era la verdad y lo mejor que podía hacer, y exactamente fue eso lo que le había dicho a su hija muchos años atrás, cuando la tenía en brazos en el taxi, al volver a casa desde el servicio de urgencias, mientras ella se deshacía en sollozos debido al inexplicable giro de los acontecimientos.
Todas esas intervenciones y hospitalizaciones le habían convertido en un hombre decididamente más solitario y menos seguro de sí mismo de lo que había sido durante el primer año de su jubilación. Incluso la paz y la tranquilidad que tanto apreciaba parecían haberse transformado en una forma de confinamiento que él mismo generaba, y le acosaba la sensación de que se encaminaba al final. Pero, en vez de regresar a la vulnerable Manhattan, decidió luchar contra la sensación de distanciamiento creada por sus problemas físicos e involucrarse con más vigor en el mundo que le rodeaba. Para ello organizó dos clases de pintura semanales para los habitantes del complejo residencial, una clase por la tarde para principiantes y otra por la noche para quienes ya estaban familiarizados con la pintura.
Había unos diez alumnos en cada clase, y les encantaba reunirse en la luminosa habitación que era su estudio. En general, aprender a pintar era un pretexto para estar allí, y casi todos ellos asistían a clase por la misma razón que tenía él para darla: tener un contacto satisfactorio con otras personas. Todos menos dos eran mayores que él, y aunque se reunían cada semana en un ambiente de alegre camaradería, la conversación giraba invariablemente en torno a la salud y la enfermedad, ya que para entonces sus biografías personales se habían vuelto idénticas a sus historiales médicos y el intercambio de datos clínicos desplazaba prácticamente a todo lo demás. En el estudio, se identificaban unos a otros con más facilidad por sus dolencias que por su pintura. «¿Cómo estás de azúcar?» «¿Qué tal la tensión arterial?» «¿Qué te ha dicho el médico?» «¿Te has enterado de lo de mi vecino? Se le extendió al hígado.» Uno de los hombres iba a clase con su unidad de oxigeno portátil. Otro tenía temblores de Parkinson, pero aun así le ilusionaba aprender a pintar. Todos sin excepción se quejaban, unas veces en broma y otras no, de la creciente pérdida de memoria, y hablaban de lo rápido que pasaban los meses, las estaciones y los años, de cómo la vida ya no transcurría a la misma velocidad. Un par de mujeres estaban en tratamiento por cáncer. Una de ellas tuvo que marcharse en mitad del curso para volver al hospital. Otra mujer tenía problemas de columna y de vez en cuando debía tenderse en el suelo, en un extremo de la sala, y pasar así diez o quince minutos antes de que pudiera levantarse y seguir trabajando ante el caballete. Después de hacerlo unas cuantas veces, él le dijo que podía ir a su dormitorio y acostarse en su cama todo el tiempo que quisiera. El colchón era duro y estaría más cómoda. En cierta ocasión, al ver que no salía del dormitorio después de media hora, llamó a la puerta y, al oírla llorar, abrió y entró.