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Al cabo de unos meses voló a París para verla. Ella llevaba seis semanas trabajando en Europa, y aunque hablaban por teléfono a escondidas hasta tres veces al día, eso era insuficiente para satisfacer el anhelo de ambos. Una semana antes del sábado en que él y Phoebe debían ir a New Hampshire para recoger a Nancy en el campamento de verano y llevarla a casa, le dijo a Phoebe que aquel fin de semana tenía que viajar a París para una sesión fotográfica. Partiría el jueves por la noche y estaría de regreso el lunes por la mañana. Ezra Pollock, el ejecutivo de contabilidad, le acompañaría y una vez allí se reunirían con un equipo europeo. Sabía que Ez estaría con su familia hasta después del día del Trabajo, ilocalizable en una diminuta isla sin teléfonos, a varias millas mar adentro desde South Freeport, Maine, tan alejado de todo que se podía ver a las focas socializando en los salientes rocosos de la isla cercana. Le dio a Phoebe el nombre y el número de teléfono del hotel parisino, y se dedicó a considerar unas diez veces al día los riesgos de ser descubierto solo por pasar con Merete un largo fin de semana en la capital mundial de los amantes. Pero Phoebe siguió sin sospechar nada y pareció ilusionada ante la perspectiva de ir sola a buscar a Nancy. Estaba deseosa de tener a la chica en casa después de su ausencia durante todo el verano, de la misma manera que él se moría de ganas de ver a Merete al cabo de un mes y medio de separación, y así emprendió el vuelo la noche del jueves, con la mente concentrada en aquel agujerito y en lo que a ella le gustaba que hiciera con él. Sí, durante toda la travesía del Atlántico en el avión de Air France no hizo más que entregarse a esa ensoñación.

Lo que salió mal fue el tiempo. Fuertes vientos y borrascas barrieron Europa, y no despegó ningún avión ni el domingo ni el lunes. Los dos días fue al aeropuerto con Merete, que le había acompañado para aferrarse a él hasta el último momento, pero cuando estuvo claro que no habría ninguna salida desde el De Gaulle hasta el martes como mínimo, tomaron un taxi hasta la rué des Beaux Arts y el hotel de lujo en la Rive Gauche favorito de Merete, donde pudieron reservar de nuevo su habitación, la que tenía las paredes forradas de cristal ahumado. Durante cada recorrido nocturno en taxi por París, representaban la misma opereta impúdica, siempre como por casualidad y por primera vez: él dejaba caer la mano sobre su rodilla y ella abría las piernas lo justo para que pudiera deslizar la mano bajo el vestido de seda que parecía una combinación -nada más, en serio, que una pieza de lencería de lujo- e introducirle un dedo mientras ella movía la cabeza para mirar ociosamente por la ventanilla los escaparates iluminados, y, arrellanándose en el asiento, él fingía no estar fascinado por la manera en que ella seguía comportándose como si nadie la tocara aunque notaba que estaba empezando a correrse. Merete llevaba al límite todo lo erótico. (Poco antes, en una discreta joyería especializada en antigüedades, él le había adornado la garganta con una espectacular chuchería, un colgante de brillantes y granates ensartados en una cadena de oro. Como el avezado hijo de padre que era, pidió que le permitieran examinarlo con la lupa de joyero. «¿Qué estás buscando?», le preguntó Merete. «Defectos, rajaduras, el color… si no aparece nada bajo una magnificación de diez aumentos, puedes certificar que el brillante es impecable. ¿Lo ves? Las palabras de mi padre salen de mi boca cada vez que hablo de joyas.» «Pero no sobre nada más», dijo ella. «No de nada sobre ti. Esas palabras son mías.» Mientras compraban, mientras caminaban por la calle, mientras subían en un ascensor o tomaban café juntos en un local cercano al piso de ella, jamás podían dejar de seducirse mutuamente. «¿Cómo puedes hacerlo, cómo sabes sujetar eso…?» «La lupa.» «¿Cómo sabes sujetar la lupa en el ojo de esa manera?» «Me enseñó mi padre. Solo tienes que apretar la cuenca a su alrededor. Algo muy parecido a lo que haces tú.» «Bueno, ¿de qué color es?» «Azul. Un blanco azulado. Ese era el mejor en los viejos tiempos. Mi padre diría que sigue siéndolo. Mi padre diría: "Más allá de la belleza, la categoría y el valor, el brillante es imperecedero". Le encantaba saborear la palabra "imperecedero".» «¿Y a quién no?», replicó Merete. «¿Cómo se dice en danés?», le preguntó él. «“Uforgængelig” Es igual de maravillosa.» «¿Por qué no nos lo quedamos?», le dijo él a la vendedora, quien a su vez, hablando en perfecto inglés con un toque de francés, así como con una perfecta astucia, le dijo a la joven compañera del maduro caballero: «Mademoiselle es muy afortunada. Une femme choyée», y la joya costaba tanto como todas las existencias de la tienda de Elizabeth, si no más, en la época, allá por 1942, en que él llevaba los brillantes de compromiso de un cuarto o medio quilate, que valían cien dólares, al taller de un hombre que trabajaba en una banqueta, en un cubículo de la avenida Frelinghuysen, a fin de que los calibrara para los clientes en su padre.) Y ahora retiró el dedo humedecido con el limo de su entraña, se perfumó los labios con él y después lo metió entre los dientes de la joven para que lo acariciara con la lengua, recordándole su primer encuentro y lo que se habían atrevido a hacer cuando aún no se conocían, un publicitario norteamericano de cincuenta años y una modelo danesa de veinticuatro, cruzando una isla caribeña en la oscuridad, extasiados. Recordándole a ella que era de él y a él de ella. Un culto de dos.

En el hotel le esperaba un mensaje de Phoebe: «Ponte en contacto conmigo de inmediato. Tu madre está gravemente enferma».

Cuando telefoneó, supo que su madre de ochenta años había sufrido un ataque de apoplejía a las cinco de la madrugada del lunes, hora de Nueva York, y no esperaban que pudiera superarlo.

Él le explicó a Phoebe el problema causado por las condiciones meteorológicas, y ella le dijo que Howie ya viajaba hacia el este y que su padre velaba junto al lecho de su madre. Anotó el número de teléfono del hospital, y Phoebe le informó de que, en cuanto terminaran de hablar, iría a Jersey para estar con su padre en el hospital hasta que Howie llegara. Si aún no lo había hecho era porque había esperado su llamada.

– Esta mañana no he dado contigo por poco. El recepcionista me ha dicho: «Madame y monsieur acaban de salir hacia el aeropuerto».

– Sí -contestó-. He compartido un taxi con la agente del fotógrafo.

– No, has compartido un taxi con la danesa de veinticuatro años con la que tienes una aventura. Lo siento, pero ya no puedo mirar a otro lado. Lo hice con aquella secretaria, pero ahora la humillación ha llegado demasiado lejos. París -dijo con repugnancia-. La planificación. La premeditación. Los billetes y la agencia de viajes. Dime, ¿a cuál de los dos, con vuestra romántica cursilería, se le ha ocurrido elegir París para ese encuentro secreto? ¿Dónde habéis comido? ¿A qué encantadores restaurantes habéis ido?