El tío Sammy, su padre, ahora él… el tercero derribado por el reventón del apéndice y la peritonitis. Durante los dos días siguientes, mientras perdía y recobraba la conciencia a intervalos, no estuvo claro si le esperaba el destino de Sammy o el de su padre.
El segundo día su hermano viajó en avión desde California, y cuando él abrió los ojos y le vio al lado de la cama, un hombre corpulento y discreto, impertérrito, confiado, jovial, pensó: No puedo morirme mientras Howie esté aquí. Howie se inclinó para besarle la frente, y en cuanto se sentó en la silla al lado de la cama y cogió la mano del paciente, el presente desapareció y regresó a la infancia, y volvió a ser un niño pequeño, protegido de la preocupación y el temor por el generoso hermano que dormía en la cama al lado de la suya.
Howie se quedó cuatro días. A veces en cuatro días volaba a Manila, Singapur y Kuala Lumpur y regresaba. Había empezado a trabajar en Goldman Sachs como mensajero, y rápidamente pasó de entregar mensajes a mandamás de la sección de operaciones con divisas y empezó a invertir en acciones. Acabó al frente del arbitraje de divisas para multinacionales y grandes empresas extranjeras: productores de vino en Francia, fabricantes de cámaras fotográficas en Alemania Occidental y de automóviles en Japón, para los que convertía francos, marcos y yenes en dólares. Viajaba con frecuencia para reunirse con sus clientes y seguía invirtiendo en compañías que le gustaban, y a los treinta y dos años había conseguido su primer millón de dólares.
Howie dijo a sus padres que se fuesen a casa y descansaran, estuvo junto a Phoebe para prestar apoyo a su hermano durante los peores momentos del postoperatorio y se dispuso a emprender el vuelo de regreso solo después de que el médico le hubiera asegurado que la crisis estaba superada. La última mañana le dijo en voz baja al convaleciente:
– Esta vez tienes una buena chica. No vayas a echarlo a perder. No la dejes escapar.
En su alegría por haber sobrevivido, se preguntó: ¿Acaso hay un hombre cuyo apetito por la vida sea tan contagioso como el de Howie? ¿Puede existir un hermano más afortunado que yo?
Permaneció un mes entero en el hospital. La mayoría de las enfermeras eran jóvenes simpáticas y concienzudas de acento irlandés, que siempre parecían disponer de tiempo para charlar un poco cuando le atendían. Todas las noches, al salir del trabajo, Phoebe iba a verle y cenaba con él en la habitación; él no podía imaginar lo que habría sido verse necesitado e inválido y enfrentarse a la misteriosa naturaleza de la enfermedad sin tenerla a ella. Su hermano no tenía que advertirle que no la dejara escapar, pues él jamás había estado más decidido a perseverar con una mujer.
Al otro lado de la ventana veía mudar el color de las hojas a medida que transcurrían las semanas de octubre, y cuando le visitó el cirujano le dijo:
– ¿Cuándo voy a salir de aquí? Me estoy perdiendo el otoño de mil novecientos sesenta y siete.
El cirujano le escuchó con seriedad, y entonces, con Una sonrisa, respondió:
– ¿Es que todavía no lo entiende? Ha estado a punto de perdérselo todo.
Transcurrieron veintidós años. Veintidós años de excelente salud y la ilimitada confianza en sí mismo que genera sentirse en buena forma… veintidós años escatimados al adversario que es la enfermedad y la calamidad que aguarda entre bambalinas. Como se había dicho para tranquilizarse mientras paseaba con Phoebe bajo las estrellas por Vineyard, se preocuparía por su desaparición cuando tuviera setenta y cinco años.
Llevaba más de un mes conduciendo casi todos los días a Nueva Jersey al salir del trabajo para ver a su padre moribundo, cuando un atardecer de agosto de 1989, en la piscina del City Athletic Club, sintió la angustiosa sensación de que le faltaba el aire. Había regresado de Jersey una media hora antes y había decidido restablecer su equilibrio nadando un poco antes de ir a casa. Normalmente nadaba un kilómetro y medio en el club a primera hora de la mañana. Apenas bebía, nunca había fumado y pesaba exactamente lo mismo que cuando se licenció de la marina en 1957 y empezó a trabajar en el sector publicitario. Sabía por su desagradable experiencia con la apendicitis y la peritonitis que estaba tan expuesto como cualquiera a caer gravemente enfermo, pero, tras haber llevado siempre un estilo de vida saludable, le parecía absurdo acabar como candidato a someterse a cirugía cardíaca. Simplemente no entraba en sus planes.
Sin embargo, no pudo terminar el primer largo sin desviarse a un lado de la piscina y sujetarse allí, falto por completo de respiración. Se sentó en el borde, con las piernas en el agua, tratando de calmarse. Estaba seguro de que la falta de aire era el resultado de haber observado cómo se había deteriorado el estado de su padre en los últimos días. Pero en realidad era el suyo el que se había deteriorado, y a la mañana siguiente, cuando fue al médico, el ECG reveló unos cambios radicales que indicaban una grave oclusión de las principales arterias coronarias. Antes de que acabara el día ocupaba una cama en la unidad de vigilancia coronaria de un hospital de Manhattan, tras haberle practicado un angiograma que determinó la necesidad ineludible de intervención quirúrgica. Tenía tubos de oxígeno en la nariz y varios cables lo conectaban a un monitor de la actividad cardíaca que estaba detrás de la cama. La única incógnita era si la operación tendría lugar de inmediato o a la mañana siguiente. Para entonces eran casi las ocho de la tarde, por lo que se decidió esperar. Sin embargo, en algún momento de la noche se despertó y vio que su cama estaba rodeada de médicos y enfermeras, como lo estuviera la cama del muchacho en su habitación cuando tenía nueve años. Todos esos años él había estado vivo mientras que aquel chico estaba muerto… y ahora él era aquel chico.
Le estaban administrando parte de la medicación por vía intravenosa, y comprendió vagamente que intentaban prevenir una crisis. No podía distinguir qué murmuraban entre ellos, y entonces debió de quedarse dormido, porque cuando volvió a abrir los ojos ya era por la mañana y lo estaban colocando en una camilla para llevarlo a quirófano.
Su esposa de entonces (la tercera y la última) no se parecía en nada a Phoebe, y más que nada era un peligro en caso de emergencia. Desde luego no inspiraba confianza alguna la mañana de la intervención, cuando avanzó al lado de la camilla, llorando y retorciéndose las manos, y finalmente, sin poder dominarse, gritó:
– ¿Y yo qué?
Era joven, y con poca experiencia de la vida, y tal vez había querido decir algo diferente, pero él entendió que se refería a lo que sería de ella si no sobrevivía.
– Cada cosa a su tiempo -le dijo-. Primero déjame morir. Entonces vendré y te ayudaré a sobrellevarlo.
La operación se prolongó durante siete horas. La mayor parte del tiempo estuvo conectado a una bomba corazón-pulmón que bombeaba su sangre y respiraba por él Los cirujanos le hicieron cinco injertos, y salió del quirófano con una larga herida en el centro del pecho y otra que se extendía desde la ingle hasta el tobillo derecho; de esa pierna habían extraído la vena para modelar todos los injertos menos uno.