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Apoyándose en los talones, cruzaba con la mayor rapidez posible las aceras de hormigón todavía caldeadas por el sol, y, cuando llegaba a la casa de huéspedes, la rodeaba para ir a la ducha al aire libre que había en la parte trasera, con húmedos tabiques de contrachapado, donde la arena mojada se desprendía de su bañador cuando se lo quitaba y lo ponía bajo el agua fría que caía sobre su cabeza. La fuerza uniforme del oleaje, la tortura de las aceras calientes, el impacto del agua helada de la ducha, la satisfacción de tener unos músculos nuevos y prietos, los miembros esbeltos y la piel bronceada, sin más marca que la cicatriz pálida dejada por la operación de hernia oculta allá abajo junto a la ingle… no había nada en aquellos días de agosto, después de que los submarinos alemanes hubieran sido destruidos y no hubiese más marineros ahogados de los que preocuparse, nada que no estuviera prodigiosamente claro. Y tampoco había nada en su perfección física que le diera motivo alguno para no darla por sentada.

Cuando volvía a casa después de cenar trataba de ponerse cómodo y leer. Una estantería que ocupaba toda una pared del estudio contenía libros de arte de gran tamaño; los había ido reuniendo y estudiando durante toda su vida, pero ahora no podía sentarse en su sillón de lectura y pasar las páginas de uno solo de ellos sin sentirse ridículo. La falsa ilusión, como lo consideraba ahora, había perdido su poder sobre él, y por ello los libros solo magnificaban la sensación de que era un aficionado irremisiblemente patético y la vacuidad de la empresa a la que había consagrado su jubilación.

El intento de pasar algo más de tiempo en compañía de los residentes de Starfish Beach también era insoportable. Al contrario que él, muchos no solo eran capaces de sostener conversaciones enteras que giraban en torno a sus nietos, sino de encontrar razón suficiente para vivir a través de las vidas de sus nietos. A veces, cuando se veía obligado a estar con ellos, le parecía experimentar la forma más pura de la soledad. Ni siquiera los residentes del complejo residencial más sensatos y de conversación inteligente eran lo bastante interesantes para reunirse con ellos más que de vez en cuando. La mayoría de los residentes ancianos llevaban décadas casados y lo que quedaba de su felicidad conyugal era para ellos tan importante que raras veces conseguía comer con el marido sin que este llevara a su esposa. Aunque en ocasiones, cuando anochecía o los domingos por la tarde, miraba a aquellas parejas con nostalgia, era en el resto de las horas y días de la semana en lo que debía pensar y la vida que llevaban no estaba hecha para él cuando se hallaba en la cima de su melancolía. Entonces veía claro, en primer lugar, que nunca debería haberse trasladado a semejante comunidad. Se había mudado precisamente cuando lo que más exigía su edad era sentirse arraigado, como lo había estado durante los años en que dirigió el departamento creativo de la agencia. Siempre le había vigorizado la estabilidad, nunca el estancamiento. Y aquello era estancamiento. Ahora carecía por completo de desahogos, bajo el epígrafe de consuelo había aridez, y no había manera de volver a lo que fue. Le embargaba una sensación de otredad… «otredad», una palabra de su lenguaje personal para describir un estado de ser que casi le era extraño hasta que su alumna de pintura Millicent Kramer la utilizó estremecedoramente para lamentarse de su estado. Ya nada despertaba su curiosidad ni respondía a sus necesidades, ni la pintura ni su familia ni sus vecinos, nada excepto las mujeres jóvenes que por la mañana hacían footing y pasaban por su lado en el paseo entarimado. Dios mío, pensaba, ¡el hombre que fui! ¡La vida que me rodeaba! ¡La fuerza que tenía! ¡Sin la menor sensación de «otredad»! Hubo un tiempo en que fui un ser humano completo.

Había una chica en concreto a la que nunca dejaba de saludar agitando la mano cuando ella pasaba corriendo por su lado, y una mañana decidió salir a su encuentro. Ella siempre le devolvía el saludo y le sonreía, y él contemplaba entristecido su figura que se alejaba. En aquella ocasión la abordó.

– Señorita, señorita -la llamó-, quiero hablar con usted.

Y, en vez de sacudir la cabeza y pasar sin detenerse diciéndole «Ahora no puedo», como él había imaginado que haría, ella se dio la vuelta, corrió hacia el lugar donde él aguardaba, junto a la escalera de tablones de madera que daba acceso a la playa y permaneció a solo dos palmos de él con las manos en jarras, húmeda de sudor, una pequeña criatura perfectamente formada. Hasta que estuvo del todo relajada, piafó en las tablas del suelo con una zapatilla deportiva como lo haría una potrilla, mientras miraba a aquel desconocido con gafas de sol que medía metro noventa y tenía una espesa y ondulante cabellera gris. Resultó que casualmente ella había trabajado durante siete años en una agencia publicitaria de Filadelfia, vivía allí, en la costa, y estaba disfrutando de dos semanas de vacaciones. Cuando él le dijo el nombre de la agencia de Nueva York para la que había trabajado casi toda una vida, se mostró impresionadísima; el hombre que le había dado el empleo era toda una leyenda en el sector, y durante los diez minutos siguientes mantuvieron la clase de conversación sobre publicidad que a él nunca le había interesado. Ella debía de estar cercana a la treintena y, sin embargo, con el cabello castaño rojizo largo y ensortijado recogido detrás de la cabeza, los pantaloncitos cortos y el top, tan menuda como era, podría haber pasado por una niña de catorce años. El trató repetidas veces de impedir que su mirada se posara en la protuberancia de sus senos que subían y bajaban al respirar. Aquel era un tormento que debía alejar. La idea era una afrenta al sentido común y una amenaza a su cordura. Su excitación era desproporcionada en relación con cualquier cosa que hubiera sucedido o que pudiera suceder. No solo tenía que ocultar su apetito sino que, a fin de no enloquecer, debía aniquilarlo. Pero siguió adelante con tenacidad, tal como había planeado, creyendo a medias todavía en la posibilidad de que existiera una combinación de palabras que de alguna manera le salvara de la derrota.