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No mantuvo durante largo tiempo el rencoroso deseo de que su hermano perdiera la salud; su envidia no podía llegar tan lejos, puesto que el hecho de que su hermano perdiera la salud no suponía que él fuese a recuperar la suya. Nada podía devolverle la salud ni la juventud, ni vigorizar su talento. Sin embargo, cuando le embargaba un estado de ánimo frenético, casi llegaba al extremo de creer que la buena salud de Howie era responsable de su delicada salud, aunque supiera que no era así, aunque no careciera de la comprensión tolerante que tiene una persona civilizada del enigma de la desigualdad y la desgracia. En la época en que el psicoanalista, con una facilidad sospechosa, le diagnosticó como un caso de envidia los síntomas de una apendicitis aguda, aún estaba muy influido por sus padres y le resultaban poco familiares los sentimientos que acompañan a la creencia de que sería más justo que las posesiones de otro te pertenecieran a ti. Pero ahora lo sabía; en su vejez había descubierto el estado emocional que priva al envidioso de su serenidad y, peor aún, de su realismo: odiaba a Howie por aquel don biológico que también debería haberle pertenecido a él.

De repente no podía soportar a su hermano del mismo modo primitivo e instintivo en que sus hijos no le soportaban a él.

Había esperado que a las clases de pintura asistiera una mujer por la que pudiese interesarse, y ese era en parte el motivo de impartirlas. Pero habría sido incapaz de emparejarse con alguna de las viudas de su edad, que no le atraían en absoluto, pese a que las vigorosas y saludables jóvenes a las que veía correr por el paseo marítimo entarimado cuando paseaba por la mañana, aún llenas de curvas, de cabello resplandeciente y, para él, aparentemente más bellas de lo que habían sido jamás sus homologas de otro tiempo, tenían el suficiente sentido común para no intercambiar con él más que una inocente sonrisa de profesionalidad. Seguir con la mirada su rápido avance era un placer, pero un placer difícil, y en el fondo la caricia mental dejaba un poso de tristeza que solo aumentaba su insoportable soledad. Era cierto que había decidido vivir solo, pero no de una manera insoportable. Lo peor de estar insoportablemente solo era que debías soportarlo, pues de lo contrario te hundías. Tenías que esforzarte por impedir que tu mente te saboteara con su ávida revisión del pasado pletórico.

Y la pintura había llegado a aburrirle. Durante muchos años había soñado con la ininterrumpida extensión de tiempo que le proporcionaría su retiro, como lo habían hecho los millares de directores de arte que también se habían ganado la vida trabajando en agencias de publicidad. Pero después de haber pintado casi a diario desde que se trasladó a la costa, había perdido el interés por lo que estaba haciendo. La apremiante exigencia de pintar había desaparecido, la empresa destinada a llenar el resto de su vida se había venido abajo. Ya no tenía más ideas. Cada pintura que hacía acababa pareciéndose a la anterior. Sus abstracciones pintadas con brillantes colores siempre habían ocupado un lugar prominente en la exposición de artistas locales de Starfish Beach, y las tres obras que aceptó una galería de la cercana población turística habían sido vendidas a sus mejores clientes. Pero de eso habían pasado casi dos años. Ahora no tenía nada que mostrar. Todo se había quedado en nada. Como pintor era y probablemente sería siempre «el alegre remendón», ese mote del que había llegado a enterarse que le había puesto el hijo satírico. Era como si pintar hubiera sido un exorcismo. Pero ¿qué malignidad había estado destinado a expulsar? ¿El más antiguo de sus autoengaños? ¿O acaso dedicarse a pintar había sido un intento de librarse del conocimiento de que naces para vivir y, en cambio, te mueres? De repente estaba perdido en nada, en el sonido de las dos sílabas «nada» tanto como en la nada, perdido y a la deriva, y el temor empezaba a embargarle. No hay nada sin riesgo, pensaba, nada, nada, no hay nada que no se malogre, ¡ni siquiera pintar unos estúpidos cuadros!

Cuando Nancy le preguntó por su obra, él le explicó que le habían hecho «una vasectomía estética irreversible».

– Ya encontrarás algo que te excite para seguir pintando -le dijo ella, aceptando el lenguaje hiperbólico con una risa absolutoria.

Había heredado la misma gentileza de su madre, la incapacidad de mantenerse al margen de la necesidad ajena, la ternura de sentimientos manifestada en los detalles de la vida cotidiana que él había infravalorado y rechazado de una manera tan desastrosa, rechazado sin tener idea de todo lo que iba a faltar en su vida a partir de entonces.

– No creo que lo encuentre -le dijo a su hija-. Hay una razón por la que nunca he sido pintor. Me he dado de bruces contra ella.

– La razón de que no fueras pintor es que tenías mujer e hijos -le dijo Nancy-. Tenías bocas que alimentar. Tenías responsabilidades.

– La razón de que no fuese pintor es que no soy pintor. Ni entonces ni ahora…

– Oh, papá…

– No, escúchame. Todo lo que he hecho han sido garabatos para matar el tiempo.

– Lo que ocurre es que ahora estás alterado. No te autoflageles… no se trata de eso. Sé que no es así. Tengo tus cuadros colgados por todo mi piso. Los miro todos los días, y te puedo asegurar que no estoy mirando garabatos. Viene la gente, los miran y me preguntan quién es el artista. Les prestan atención. Me preguntan si el pintor está vivo.

– ¿Y qué les dices?

– Ahora escúchame tú: no reaccionan a unos garabatos sino a una obra. Una obra que es hermosa. Y, naturalmente -añadió, y ahora con aquella risa que dejaba a su padre con una sensación de limpia frescura y, ya septuagenario, embobado de nuevo con su niñita-, les digo que estás vivo. Les digo que mi padre ha pintado esos cuadros, y me siento muy orgullosa de decirlo.

– Muy bien, cariño.

– En casa tengo una pequeña galería.

– Estupendo… eso me hace sentirme bien.

– Ahora estás frustrado. Es así de sencillo. Eres un pintor maravilloso. Sé de qué estoy hablando. Si hay alguna persona en este mundo capacitada para saber si eres o no un pintor maravilloso, esa soy yo.

Después de todo lo que él la había hecho sufrir al traicionar a Phoebe, ella aún quería alabarlo. Había sido así desde los diez años: una chica pura y sensata, sin más mácula que la de una generosidad sin límites, y que se ocultaba inocuamente de la desdicha obviando los defectos de aquellos que le eran queridos y amándolos por encima de todo. Hacía balas de perdón como si fuese heno. El daño se produjo de manera inevitable cuando se ocultó a sí misma más de la cuenta las carencias de aquel joven llorica, de aparatosa brillantez, del que se había enamorado y con quien se casó.