– Puedes seguir aquí acostada si lo deseas -le dijo a Millicent Kramer, después de que esta hubiera tomado un sorbo de agua.
– ¡No puedo estar siempre acostada! -exclamó ella-, ¡Ya no puedo seguir haciendo eso! Era tan ágil, era tan activa… si estabas casada con Gerald, tenías que serla íbamos a todas partes. Me sentía tan libre… Fuimos a China, recorrimos toda África. Ahora ni siquiera puedo tomar el autobús para ir a Nueva York si no estoy atiborrada de calmantes. Y los calmantes no me sientan bien, me vuelven completamente loca. Y para cuando llego allí el dolor vuelve a atacar. Oh, siento todo esto, lo siento muchísimo. Aquí cada uno tiene sus propias experiencias terribles. Mi caso no es nada fuera de lo corriente, y siento preocuparte con estas cosas. Sin duda tienes tus propios problemas.
– ¿Serviría de algo uno de esos parches que producen calor? -le preguntó él.
– ¿Sabes qué es lo que serviría? El sonido de esa voz que ha desaparecido. La voz del hombre excepcional al que amaba. Creo que podría soportar todo esto si él estuviera aquí. Pero sin él no puedo. Nunca lo vi ceder a la debilidad en toda su vida… y entonces llegó el cáncer y lo machacó. Yo no soy Gerald. El reuniría sus fuerzas y lo haría… reuniría todo lo que llevaba dentro y haría lo que fuese preciso hacer. Pero yo no puedo. No puedo seguir soportando el dolor. Es un dolor que lo invalida todo. A veces creo que no puedo seguir viviendo así una hora más. Me digo a mí misma que debo hacerle caso omiso. Me digo que no importa. Me digo: «Haz como si no existiera. Es un espectro. Es un fastidio, nada más que eso. No le concedas poder. No cooperes con él. No muerdas el anzuelo. No reacciones. Atraviésalo a la fuerza, a toda velocidad. O es él quien tiene la sartén por el mango o eres tú… ¡la elección depende de ti!». Me repito esto un millón de veces al día, como si fuese Gerald quien hablara, y entonces, de repente, el dolor es tan terrible que he de tumbarme en el suelo, en medio del supermercado, y todas las palabras carecen de sentido. Oh, lo siento, de veras, detesto las lágrimas.
– Eso nos ocurre a todos, pero lloramos de todos modos -replicó él.
– Esta clase ha significado mucho para mí -dijo Millicent- Me paso la semana esperando que llegue. Me siento como una colegiala -le confesó, y él reparó en que le miraba con una confianza infantil, como si realmente fuese una niña pequeña a la que arropan para dormir, y él, como Gerald, pudiera arreglarlo todo.
– ¿No te has traído la medicina? -inquirió él.
– Ya me he tomado una píldora esta mañana.
– Pues tómate otra.
– He de tener mucho cuidado con esas píldoras.
– Lo comprendo, pero será mejor que ahora te tomes otra. Una más no puede hacerte mucho daño, y te ayudará a pasar lo peor. Podrás volver al caballete.
– Tarda una hora en hacer efecto. La clase habrá terminado.
– Puedes quedarte y seguir pintando después de que los demás se hayan ido. ¿Dónde está la medicina?
– En el bolso. En el estudio. Al lado del caballete. El viejo bolso marrón con la correa desgastada.
Se lo llevó con el resto del agua que quedaba en el vaso; ella se tomó la píldora, un narcótico cuyo efecto duraba tres o cuatro horas, una pastilla grande de forma romboidal que le hizo relajarse, al prever el alivio, en cuanto la engulló. Por primera vez desde que iniciara las clases, él pudo ver de manera inequívoca lo atractiva que debió de haber sido antes de que la degeneración de una columna envejecida rigiera su vida.
– Quédate aquí acostada hasta que empiece a hacer efecto -le dijo-. Luego vuelve a la clase.
– Discúlpame por todo esto -le dijo Millicent cuando él se disponía a salir-. Es que el dolor hace que una se sienta muy sola. -Entonces su fortaleza volvió a abandonarla y empezó a sollozar con las manos en la cara-. Es tan vergonzoso…
– No tiene nada de vergonzoso.
– Sí, sí que lo tiene -insistió ella, llorosa-. No poder cuidar de ti misma, la patética necesidad de que te consuelen…
– Dadas las circunstancias, nada de eso es vergonzoso ni muchísimo menos.
– Te equivocas. No puedes ni imaginarte. La dependencia, la impotencia, el aislamiento, el temor… todo es tan atroz y vergonzoso. El dolor hace que sientas miedo de ti misma. La completa otredad de todo ello es algo espantoso.
El pensó que le avergonzaba aquello en lo que se había convertido, que se sentía humillada hasta tal punto que ni ella misma se reconocía. Pero ¿a quién de ellos no le sucedía lo mismo? A todos les avergonzaba aquello en lo que se habían convertido. ¿No le ocurría a él? Los cambios físicos, la disminución de la virilidad, los errores que habían contraído su cuerpo y los golpes -los que él mismo se había infligido y los que no- que le habían deformado. Lo que confería una horrible grandeza al proceso de reducción que había sufrido Millicent Kramer (y que, en comparación, hacía que la crudeza del suyo propio fuese minúscula) era, por supuesto, el dolor insoportable. Pensó que probablemente ni siquiera miraba ya esas fotografías de los nietos que los abuelos tienen por toda la casa. Ya no había para ella nada más que el dolor.
– Chsss -le dijo él-, chsss, tranquilízate. -Y regresó un momento a la cama para tomarle la mano antes de volver a la clase-. Espera a que el calmante haga efecto y ve cuando estés en condiciones de pintar.
Diez días después se suicidó con una sobredosis de calmantes.
Al final del primer curso de tres meses, casi todos los alumnos quisieron inscribirse en el segundo, pero él les anunció que un cambio de planes le imposibilitaría seguir impartiendo clases hasta el próximo otoño.
Cuando huyó de Nueva York, eligió la costa como su nuevo hogar porque siempre le había encantado bañarse en el mar y luchar contra las olas, y porque estaba felizmente asociado a aquel sector de la costa de Jersey debido a su infancia, y porque, aunque Nancy no estuviera con él, tan solo se encontraba a una hora de distancia, y porque vivir en un entorno relajante y confortable sin duda sería beneficioso para su salud. Aparte de su hija, no había ninguna mujer en su vida. Ella nunca dejaba de llamarle antes de salir por la mañana hacia el trabajo, pero, por lo demás, el teléfono casi nunca sonaba. Ya no buscaba el afecto de los hijos habidos de su primer matrimonio; tanto ellos como su madre sostenían que nunca había hecho lo correcto, y ofrecer resistencia a la constante reiteración de esas acusaciones y a la versión que daban sus hijos de la historia familiar requeriría un grado de combatividad que había desaparecido de su arsenal. La combatividad había sido sustituida por una enorme tristeza. Si, en la soledad de sus largas noches, cedía a la tentación de llamar a uno u otro de ellos, luego siempre se sentía entristecido, entristecido y derrotado.