– ¿De qué le hablaba?
– No de cementerios -respondió el sepulturero, y soltó una risotada-. No eran conversaciones como esta que tenemos usted y yo.
– ¿De qué, entonces?
– Pues de todo, de la vida en general. En fin, yo cavo la primera mitad. Uso dos palas, una cuadrada cuando el trabajo es fácil y puedo sacar más tierra, y luego utilizo una pala redondeada y puntiaguda, una pala corriente. Eso es lo que se emplea para la tarea básica de cavar, una pala normal. Si el trabajo es fácil, sobre todo en primavera, cuando el suelo no está endurecido, cuando está húmedo, uso la pala grande y puedo sacar grandes paladas y cargarlas en el remolque. Cavo de delante atrás, cavo una serie de franjas paralelas, y a medida que avanzo uso el cortabordes para cuadrar el hoyo. Utilizo eso y una horqueta recta… la llaman una horqueta pala. También la utilizo para los bordes, para golpearlos, recortarlos y hacer que el hoyo sea rectangular. Uno tiene que mantenerlo rectangular a medida que avanza. Echo las primeras diez cargas en el remolque y llevo la tierra a una zona más hundida del cementerio y que estamos rellenando, vuelco la tierra del remolque, regreso y lo lleno de nuevo. Diez cargas. En ese momento voy más o menos por la mitad del trabajo. Unos noventa centímetros de profundidad.
– Así pues, ¿cuánto tiempo le lleva desde el principio al final?
– Tardo unas tres horas en hacer mi parte. Incluso pueden ser cuatro. Depende del grado de dificultad del terreno. Mi hijo es un buen cavador, él tarda otras dos horas media. Es un día de trabajo. Suelo venir a las seis de la mañana, y mi hijo se presenta alrededor de las diez. Pero ahora está ocupado, y le he dicho que puede hacerlo cuando le vaya bien. Si hace calor, vendrá por la noche, cuando el ambiente es más fresco. En el caso de los judíos nos avisan con solo un día de antelación, y tenemos que trabajar rápido. En el cementerio cristiano -señaló el gran cementerio que se extendía sin orden ni concierto al otro lado de la carretera- las funerarias nos avisan dos o tres días antes.
– ¿Y desde cuándo se dedica a este trabajo?
– Treinta y cuatro años. Mucho tiempo. Es un buen trabajo, tranquilo. Le da a uno tiempo para pensar. Pero hay mucho que hacer. Está empezando a dañarme la espalda. No tardaré en pasárselo a mi hijo. El me sustituirá y yo me iré a un lugar donde haga calor todo el año. Porque, no lo olvide, solo le he hablado de la tarea de cavar. Tienes que volver y llenar la fosa, y eso te lleva tres horas. Hay que poner otra vez los tepes y todo lo demás. Pero volvamos al momento en que cavamos la tumba. Mi hijo ha terminado. Ha alisado los lados del rectángulo, y el fondo está aplanado. Tiene metro ochenta de profundidad y buen aspecto, podrías saltar al hoyo. Como solía decir el viejo con quien primero cavé, tiene que ser lo bastante llano para que se pueda poner ahí una cama. Me reía de él cuando decía eso. Pero es verdad: tienes este hoyo, de metro ochenta de profundidad, y debe estar bien hecho, por la familia y por el difunto.
– ¿Le importa que me quede aquí mirando?
– En absoluto. En este sitio se cava bien. No hay rocas. Penetras sin dificultades.
Observó al hombre mientras clavaba la pala, sacaba la tierra y la depositaba con facilidad sobre la madera contrachapada. A intervalos de pocos minutos utilizaba las púas de la horqueta para aflojar los lados. Y entonces elegía una de las dos palas y volvía a cavar. De vez en cuando una piedra pequeña golpeaba el tablero, pero lo que salía de la fosa era sobre todo tierra marrón y húmeda que se disgregaba con facilidad al desprenderse de la pala.
De pie a un lado de la tumba, miró hacia la parte de atrás, donde el sepulturero había depositado los tepes cuadrados que colocaría de nuevo en la parcela después del entierro. Los tepes encajaban perfectamente en el tablero contrachapado sobre el que descansaban. Y seguía sin querer marcharse, no deseaba hacerlo mientras le bastara con volver la cabeza para tener un atisbo de la lápida de sus padres. No quería irse nunca de allí.
El sepulturero señaló una lápida.
– Ese hombre luchó en la segunda guerra mundial. Prisionero de guerra en Japón. La mar de simpático. Le conozco de cuando venía de visita con su mujer. Simpático de veras. Siempre muy buena persona. La clase de hombre que, si se te atasca el coche, te ayudaría a sacarlo.
– Así que conoce a algunas de estas personas.
– Pues claro. Ahí hay un chico de diecisiete años. Muerto en un accidente de tráfico. Sus amigos vienen aquí y ponen latas de cerveza en la tumba. O una caña de pescar. Le gustaba la pesca.
Rompió un terrón con la pala, golpeándolo sobre el tablero, y siguió cavando.
– Vaya, ya la tenemos aquí -dijo, mirando a la calle más allá del cementerio.
Al instante dejó la pala a un lado y se quitó los sucios guantes de trabajo amarillos. Por primera vez salió de la fosa, y golpeó cada uno de los maltrechos zapatos contra el otro para desprender la tierra aferrada a ellos.
Una anciana negra se acercaba a la tumba abierta, con una pequeña bolsa refrigeradora a cuadros escoceses en una mano y un termo en la otra. Llevaba zapatillas deportivas, unos pantalones de nailon del mismo color de los guantes del sepulturero y una cazadora azul, con cremallera y el logo de los New York Yankees.
El sepulturero se dirigió a la mujer.
– Este simpático señor me ha visitado esta mañana -le dijo.
Ella hizo un gesto de asentimiento y le alargó la bolsa y el termo, que él dejó al lado del tractor.
– Gracias, cariño. ¿Arnold está durmiendo?
– Está levantado -respondió ella-. Te he hecho dos pasteles de carne mechada y una salchicha ahumada.
– Estupendo. Gracias.
La mujer asintió de nuevo, luego se dio la vuelta y salió del cementerio, subió a su coche y se marchó.
– ¿Es su esposa? -le preguntó al sepulturero.
– Es Thelma. -Sonriente, añadió-: Me da de comer.
– No es su madre.
– Oh, no, no… no, señor -dijo el sepulturero, riéndose-. Thelma no.
– ¿Y no le importa venir hasta aquí?
– Uno ha de hacer lo que ha de hacer. Esa es su filosofía en dos palabras. Para Thelma es lo mismo que cavar una tumba. Esto no es nada especial para ella.
– Bueno, voy a dejarle para que coma tranquilamente. Pero quisiera preguntarle algo… me gustaría saber si cavó usted las tumbas de mis padres. Están enterrados ahí. Déjeme que se lo enseñe.
El sepulturero le siguió un trecho hasta que pudieron ver con claridad el lugar donde se alzaba la lápida de su familia.
– ¿Cavó usted esas tumbas?
– Sí, claro -respondió el sepulturero.
– Pues bien, quiero darle las gracias. Quiero agradecerle todo lo que me ha contado y lo claro que ha sido. No podría haber sido usted más concreto. Es muy instructivo para una persona mayor. Le agradezco la concreción, y le agradezco que haya sido tan minucioso y considerado al cavar las tumbas de mis padres. Me gustaría darle algo.
– Ya cobré mi tarifa en su momento, gracias.
– Sí, pero quisiera darles algo a usted y a su hijo. Mi padre siempre decía: «Es mejor dar mientras tienes la mano todavía caliente».
Le deslizó dos billetes de cincuenta dólares y, mientras la palma grande y áspera del sepulturero se cerraba alrededor del dinero, le miró de cerca, contempló la cara afable y arrugada y la piel picada del negro con bigote que tal vez pronto cavaría una fosa para él con el fondo lo bastante llano para colocar en él una cama.
En los días que siguieron, le bastaba con añorarlos para conjurar su presencia, y no solo la de los padres esqueléticos del anciano sino también la de los padres carnosos del adolescente, camino del hospital en autobús con La isla del tesoro y Kim en la bolsa que su madre tenía sobre las rodillas. Un chiquillo todavía pero que, gracias a la presencia de su madre, no mostraba ningún temor y reprimía sus pensamientos acerca del cuerpo hinchado del marino que había visto cómo los guardias costeros retiraban de la orilla de la playa sucia de petróleo.