Entonces se adelantaron los hijos, los dos al final de la cuarentena y, con el cabello de un negro brillante, los ojos oscuros de elocuente mirada y la plenitud sensual de sus bocas anchas e idénticas, su aspecto era el mismo que tuvieron su padre y su tío a su misma edad. Hombres apuestos que empezaban a entrar en carnes y cuyo vínculo entre ellos parecía ser tan estrecho como irreconciliable había sido su distanciamiento del padre fallecido. El menor, Lonny, fue el primero en acercarse a la fosa, pero, una vez que tuvo un puñado de tierra en la mano, todo su cuerpo empezó a temblar y dio la impresión de que iba a ser presa de violentas arcadas. Le embargaba un sentimiento hacia su padre que no era antagonismo, pero su propio antagonismo le negaba los medios para librarse de él. Cuando abrió la boca, no emitió nada salvo una serie de grotescos jadeos, y parecía como si lo que le había atenazado no fuera nunca a soltarle. Tan atroz era su estado que Randy, el hijo mayor y más resuelto, el hijo regañón, acudió de inmediato en su ayuda. Tomó la tierra de la mano del menor y la arrojó al ataúd en representación de los dos. Y no tuvo ninguna dificultad para hablar. «Duerme tranquilo, papá», dijo Randy, pero era terrible la ausencia en su voz de cualquier rasgo de ternura, pesar, amor o sentimiento de pérdida.