Encuentros aterradores con el final. ¡Tengo treinta y cuatro años! ¡Preocúpate por la nada, se dijo a sí mismo, cuando tengas setenta y cinco! ¡En el remoto futuro ya tendrás tiempo para angustiarte por la catástrofe definitiva!
Pero en cuanto hubo regresado con Phoebe a Manhattan, donde la distancia entre sus respectivos pisos era de unas treinta calles, enfermó de un modo misterioso. Perdió el apetito y la energía, sufría náuseas todo el día y no podía caminar siquiera una manzana sin sentirse débil y aturdido.
El médico no encontraba ninguna causa física. A raíz de su divorcio, él había empezado a visitar a un psicoanalista, y este atribuyó su estado a la envidia que le producía un director de arte que acababa de ser nombrado vicepresidente de la agencia.
– Eso le pone enfermo -le aseguró el analista.
El sostuvo que su colega le llevaba doce años y era un compañero de trabajo generoso a quien solo deseaba éxitos, pero el analista siguió insistiendo en la «envidia profundamente arraigada» como el motivo oculto del malestar, y cuando las circunstancias revelaron que se equivocaba, no pareció inmutarse por su diagnóstico erróneo.
En las semanas siguientes acudió a la consulta médica varias veces más, cuando por lo general solo iba por algún problema sin importancia una vez cada par de años. Pero había perdido peso y los accesos de náusea estaban empeorando. Nunca se había sentido tan mal, ni siquiera después de abandonar a Cecilia y los dos pequeños, de la subsiguiente batalla legal por las condiciones de la separación y de que el abogado de Cecilia le calificara ante el tribunal como «un conocido mujeriego» debido a su relación con Phoebe, que era una nueva redactora publicitaria de la agencia (y a quien la demandante, sentada en el estrado de los testigos, ofendida, muy alterada, como si estuviera acusando al marqués de Sade, se refirió como «la número treinta y siete en su desfile de amiguitas», cuando en verdad se adelantaba demasiado al futuro y Phoebe era todavía la número dos). Por lo menos entonces había una causa reconocible de sus sufrimientos. Pero, en esta ocasión, de la noche a la mañana había pasado de ser un hombre rebosante de salud a uno que la perdía de un modo inexplicable.
Transcurrió un mes. No podía concentrarse en su trabajo, abandonó la natación por las mañanas y por entonces no podía ni ver la comida. Un viernes por la tarde salió temprano del trabajo y tomó un taxi hasta la consulta del médico, sin haber concertado una cita ni siquiera llamar por teléfono. Tan solo telefoneó a Phoebe para decirle lo que estaba haciendo.
– Ingréseme en un hospital -le dijo al médico-. Siento que me estoy muriendo.
El médico hizo los trámites, y cuando llegó al hospital Phoebe estaba ya junto al mostrador de recepción. A las cinco de la tarde lo instalaron en una habitación, y poco antes de las siete un hombre de mediana edad, alto, bronceado y apuesto, vestido de esmoquin, entró en la habitación y se presentó como un cirujano a quien su médico había llamado para que le echara un vistazo. Iba camino de algún acontecimiento social, pero antes quiso detenerse para hacerle un examen rápido. Lo que hizo fue apretarle muy fuerte por encima de la ingle, en el lado derecho. Al contrario que el médico de cabecera, el cirujano siguió apretando, y el dolor era insoportable. Se sintió al borde del vómito.
– ¿No había tenido dolor de estómago hasta ahora? -le preguntó el cirujano.
– No.
– Bueno, es el apéndice. Hay que operar.
– ¿Cuándo?
– Ahora.
La siguiente vez que vio al cirujano fue en el quirófano. Se había cambiado el esmoquin por una bata quirúrgica.
– Me ha librado de un banquete muy aburrido -le dijo.
No se despertó hasta la mañana siguiente. Al pie de la cama, junto con Phoebe, estaban sus padres, todos con expresiones sombrías. Phoebe, a quien no conocían (salvo por las descripciones denigratorias de Cecilia, por las diatribas telefónicas en las que terminaba diciendo: «Siento lástima por esa pequeña señorita Muffet de la canción de la araña que ocupa mi lugar… ¡de veras me da pena esa pequeña y repugnante zorra cuáquera!»), les había telefoneado a Nueva Jersey y ellos se habían puesto en camino de inmediato. Por lo que pudo apreciar un enfermero tenía dificultades para introducirle una especie de tubo en la nariz, o tal vez intentaba extraerlo. Pronunció sus primeras palabras («¡No la cagues!») antes de volver a sumirse en la inconsciencia.
Cuando volvió en sí, sus padres estaban sentados en unas sillas. Aún parecían atormentados, así como abrumados por la fatiga.
Phoebe estaba en una silla al lado de la cama y le tenía cogida la mano. Era una joven pálida y bonita, cuyo dulce aspecto no delataba su ecuanimidad y perseverancia. No manifestaba ningún temor ni permitía que se le trasluciera en la voz.
La joven tenía una considerable experiencia del padecimiento físico debido a los intensos dolores de cabeza de los que había hecho caso omiso cuando era veinteañera, pero que cuando rebasó la treintena y se convirtieron en regulares y frecuentes comprendió que se trataba de migrañas. Era una gran suerte que fuera capaz de dormir cuan«do le asaltaba uno de aquellos dolores, pero en cuanto recobraba la conciencia allí seguía: el increíble dolor en un lado de la cabeza, la presión en la cara y la mandíbula y, en el fondo de la cuenca del ojo, un pie que le aplastaba el globo ocular. Las migrañas comenzaban con espirales de luz, manchas brillantes que giraban ante sus ojos incluso cuando los cerraba, y entonces progresaban y se convertían en desorientación, mareo, dolor, náusea y vómitos.
– Tienes la sensación de que no estás en el mundo -le decía luego-. En mi cuerpo no hay más que la presión en la cabeza.
Todo lo que podía hacer por ella era coger la gran cacerola en la que había vomitado y limpiarla en el baño, y luego regresar de puntillas al dormitorio y dejarla al lado de la cama para que la usara cuando volvieran a acometerle las náuseas. Durante las veinticuatro o cuarenta y ocho horas que duraba la migraña, ella no podía soportar otra presencia en la habitación a oscuras, como tampoco el más leve resquicio de luz que se filtrara por debajo de las persianas bajadas. Y ningún fármaco servía de ayuda. Ninguno era eficaz. Cuando empezaba la migraña, no había manera de detenerla.
– ¿Qué ha pasado? -le preguntó él.
– Se te reventó el apéndice. Lo has tenido así durante un tiempo.
– ¿Estoy muy enfermo? -preguntó con voz débil.
– La peritonitis está muy extendida. Tienes drenajes en la herida. Te la están drenando. Y te están suministrando grandes dosis de antibióticos. Te pondrás bien. Volveremos a nadar por la bahía.
Eso resultaba difícil de creer. En 1943 su padre había estado a punto de morir debido a una apendicitis no diagnosticada y una grave peritonitis. Tenía cuarenta y dos años y dos hijos pequeños, y había permanecido en el hospital, alejado de su negocio, durante treinta y seis días. Cuando volvió a casa estaba tan débil que apenas pudo subir el corto tramo de escaleras hasta el piso y, después de que su mujer le ayudara a desplazarse desde la entrada hasta el dormitorio, se sentó en el borde de la cama, donde, por primera vez en presencia de sus hijos, perdió el dominio de sí mismo y se echó a llorar. Once años atrás, su hermano menor, Sammy, el adorado favorito de los ocho hijos, había muerto de apendicitis aguda cuando estudiaba tercer curso en la facultad de ingeniería. Tenía diecinueve años (había entrado en la universidad a los dieciséis), y la ambición de ser ingeniero aeronáutico. Solo tres de los ocho hijos habían cursado estudios universitarios. Sus amigos eran los chicos más inteligentes del vecindario, todos ellos hijos de inmigrantes judíos que se reunían con regularidad en la casa de alguno de ellos para jugar al ajedrez y hablar acaloradamente de política y filosofía. Él era el líder del grupo, corredor del equipo de atletismo y un genio de las matemáticas con una brillante personalidad. Era el nombre de Sammy el que su padre pronunciaba de nuevo en el dormitorio, asombrado mientras sollozaba por encontrarse de nuevo entre la familia de la que era sostén.