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– No sé de qué me estás hablando, Phoebe. Lo que dices no tiene ningún sentido. Tomaré el primer avión de regreso lo antes posible.

Su madre murió una hora antes de que él llegara al hospital de Elizabeth. Su padre y su hermano estaban sentados al lado del cuerpo que yacía bajo la ropa de cama. Nunca hasta entonces había visto a su madre en una cama de hospital, aunque ella sí le había visto a él más de una vez. Al igual que Howie, había gozado de una salud perfecta durante toda su vida. Era ella quien corría al hospital para consolar a otros.

– No hemos dicho al personal que ha muerto -le dijo Howie-, Hemos esperado. Queríamos que pudieras verla antes de que se la lleven.

Lo que veía era el contorno en altorrelieve de una anciana dormida. Lo que veía era una piedra, el gran peso de una losa pétrea y sepulcral que dice: La muerte es solo muerte… no es más que eso.

Abrazó a su padre, quien le dio unas palmaditas en la mano y le dijo:

– Es mejor así. No habrías querido que viviera tal como la dejó el ataque.

Cuando tomó la mano de su madre y se la llevó a los labios, comprendió que en cuestión de horas había perdido a las dos mujeres cuya abnegación había sido el sostén de su fortaleza.

Puso todo su empeño en mentir a Phoebe, pero no le sirvió de nada. Le dijo que había ido a París para romper la relación con Merete. No podía hacerlo si no se veían cara a cara, y era allí donde ella estaba trabajando.

– Pero en el hotel, mientras estabas rompiendo la relación, ¿no dormiste con ella en la misma cama?

– No dormimos. Estuvo toda la noche llorando.

– ¿Cuatro noches seguidas? Es demasiado llanto para una danesa de veinticuatro años. No creo que ni siquiera Hamlet llorase tanto.

– Fui a decirle que lo nuestro había terminado, Phoebe… y ha terminado.

– ¿Qué es lo que he hecho tan mal para que quieras humillarme así? -le preguntó Phoebe-. ¿Por qué tienes que estropearlo siempre todo? ¿Tan espantosa ha sido nuestra vida en común? Ya no debería asombrarme, pero no puedo evitarlo. Nunca he dudado de ti, pocas veces se me ha ocurrido cuestionar lo que me decías, y ahora no puedo creer una sola de tus palabras. No puedo confiar en que vuelvas a serme fiel. Sí, me heriste con la secretaria, pero mantuve la boca cerrada. Ni siquiera sabías que yo lo sabía, ¿no es así? Y bien… ¿lo sabías?

– No.

– Porque te ocultaba mis pensamientos, pero por desgracia no podía ocultármelos a mí misma. Y ahora me hieres con la danesa y me humillas con la mentira, pero esta vez no voy a ocultar mis pensamientos y mantener la boca cerrada. Aparece una mujer madura e inteligente, una compañera que entiende lo que es la reciprocidad. Te libra de Cecilia, te da una hija fenomenal, cambia toda tu vida, y tú no sabes qué hacer por ella excepto tirarte a la danesa. Cada vez que miraba el reloj imaginaba qué hora sería en París y lo que estarías haciendo. Eso se prolongó durante la semana entera. La base de todo es la confianza, ¿no es cierto? Dime, ¿no es así?

Solo tuvo que pronunciar el nombre de Cecilia para evocar al instante las diatribas vengativas que les soltaba a sus padres su primera esposa, la cual, quince años después, para su horror, resultaba no haber sido tan solo la Cecilia abandonada sino su Casandra: «¡Siento lástima por esa pequeña señorita Muffet de la canción de la araña que ocupa mi lugar… ¡de veras me da pena esa pequeña y repugnante zorra cuáquera!».

– Es posible sobrellevarlo todo -le estaba diciendo Phoebe-, aunque haya habido una violación de la confianza, si esta es reconocida. Entonces la pareja se relaciona de una manera diferente, pero pueden seguir juntos. En cambio, mentir… la mentira es una forma de control rastrera y despreciable sobre la otra persona. Es ver cómo actúa el otro basándose en una información incompleta… en otras palabras, humillándose. Mentir es algo muy corriente y, sin embargo, cuando eres tú quien recibe la mentira resulta algo increíble. Las personas a las que los embusteros traicionáis soportan una creciente lista de denigraciones hasta que, sin poder evitarlo, bajan puntos en vuestra estima, ¿no es cierto? Estoy segura de que los embusteros tan hábiles, persistentes y taimados como tú llegan a un punto en que es la persona a la que mentís y no vosotros quien tiene serias limitaciones. Probablemente ni siquiera crees que estás mintiendo, lo consideras un acto de amabilidad, para no herir los sentimientos de tu pobre pareja sin sexo. Probablemente crees que mentir es una virtud, un acto de generosidad hacia la bobalicona que te quiere. O tal vez sea solo eso: una puñetera mentira, una puñetera mentira tras otra. En fin, ¿para qué seguir?, todos estos episodios son bien conocidos -dijo-. El hombre pierde la pasión en el matrimonio y no puede vivir sin ella. La mujer es pragmática. La mujer es realista. Sí, la pasión ha desaparecido, ella es mayor y distinta a la que era, pero le basta con tener el afecto físico, tan solo estar con él en la cama, los dos abrazados. El afecto físico, la ternura, la camaradería, la intimidad… Pero él no puede aceptarlo, porque es un hombre incapaz de vivir sin la pasión. Pues bien, ahora vas a vivir sin eso, amigo mío, ahora te hartarás de vivir sin eso. ¡Vas a descubrir qué es vivir sin eso! Ah… aléjate de mí, por favor. No puedo soportar el papel a que me has reducido. ¡La patética esposa de mediana edad, amargada por el rechazo, consumida por unos celos que la corroen! ¡Demencial! ¡Repugnante! Te detesto por eso más que por cualquier otra cosa. Márchate, sal de esta casa. ¡No soporto verte con esa expresión de buen chico en tu cara de sátiro! ¡Nunca tendrás mi absolución, jamás! ¡No voy a permitir que sigas jugando conmigo! ¡Vete, por favor! ¡Déjame en paz!

– Phoebe…

– ¡No! ¡No te atrevas a pronunciar mi nombre!

Pero la verdad es que estos episodios son bien conocidos y no es necesario entrar en más detalles. Phoebe le echó de casa la noche siguiente al entierro de su madre, se divorciaron tras haber negociado un acuerdo financiero, y como él no sabía qué otra cosa hacer para encontrarle sentido a lo que había ocurrido o de qué otro modo parecer responsable (y rehabilitarse sobre todo a ojos de Nancy), al cabo de unos pocos meses se casó con Merete. Puesto que había roto con todo debido a aquella persona a la que doblaba la edad, parecía lógico seguir adelante y poner una vez más orden en su vida convirtiéndola en su tercera esposa: como hombre casado, nunca fue lo suficientemente inteligente para cometer adulterio o para enamorarse de una mujer que no estuviera libre.

No tardó mucho en descubrir que Merete era algo más que aquel agujerito, o tal vez algo menos. Descubrió su incapacidad de pensar detenidamente las cosas sin que todas sus incertidumbres se inmiscuyeran y tergiversaran sus reflexiones. Descubrió las verdaderas dimensiones de su vanidad y, aunque solo era veinteañera, su mórbido temor a envejecer. Descubrió sus problemas con el permiso de residencia y trabajo y su prolongado lío con Hacienda;, resultado de varios años sin presentar la declaración de la renta. Y cuando él tuvo que someterse a una intervención de urgencia por el problema de la arteria coronaria, descubrió el terror de la joven a la enfermedad y su inutilidad ante el peligro. En conjunto, se enteraba un poco tardíamente de que toda la audacia de Merete estaba englobada en su erotismo y de que llevar al límite todo lo erótico entre ellos era su única afinidad subyugadora. Había sustituido a la esposa más servicial que podía imaginar por una esposa que se desmoronaba a la menor presión. Pero en el período que siguió a la ruptura, casarse con ella le había parecido la manera más sencilla de disimular el delito.

Era espantoso pasar el tiempo sin pintar. Por la mañana daba un paseo de una hora, al atardecer dedicaba veinte minutos al ejercicio con pesas ligeras y media hora a hacer largos suaves en la piscina -la rutina cotidiana que le había recomendado su cardiólogo-, pero no había más, a eso se reducían los acontecimientos de su jornada. ¿Cuánto tiempo puedes pasar contemplando el océano, aunque sea el océano que amas desde tu infancia? ¿Durante cuánto tiempo podía mirar el subir y bajar de la marea sin recordar, como le sucedería a cualquiera que se sumiera en una ensoñación ante el mar, que la vida le había sido dada, como a todo el mundo, al azar, de una manera fortuita, pero una sola vez y sin ninguna razón conocida o conocible? Por las noches se ponía al volante y se iba a cenar pescado a la parrilla en la terraza trasera de la pescadería encaramada sobre el borde de la ensenada, donde los barcos se deslizaban hacia el mar abierto bajo el viejo puente levadizo, y en ocasiones se detenía primero en el pueblo donde de niño pasaba las vacaciones estivales con su familia. Bajaba del coche en el camino que conducía a la playa, iba hasta el paseo entarimado y se sentaba en uno de los bancos ante el mar, el formidable mar que había cambiado continuamente sin cambiar jamás desde que él era un flaco chiquillo que desafiaba al oleaje. Era el mismo banco donde sus padres y abuelos solían sentarse al anochecer para tomar el fresco y contemplar el desfile de vecinos y amigos por el paseo, y aquella era la misma playa donde su familia había comido y tomado el sol, a la que él, Howie y sus amigos habían ido a nadar, aunque ahora tal vez fuera el doble de ancha debido a un proyecto del ejército que recientemente había ganado terreno al mar. Sin embargo, por ancha que fuese, seguía siendo su playa y estando en el centro de los círculos en los que giraba su mente cuando recordaba lo mejor de la infancia. Pero ¿cuánto tiempo puede pasar un hombre recordando lo mejor de la infancia? ¿Y disfrutando lo mejor de la vejez? ¿O quizá lo mejor de la vejez fuera solo eso, el anhelo de lo mejor de la infancia, del brote tubular que era entonces su cuerpo y que surcaba las olas allá a lo lejos, donde empezaban a formarse, las cabalgaba con los brazos extendidos y las palmas unidas, como una punta de flecha, y el delgado resto de su cuerpo le seguía como el astil, y se dejaba llevar hasta que rompían, hasta que su caja torácica rozaba los pequeños y aguzados guijarros, las conchas melladas o pulverizadas en la orilla, y entonces se levantaba, volvía a dar media vuelta y se adentraba tambaleándose en el agua hasta que le llegaba a las rodillas y era lo bastante profunda para zambullirse y nadar como un loco hacia las olas que se erguían, hacia el verde Atlántico que avanzaba inexorablemente a su encuentro como la realidad obstinada del futuro, y, si tenía suerte, llegaba a tiempo de atrapar la siguiente gran ola y la siguiente y las posteriores, hasta que la luz del sol poniente que brillaba en el agua le indicaba que era hora de marcharse. Corría a casa descalzo y mojado y salado, recordando el poderío del inmenso mar que bullía en sus oídos y lamiéndose el antebrazo para saborear la piel recién bañada por el océano y horneada por el sol. Junto con el éxtasis de todo un día retozando en el mar, el sabor y el olor le embriagaban tanto que poco le faltaba para clavarse los dientes, arrancar un pedazo de sí mismo y saborear su existencia carnal.