– Creen que se debe a la medicación que estaba tomando contra las migrañas -respondió Nancy-. Era el primer fármaco que la había aliviado. Sabía que la medicación tenía cierto riesgo de provocar una apoplejía. Eso lo sabía. Pero cuando vio que era útil, cuando se libró del dolor por primera vez en cincuenta años, decidió que merecía la pena arriesgarse. Vivió tres milagrosos años sin dolor. Para ella era la gloria.
– Hasta ahora -dijo él con tristeza-. Hasta esto. ¿Quieres que vaya?
– Te lo haré saber. Ya veremos cómo van las cosas. Creen que está fuera de peligro.
– ¿Se recuperará? ¿Podrá hablar?
– El médico dice que sí. Cree que se recuperará por completo.
– Estupendo -replicó él, pero se dijo: Ya veremos lo que piensa dentro de un año.
Sin que él se lo preguntase siquiera, Nancy le dijo:
– Cuando salga del hospital, vendrá a vivir conmigo. Matilda estará con ella durante el día y yo la cuidaré el resto del tiempo.
Matilda era la niñera, una mujer natural de Antigua que había empezado a cuidar de los niños cuando Nancy volvió al trabajo.
– Eso está bien -replicó él.
– Se recuperará del todo, pero la rehabilitación llevará mucho tiempo.
Aquel mismo día él tenía que haber ido a Nueva York a fin de iniciar la búsqueda de un piso para todos ellos. Sin embargo, tras consultarlo con Nancy, fue a la ciudad para visitar a Phoebe en el hospital y luego regresó a la costa, donde seguiría viviendo solo. Nancy, los gemelos y él… de entrada había sido una idea ridícula, y también injusta, una renuncia a la promesa que se había hecho a sí mismo cuando se trasladó a la costa, que era la de aislar a su hija demasiado sensible de los temores y la vulnerabilidad de un anciano. De todos modos, ahora que Phoebe estaba tan enferma, el cambio que había imaginado para ellos era imposible, y tomó la decisión de no volver a contemplar semejante plan para Nancy. No podía permitir que ella le viera tal como era.
En su cama de hospital, Phoebe parecía aturdida. Además de las dificultades del habla causadas por la apoplejía, su voz era apenas audible y tenía dificultades para tragar saliva. Tuvo que sentarse muy pegado a la cama para entender lo que decía. Sus cuerpos no habían estado tan próximos desde hacía más de dos décadas, desde que él se fuera a París, y estaba allí con Merete cuando su propia madre sufrió el ataque que la mató.
– La parálisis es aterradora -le dijo ella, mirándose el brazo inerte junto a su costado. Él asintió-. Lo miras, le dices que se mueva…
Él aguardó mientras las lágrimas se deslizaban por las mejillas de Phoebe, que trataba en vano de terminar la frase.
– Y no lo hace -concluyó por ella.
Entonces Phoebe asintió, y él recordó su enardecida erupción verbal cuando le recriminó que la hubiera traicionado. ¡Cómo deseaba que ahora pudiera quemarle con aquella lava! Algo, cualquier cosa, una acusación, una protesta, un poema, una campaña publicitaria para American Airlines, un anuncio de una página para el Reader's Digest… ¡lo que fuera con tal de que ella pudiese recobrar el habla! ¡La Phoebe juguetonamente elocuente, la franca y clara Phoebe… amordazada!
– Es peor que todo lo que puedas imaginar -se esforzó por decirle ella.
Su belleza, ya de por sí frágil, estaba muy deteriorada y, a pesar de ser alta, parecía encogida bajo las sábanas del hospital y ya camino de la descomposición. ¿Cómo era posible que el médico se hubiera atrevido a decirle a Nancy que lo sucedido a su madre no le dejaría secuelas permanentes? Se inclinó para tocarle el cabello, el suave y blanco cabello de Phoebe, esforzándose por contener las lágrimas mientras recordaba de nuevo… las migrañas, el nacimiento de Nancy, el día que conoció a Phoebe Lambert en la agencia, lozana, asustada, con una intrigante inocencia, una chica educada como era debido y, al contrario que Cecilia, sin la rémora de una atroz historia de caos en su infancia, llena de salud y cordura, afortunadamente sin ninguna tendencia a los arrebatos, y aun sin ser en absoluto sencilla: lo mejor y más natural que podían producir la cuáquera Pensilvania y la Universidad Swarthmore. Recordó que le había recitado de memoria, sin ostentación y en un impecable inglés antiguo, el prólogo de los Cuentos de Canterbury, y también las expresiones que parecían de una vetustez sorprendente y que había aprendido de su estricto padre, cosas como «Necesitamos Dios y ayuda para entender esto» y «No resulta demasiado descabellado decir…», que podrían haberle hecho enamorarse de Phoebe incluso sin aquel primer atisbo que tuvo de ella, cuando cruzó con determinación la puerta abierta de su despacho, una joven madura, la única de la oficina que no se pintaba los labios, alta y casi sin pecho, con el cabello rubio recogido detrás de la cabeza para revelar el largo cuello y las delicadas orejas de lóbulos pequeños como los de una niña.
– ¿Por qué te ríes a veces de lo que te digo? -le preguntó ella la segunda vez que la invitó a cenar-. ¿Por qué te ríes a veces cuando te estoy hablando completamente en serio?
– Porque me fascinas, y no eres consciente de todo tu encanto.
Luego la acompañó a casa en taxi.
– Hay tanto que aprender… -comentó ella durante el trayecto.
– Yo te enseñaré -replicó él en voz baja, sin que se le notara en absoluto la intensidad de su deseo.
Ella tuvo que cubrirse la cara con las manos.
– Me estoy ruborizando. No puedo evitarlo.
– Eso le pasa a todo el mundo -replicó él.
Y pensó que ella se ruborizaba porque creía que no se estaba refiriendo al tema de su conversación -todas las obras de arte que ella nunca había visto-, sino al ardor sexual, que era a lo que él se refería. En el taxi no pensaba en enseñarle los Rembrandt del museo Metropolitan, sino en sus largos dedos y en su ancha boca, aunque pronto la llevaría no solo al Metropolitan sino también al Modern, la Frick y el Guggenheim. La recordó quitándose el bañador entre las dunas, donde nadie podía verles. Recordó a los dos aquella misma tarde, cuando regresaban cruzando a nado la bahía. Recordó que todo en aquella mujer inocente y nada afectada le excitaba de un modo tan impredecible. Recordó la nobleza de su sinceridad. A pesar de su modestia, resplandecía. Recordó que le dijo: «No puedo vivir sin ti», y que Phoebe replicó: «Nunca nadie me había dicho eso», y que él admitió: «Tampoco yo se lo había dicho nunca a nadie».
El verano de 1967. Ella tenía veintiséis años.
Entonces, al día siguiente, le llegaron las noticias de sus antiguos colegas, los mismos con los que había trabajado y con los que a menudo había comido cuando estaban todos en la agencia. Uno de ellos era un supervisor creativo llamado Brad Karr, que había sido hospitalizado por depresión con impulsos suicidas; el segundo era Ezra Pollock, que a los setenta años padecía un cáncer en fase terminal; y el tercero, su jefe, era un pez gordo afable y lúcido que se había metido en el bolsillo a los clientes más rentables, se mostraba casi maternal en el trato que daba a sus favoritos, que había sufrido durante años trastornos cardíacos y las secuelas de una apoplejía, y cuya foto en la sección necrológica del Times le sorprendió. El pie de la foto decía: «Clarence Spraco, ayudante del presidente Eisenhower durante la guerra e innovador publicitario, fallece a los 84 años».
Llamó de inmediato a la casa de los Berkshires, donde vivía la pareja desde su jubilación, y habló con la esposa de Clarence.
– Hola, Gwen.
– Hola, querido. ¿Cómo estás?
– Estoy bien. ¿Cómo te encuentras?
– Bastante bien. Han venido mis hijos. Tengo toda la compañía y la ayuda que puedo necesitar. En cierto sentido, estaba preparada, pero por otra parte una nunca lo está. Cuando llegué a casa y lo encontré muerto en el suelo fue un golpe terrible. Llevaba muerto un par de horas. Parece ser que fue hacia la hora de comer. Ese día tuve que salir y almorcé fuera. Tuvo un buen final, ¿sabes? Ocurrió de repente, y no sufrió otro ataque que le habría debilitado y enviado al hospital.