– ¿Ha sido una apoplejía o un ataque cardíaco?
– Un infarto de miocardio.
– ¿Se encontraba mal?
– Bueno, la tensión arterial… había tenido muchos problemas con la tensión. Y entonces, la semana pasada, no se encontró muy bien. Había vuelto a subirle la tensión.
– ¿No podían controlársela con fármacos?
– Lo hicieron. Tomó toda clase de medicamentos. Pero probablemente las arterias estaban muy dañadas. Tenía las arterias viejas y en mal estado, ¿sabes?, y llega un momento en que el organismo se desgasta. Y al llegar a ese punto estaba muy cansado. Me lo dijo hace solo un par de noches: «Me siento muy cansado». Quería vivir, pero nadie podía hacer nada para mantenerlo más tiempo vivo. La vejez es una batalla, querido, si no es con esto, entonces con lo otro. Es una batalla implacable, y precisamente cuando estás más débil y eres menos capaz de invocar tu viejo espíritu de lucha.
– Le han rendido un hermoso homenaje en la necrológica. Han reconocido que fiie un hombre especial. Ojalá hubiera tenido ocasión de decirles algunas cosas sobre su espléndida capacidad de reconocer la valía de quienes trabajaban con él. Hoy, al ver su foto -dijo-, he recordado un día, años atrás, en que un cliente me invitó a comer en el Four Seasons y, cuando bajamos al vestíbulo, nos encontramos con Clarence. Y mi cliente, que se sentía efusivo, le dijo: «¿Cómo estás, Clarence? ¿Conoces a este joven director de arte?». Y Clarence le respondió: «Y tanto. Gracias a Dios le conozco. Gracias a Dios la agencia le conoce». Se portaba así continuamente, y no solo conmigo.
– Te tenía en la más alta consideración, querido -dijo ella-. Decía esas cosas de corazón. Recuerdo cómo te sacó del banquillo cuando aún no llevabas un año trabajando en la agencia. Cuando llegó a casa me habló de ti. Clarence tenía mucho ojo para el talento creativo, así que te sacó del banquillo y te convirtió en director de arte antes de que hubieras cumplido tu condena trabajando en la sección de folletos.
– Se portó muy bien conmigo. Para mí siempre fue el general.
– Solo fue coronel a las órdenes de Eisenhower.
– Para mí era un general. Podría contarte montones de cosas que ahora me vienen a la cabeza.
La sugerencia de Clarence de que se tirase a su secretaria en el apartamento de ella no figuraba entre esas anécdotas.
– Hazlo, por favor -le pidió Gwen-, Cuando hablas de él es como si todavía estuviera aquí.
– Bueno, hubo una época en la que trabajamos durante dos o tres semanas hasta bien pasada la medianoche, a veces hasta las dos o las tres de la madrugada, para obtener la cartera de Mercedes Benz. Era uno de los grandes clientes y nos deslomamos trabajando, pero no lo conseguimos. Sin embargo, cuando todo terminó, Clarence me dijo: «Quiero que tú y tu mujer os vayáis a pasar un largo fin de semana a Londres. Quiero que os alojéis en el Savoy porque es mi hotel favorito, y que lleves a Phoebe a cenar al Connaught. Corre de mi cuenta». En aquel entonces eso era un gran regalo, y me lo hizo a pesar de que habíamos perdido al cliente. Ojalá hubiera podido decírselo a la gente del periódico, junto con tantas otras anécdotas.
– Bueno, la prensa se ha portado muy bien -replicó Gwen-, Incluso aquí. Hoy el Berkshire Eagle publica un artículo sobre él. Es extenso, con una foto estupenda, y muy laudatorio. Destacan mucho lo que hizo en la guerra y el que fuese el coronel más joven del ejército. Creo que a Clarence le habría divertido y satisfecho el reconocimiento que ha tenido.
– Veo que por ahora lo estás llevando bastante bien.
– Sí, claro, de momento va bien… estoy muy ocupada y tengo mucha compañía. Lo duro empezará cuando me quede sola.
– ¿Qué vas a hacer? ¿Te quedarás en Massachusetts?
– Sí, al menos durante un tiempo. Hablé de ello con Clarence. Le dije: «Si soy yo la que se queda, venderé la casa y volveré a Nueva York». Pero los chicos no quieren que lo haga, creen que debería esperar un año.
– Es probable que tengan razón. A veces la gente se arrepiente de las cosas que hace de forma precipitada.
– Yo también lo creo. ¿Y cómo está Nancy?
– Muy bien.
– Cuando la recuerdo de pequeña, no puedo dejar de sonreír. Era una niña llena de vida… Me acuerdo de vosotros dos cantando «Smile» en nuestra casa. Vivíamos en Turtle Bay. Fue una tarde, hace mucho tiempo. Tú le estabas enseñando la canción. «Sonríe aunque te duela el corazón»… ¿cómo sigue?… «sonríe aunque se te esté rompiendo»… Le habías comprado el disco de Nat «King» Cole. ¿Te acuerdas? Yo sí.
– Yo también.
– ¿Y ella? ¿Lo recuerda Nancy?
– Estoy seguro de que sí. Te acompaño en el sentimiento, Gwen, con todo mi corazón.
– Gracias, querido. Me ha llamado mucha gente. El teléfono no ha dejado de sonar durante dos días. Son tantos los que han llorado, tantos los que me han dicho lo que él significó para ellos… Ojalá Clarence pudiera ver todo esto. El sabía lo valioso que era para la compañía, pero ¿sabes?, también necesitaba los mismos reconocimientos que necesita todo el mundo.
– La verdad es que era importantísimo para todos nosotros -le dijo él-. Bueno, seguiremos en contacto.
– De acuerdo, querido. Te agradezco mucho tu llamada,
Se tomó cierto tiempo antes de volver a telefonear, pues no confiaba en la firmeza de su voz. La mujer de Brad Karr le dio el nombre del hospital en cuyo pabellón psiquiátrico estaba internado Brad. Pudo llamar directamente a su habitación, y mientras marcaba el número recordó el anuncio de corte realista que hicieron para los cafés Maxwell House, cuando los dos eran veinteañeros y formaban equipo, el uno como redactor y el otro como director de arte, y la puntuación que recibieron en la encuesta de retención, efectuada al día siguiente del estreno del anuncio, hizo saltar la banca: un 34, la más alta en la historia de Maxwell House. Era el día en que el grupo celebraba la fiesta de Navidad, y Brad, sabedor de que asistiría Clarence pidió a su compañero que confeccionara unos distintivos de cartulina con la inscripción «34». Todo el mundo se los puso, y Clarence se pasó tan solo para felicitarles a Brad y a él e incluso se puso un distintivo antes de marcharse, i
– Hola, Brad. Soy tu viejo amigo que te llama desde la costa de Jersey.
– Hombre, hola.
– ¿Qué te ocurre, muchacho? He llamado a ni casa hace unos minutos. Tenía ganas de hablar contigo después de tanto tiempo, y Mary me ha dicho que estabas en el hospital. Así es como he dado contigo. ¿Cómo te va?
– Bueno, voy saliendo adelante. Ya sabes cómo son estas cosas.
– ¿Cómo te encuentras?
– Bueno, hay sitios mejores donde podría estar.
– ¿Tan malo es?
– Podría ser peor. Quiero decir que al parecer este lugar es bastante bueno. Está bien. No lo recomendaría para pasar unas vacaciones, pero está bien.
– ¿Cuánto tiempo llevas ahí?
– Una semana, más o menos. -Mary Karr acababa de decirle que llevaba un mes hospitalizado, que era la segunda vez en un año y que en el intervalo las cosas habían sido bastante complicadas. Brad hablaba de una manera muy lenta y titubeante, probablemente debido a la medicación, y lastrado por la desesperanza-. Espero que pronto me den el alta.
– ¿Qué haces durante todo el día?
– Recorto muñecos de papel. Cosas así. Voy de un lado a otro por los pasillos. Trato de conservar la cordura.
– ¿Y qué más?
– Hago la terapia, tomo las medicinas. Me siento como un contenedor de todos los fármacos que puedas nombrar.
– ¿Tomas algo más aparte del antidepresivo?
– Sí. Es más que nada un sedante. Pero no son los tranquilizantes, son los antidepresivos. Creo que funcionan.