Poco después de caer dormido oyó ruidos en la habitación y, al despertar, vio que habían corrido la cortina entre las dos camas y que al otro lado se afanaban médicos y enfermeras. Veía sus siluetas en movimiento y les oía susurrar. Cuando una de las enfermeras salió de detrás de la cortina y se dio cuenta de que estaba despierto, acudió a su lado y le dijo quedamente:
– Anda, duérmete. Has de estar descansado para mañana.
– ¿Qué pasa? -preguntó él.
– Nada -respondió la mujer-. Le estamos cambiando los vendajes. Cierra los ojos y duérmete.
A la mañana siguiente le despertaron temprano para la operación, y allí estaba su madre, ya en el hospital y sonriéndole al pie de la cama.
– Buenos días, cariño. ¿Cómo está mi valiente muchacho?
Miró la otra cama y vio que le habían quitado la ropa. Nadie podría haberle aclarado mejor lo ocurrido que la imagen del colchón desnudo y las almohadas sin funda en medio de la cama vacía.
– Ese chico ha muerto -dijo.
Ya era bastante memorable que estuviera en el hospital a su corta edad, pero incluso más memorable era que se hubiera producido una muerte durante su estancia. El primer muerto de su vida fue aquel cadáver hinchado, el segundo el muchacho de la cama vecina. Por la noche, cuando se despertó y vio las siluetas que se movían detrás de la cortina, no pudo evitar pensar: Los médicos lo están matando.
– Creo que lo han trasladado, cariño. Han tenido que llevarlo a otra planta.
En aquel momento aparecieron dos camilleros para trasladarlo al quirófano. Cuando uno de ellos le dijo que fuese al lavabo, lo primero que hizo tras cerrar la puerta fue comprobar si la hernia había desaparecido. Pero la hinchazón había vuelto. Ahora ya no había escapatoria para la operación.
Su madre tenía permitido acompañarlo junto a la camilla solo hasta el ascensor que lo llevaría a quirófano. Los camilleros empujaron la camilla dentro del ascensor, que descendió hasta abrirse ante un pasillo de estremecedora fealdad que conducía al quirófano donde estaba el doctor Smith, con bata quirúrgica y mascarilla blanca que cambiaba su aspecto por completo; incluso podría no haber sido el doctor Smith, podría haber sido una persona totalmente distinta, alguien que no se había criado como hijo de inmigrantes pobres llamados Smulowitz, alguien de quien su padre no sabía nada, alguien a quien nadie conocía, alguien que acababa de entrar en el quirófano y empuñado un bisturí. En aquel momento de terror en que le aplicaban la mascarilla de éter sobre la cara como para asfixiarlo, él habría jurado que el cirujano, quienquiera que fuese, había susurrado: «Ahora voy a convertirte en una chica».
El malestar comenzó unos días después de su regreso a casa, tras un mes de vacaciones tan dichoso como no había disfrutado desde que la familia veraneara en la costa de Jersey antes de la guerra. Había pasado el mes de agosto en una casa destartalada y amueblada a medias, junto a una carretera interior de Martha's Vineyard, con la mujer de la que era fiel amante desde hacía un par de años. Hasta entonces no se habían atrevido a vivir juntos de manera continua, y el experimento había sido un jubiloso éxito, un espléndido mes dedicado a nadar, hacer excursiones y entregarse despreocupadamente al sexo en cualquier momento del día. Cruzaban a nado una bahía hasta una zona de dunas donde podían tenderse sin que nadie los viera follar bajo el sol, ponerse los bañadores, nadar de regreso a la playa y recoger en las rocas racimos de mejillones que metían en un cubo con agua marina y se llevaban a casa para cenar.
Los únicos momentos inquietantes eran por la noche, cuando caminaban juntos por la playa. El oscuro mar, con el imponente fragor del oleaje y el cielo cuajado de estrellas, extasiaban a Phoebe pero a él le asustaban. La profusión de estrellas le hablaba sin ambigüedad de que estaba condenado a morir, y el ruido del mar a unos pocos metros de distancia, así como la pesadilla de la negrura más profunda bajo el frenesí del agua, le acuciaban a huir de la amenazante nada para refugiarse en su acogedora, iluminada y escasamente amueblada casa. No era esa la manera en que había experimentado la vastedad del mar y el gran ciclo nocturno cuando servía virilmente en la marina poco después de la guerra de Corea… jamás fueron las campanas que doblaban. No podía entender de dónde procedía el temor, y tuvo que hacer un enorme esfuerzo para que Phoebe no se lo notara. ¿Por qué debería desconfiar de su vida cuando era dueño y señor de ella como nunca en años? ¿Por qué se imaginaba al borde de la extinción cuando, si lo pensaba con calma y franqueza, solo podía concluir que tenía por delante muchos más años pletóricos de energía? Aun así, era lo que le sucedía todas las noches durante su paseo junto al mar bajo las estrellas. No era nada aparatoso, ni deforme, ni excesivo en ningún sentido. ¿Por qué entonces, a su edad, debían acosarle pensamientos sobre la muerte? Era un hombre razonable y amable, cordial, moderado y laborioso, algo en lo que probablemente estarían de acuerdo cuantos le conocían, excepto, por supuesto, la esposa y los dos hijos cuya casa había abandonado y que, como es comprensible, no equipararían su faceta razonable y amable con el hecho de que hubiera acabado por renunciar a un matrimonio fracasado y buscara en otra parte la intimidad con una mujer a la que deseaba.
Estaba convencido de que la mayoría de la gente le consideraría chapado a la antigua. De joven, él mismo se había considerado anticuado, tan convencional y poco aventurero que, al finalizar los estudios en la escuela de arte, en vez de vivir solo, dedicarse a pintar y ganarse la vida con empleos temporales, lo cual constituía su ambición secreta, se comportó como un modelo de buen muchacho y, satisfaciendo los deseos de sus padres más que los suyos propios, se casó, tuvo hijos e ingresó en el campo de la publicidad a fin de tener una fuente de ingresos segura. Nunca se consideró nada más que un ser humano normal y corriente, que lo hubiera dado todo por que su matrimonio durase toda la vida. Tal era su expectativa cuando contrajo matrimonio. Pero lo cierto es que la vida conyugal se convirtió en una celda carcelaria, y así, tras muchos y tortuosos pensamientos que le absorbían mientras trabajaba y cuando debería estar durmiendo, de una manera intermitente y angustiosa empezó a abrirse paso para salir del túnel. ¿No es eso lo que haría un ser humano normal y corriente? ¿No es eso lo que el ser humano normal y corriente hace todos los días? Contrariamente a lo que su mujer decía a todo el mundo, no había ansiado una libertad sin cortapisas para hacer lo que le viniera en gana. Nada más lejos de la realidad. Había ansiado algo estable al tiempo que detestaba lo que tenía. No era un hombre que deseara llevar una doble vida. No le disgustaban ni las limitaciones ni los consuelos de la conformidad. Tan solo había querido eliminar de su mente los desagradables pensamientos engendrados por el oprobio de la prolongada guerra conyugal. No afirmaba ser excepcional. Tan solo vulnerable, frágil y confuso. Y convencido de su derecho, como un ser humano normal y corriente, a ser perdonado en última instancia por las privaciones que hubiera podido infligir a sus inocentes hijos a fin de no pasarse media vida desquiciado.