Выбрать главу

Era una mujer esbelta, alta, de cabello gris, uno o dos años mayor que él, cuyo aspecto y dulzura le recordaban a Phoebe. Se llamaba Millicent Kramer, y era con mucho la mejor de sus alumnas y, al mismo tiempo, la menos desastrada. Solo ella, en lo que él denominaba caritativamente «Pintura avanzada», lograba terminar las clases sin haberse manchado de pintura las zapatillas deportivas. Nunca le oía decir, como a los otros: «No consigo que la pintura haga lo que quiero que haga» o «Puedo pintarlo mentalmente, pero no consigo plasmarlo en la tela», ni tampoco tenía que decirle: «Que no te intimide, déjate llevar». Trataba de ser generoso con todos ellos, incluso con los que no tenían remedio, en general los mismos que nada más llegar le decían: «He pasado un día estupendo. Hoy me siento inspirado». Cuando por fin se cansó de escuchar tales cosas, les repetía algo que recordaba vagamente haber dicho Chuck Close en una entrevista: los aficionados buscan inspiración; los demás nos levantamos y nos ponemos a trabajar. No les hizo empezar por el dibujo porque casi ninguno de ellos era capaz de dibujar, y una figura habría planteado toda clase de problemas de proporción y escala, por lo que, tras un par de sesiones dedicadas a los rudimentos (cómo disponer las pinturas y preparar las paletas y demás) y a familiarizarse con el medio, ponía sobre la mesa una naturaleza muerta (un jarrón, unas flores, una pieza de fruta, una taza de té) y les estimulaba a usarla como punto de referencia. Les decía que fuesen creativos a fin de relajarse y soltar todo el brazo y pintar, a ser posible, sin miedo. Les decía que no debían preocuparse por el parecido con el modelo: «Interpretadlo -les decía-. Esto es un acto creativo». Lamentablemente, decir eso en ocasiones le obligaba a corregir a alguno: «Mira, tal vez no deberías hacer el jarrón seis veces mayor que la taza de té». «Pero me has dicho que debía interpretarlo», era invariablemente la respuesta, a la que él, con toda la amabilidad de que era capaz, replicaba: «No requería tanta interpretación». El suplicio de clase de arte al que menos deseaba enfrentarse era que pintaran lo que pasaba por su imaginación; sin embargo, como les entusiasmaba mucho la «creatividad» y la idea de soltarse, esos seguían siendo los temas habituales entre una y otra sesión. A veces ocurría lo peor y un alumno decía: «No quiero pintar flores y frutas, quiero hacer abstracción como tú». Como sabía que no había manera de discutir con un principiante lo que está haciendo cuando llama a lo que hace abstracción, replicaba al alumno: «Estupendo, haz lo que más te guste», y cuando iba de un lado a otro por el estudio, dando diligentes consejos, observaba que, como era de esperar, tras haber mirado un intento de pintura abstracta, no tenía nada que decir excepto: «Sigue con ello». Procuraba vincular la pintura con el juego en lugar de con el arte citándoles algo que dijo Picasso, algo así como que es preciso recuperar al niño a fin de pintar como un adulto. En general, lo que hacía era repetir lo que había oído decir en su adolescencia, cuando empezó a recibir clases de arte y sus profesores le decían las mismas cosas.

Solo sentía la necesidad de ser más específico cuando se ponía junto a Millicent y veía lo que podía hacer y la rapidez con que mejoraba. Enseguida percibió que tenía una habilidad innata que iba mucho más allá del talento menor que algunos empezaban a demostrar a medida que transcurrían las semanas. Ella nunca se limitaba a resolver cuestiones como la de combinar el rojo y el azul en la paleta, sino que modificaba la mezcla con un poco de negro o una pizca de azul para que los colores armonizaran con gracia, y sus pinturas mostraban coherencia en vez de hacer agua por todas partes, que era a lo que se enfrentaba casi siempre cuando iba de un caballete a otro y, como no se le ocurría nada más, se oía a sí mismo decir: «Te está saliendo bien». Millicent necesitaba que le recordara: «No lo elabores en exceso», pero por lo demás podía estar seguro de que ninguna de sus observaciones caía en saco roto y que ella reflexionaría sobre cualquier cosa que le dijera hasta encontrarle todo el sentido. Su manera de pintar parecía proceder directamente de su instinto, y si su pintura no se parecía a la de ningún otro alumno no se debía solo a su distinción estilística, sino a la manera en que sentía y percibía las cosas. Algunos requerían otro tipo de asistencia: aunque en la clase imperaba en general la buena voluntad, había quien no admitía que necesitara ayuda, e incluso una crítica involuntaria podía hacer que uno de los hombres, ex presidente de una empresa manufacturera, se volviese alarmantemente susceptible. Pero Millicent jamás: habría sido la alumna más gratificante en la clase de pintura para aficionados de cualquier profesor.

En ese momento se sentó a su lado en la cama y le tomó la mano, pensando: Cuando eres joven, el exterior del cuerpo es lo que cuenta, tu apariencia externa. Al envejecer, lo importante es lo que tienes dentro, y a la gente deja de importarle tu aspecto.

– ¿No tienes algún medicamento que puedas tomar? -le preguntó.

– Ya lo he hecho -respondió ella-. No puedo tomar más. De todos modos, solo me ayuda durante unas horas. Me han operado tres veces. Cada operación es más larga y angustiosa que la anterior, y después de cada una el dolor es más fuerte. Siento encontrarme en este estado. Te pido disculpas.

Cerca de su cabeza, sobre la cama, había un aparato ortopédico para la espalda que se había quitado a fin de tenderse. Consistía en un armazón de plástico blanco que se encajaba en la parte inferior de la columna y estaba fijado a una red de tela elástica y cintas de Velero que ceñían sobre el abdomen una pieza de lona revestida de fieltro. Aunque la mujer seguía llevando la bata blanca que usaba para pintar, se había quitado el aparato ortopédico y había tratado de esconderlo bajo la almohada cuando él abrió la puerta y entró, y por ello estaba junto a su cabeza y era imposible no tenerlo continuamente presente mientras hablaban. No era más que un aparato ortopédico para la espalda, que llevaba bajo la ropa y cuya sección posterior de plástico no mediría más de veinte centímetros de alto, pero aun así le hablaba de la perpetua cercanía de la enfermedad y la muerte en su complejo residencial para jubilados con posibles.

– ¿Quieres un vaso de agua? -le preguntó.

Al mirarla a los ojos vio lo mucho que le costaba soportar el dolor.

– Sí -respondió débilmente-, sí, por favor.

Su marido, Gerald Kramer, había sido el propietario, editor y director de un semanario del condado, el principal periódico de la localidad, que no se abstenía de exponer la corrupción en el gobierno municipal a lo largo de la costa. El recordaba a Kramer, un hombre que creció en los barrios bajos de la cercana Neptune, recio, calvo, testarudo, que se pavoneaba de un modo notable al caminar, jugaba al tenis con un estilo agresivo y desgarbado, poseía una avioneta Cessna y dirigía un grupo de debate sobre temas de actualidad que se reunía una vez a la semana, el acontecimiento nocturno más popular en el calendario de Starfish Beach junto con los pases de viejas películas patrocinados por la sociedad fílmica, hasta que fue abatido por un cáncer cerebral y se le vio por las calles en una silla de ruedas que empujaba su esposa. Incluso en su jubilación había tenido el aire de una persona omnipotente que había dedicado toda su vida a una misión importante, pero durante aquellos once meses antes de su fallecimiento pareció lleno de perplejidad, aturdido por su minusvalía, por su impotencia, por pensar que el moribundo debilitado que iba en silla de ruedas -un hombre que ya no era capaz de golpear con fuerza una pelota de tenis, navegar, volar en avioneta y no digamos ya revisar una página del Monmotuh County Bugle era alguien que respondía a su nombre. Una de sus llamativas excentricidades, que llevaba a cabo sin ninguna razón en especial, era ponerse el esmoquin de vez en cuando para ir a cenar con su esposa de cincuenta y tantos años escalopines de ternera en el restaurante del complejo residencial. «Si no me lo pongo para ir ahí, ¿cuándo diablos me lo voy a poner?», era la brusca y simpática respuesta que daba a cuantos le preguntaban; en ocasiones podía atraer a la gente con un inesperado encanto. Sin embargo, después de la operación su esposa tenía que sentarse a su lado, esperar a que abriera la torcida boca y dar con cuidado las cucharadas de alimento al arrogante marido, aquel tosco dandi. Mucha gente conocía a Kramer y le admiraba, y al encontrarle en la calle querían saludarle e interesarse por su salud, pero a menudo, cuando estaba sumido en el desánimo, el virulento desánimo de quien en otro tiempo se encontró agresivamente en medio de todo y ahora está en medio de nada, su esposa tenía que sacudir la cabeza y advertirles que era mejor que lo dejaran. Él mismo ahora no era nada, nada más que una nulidad inmóvil que aguardaba con rabia la bendita desaparición absoluta.