Cuando volvió en sí en la sala de recuperación tenía un tubo metido por la garganta que le hacía sentirse como si fuera a morir asfixiado. Era horrible tenerlo allí, pero no podía comunicárselo a la enfermera que le estaba diciendo dónde estaba y qué le había ocurrido. Entonces perdió el conocimiento, y cuando volvió a despertarse el tubo seguía allí, asfixiándole, pero ahora una enfermera le explicaba que se lo quitarían en cuanto tuvieran la certeza de que podía respirar por sí solo. Cerniéndose sobre él, a su lado, estaba el rostro de su joven esposa, que le daba la bienvenida en su regreso al mundo de los vivos, donde podría seguir cuidando de ella.
Le había asignado una sola responsabilidad cuando partió hacia el hospitaclass="underline" retirar el coche de la calle donde estaba estacionado y dejarlo en un aparcamiento público a una manzana de distancia. Resultó que ella estaba demasiado nerviosa para realizar esa tarea, y más adelante él se enteró de que había tenido que pedirle a un amigo de él que la hiciera por ella. No se había percatado de que su cardiólogo era un observador de las cuestiones ajenas a la medicina hasta que, mediada su estancia en el hospital, fue a verle y le dijo que no podían darle el alta si su esposa era la encargada de proporcionarle los cuidados que requería una vez en casa.
– No me gusta tener que decir estas cosas, y ante todo no son de mi incumbencia, pero la he observado cuando viene de visita. La señora es básicamente una ausencia en vez de una presencia, y no tengo más remedio que proteger a mi paciente.
Por entonces Howie había regresado. Había volado desde Europa, adonde había ido en viaje de negocios y también para jugar al polo. Ahora sabía esquiar, tirar al plato y jugar al waterpolo, así como al polo a caballo, pues había adquirido virtuosismo en esas actividades en el gran mundo mucho después de haber finalizado los estudios en el instituto de Elizabeth, un centro de clase media baja donde, junto con muchachos irlandeses católicos e italianos cuyos padres trabajaban en los muelles, había jugado a fútbol americano en otoño y saltado con pértiga en primavera, mientras conseguía unas notas lo bastante buenas para que le concedieran una beca en la Universidad de Pensilvania y luego le admitieran en la Wharton School, donde obtuvo un máster en administración de empresas. Aunque su padre agonizaba en un hospital de Nueva Jersey y su hermano se recuperaba de una operación a corazón abierto en un hospital de Nueva York (y aunque se había pasado la semana viajando para estar junto a las camas de uno y otro), el vigor de Howie nunca decaía, como tampoco su capacidad de inspirar confianza. El respaldo que la saludable esposa de treinta años se reveló incapaz de proporcionar al achacoso marido de cincuenta y seis estuvo más que compensado por el jovial apoyo de Howie. Fue este quien le sugirió que contratara a dos enfermeras privadas (la enfermera de día, Maureen Mrazek, y la nocturna, Olive Parrott) para sustituir a la mujer a la que el había llegado a referirse como «la chica de portada tiránicamente ineficaz», y luego, desoyendo las objeciones de su hermano, insistió en cubrir él mismo los costes.
– Has estado peligrosamente enfermo, has pasado por un infierno -le dijo Howie-, y mientras yo esté aquí, nada ni nadie va a impedir que te recuperes. Esto no es más que un regalo para asegurarnos un rápido restablecimiento de tu salud.
Estaban juntos en la puerta de la habitación. Howie hablaba con sus musculosos brazos alrededor de su hermano. Aunque aparentaba estar por encima de efusiones sentimentales, su rostro, casi una réplica del de su hermano, no podía disimular sus emociones cuando le dijo:
– Tengo que aceptar la pérdida de nuestros padres. Jamás podría aceptar perderte a ti.
Entonces se marchó en busca de la limusina que le esperaba abajo para llevarlo al hospital de Jersey.
Olive Parrott, la enfermera de noche, era una negra corpulenta, de porte y modales que le recordaban a Eleanor Roosevelt. Su padre era propietario de una plantación de aguacates en Jamaica, y su madre tenía un libro de los sueños en cuyas páginas anotaba todas las mañanas los sueños de sus hijos. En las noches en que él sentía demasiadas molestias para poder dormir, Olive se sentaba en una silla a los pies de la cama y le contaba inocentes anécdotas de su infancia en la plantación de aguacates. De acento antillano y hermosa voz, sus palabras le serenaban como no lo había hecho ninguna mujer desde que su madre se sentara a su lado y le hablara en el hospital después de la operación de hernia. Con excepción de las preguntas que le hacía a Olive, permanecía callado, contento hasta el delirio por estar vivo. Resultó que le habían intervenido en el último momento: cuando lo ingresaron en el hospital, sus arterias coronarias tenían una oclusión del noventa al noventa y cinco por ciento, y estaba al borde de un masivo y probablemente fatal ataque al corazón.
Maureen era una pelirroja pechugona y sonriente que había tenido una infancia dura en el seno de una familia irlandesa y eslava en el Bronx, y se expresaba con una brusquedad alimentada por el aplomo de una persona ruda y luchadora de la clase obrera. Tan solo verla llegar por la mañana animaba al convaleciente, aunque el agotamiento posterior a la operación era tan intenso que el mero hecho de afeitarse (y ni siquiera afeitarse de pie, sino sentado en una silla) le extenuaba, y tuvo que volver a acostarse y hacer una larga siesta después de dar su primer paseo por el corredor del hospital con ella a su lado. Era Maureen quien llamaba al médico de su padre y le mantenía informado del estado en que se encontraba el moribundo hasta que tuvo fuerzas suficientes para hablar él mismo con el doctor.
Howie había dispuesto, sin darle opción a negarse, que cuando saliera del hospital Maureen y Olive cuidarían de él (y una vez más Howie correría con los gastos), por lo menos durante las dos o tres primeras semanas de convalecencia en casa. No lo consultó con la esposa, y a ella le molestó tanto el arreglo como la implicación de que era incapaz de cuidar de él por sí sola. Le irritaba sobre todo Maureen, quien hacía poco por ocultar el desprecio que sentía por la mujer del paciente.
En casa transcurrieron más de tres semanas antes de que el agotamiento empezara a remitir y él pensara en la posibilidad de volver al trabajo. El mero esfuerzo de comer sentado en una silla le obligaba a acostarse en cuanto terminaba de cenar, y por la mañana tenía que sentarse en un taburete de plástico para asearse en la ducha. Con Maureen empezó a hacer suaves ejercicios calisténicos, y día a día trataba de alargar en diez metros más el paseo que daba con ella por la tarde. Maureen tenía un novio del que le hablaba, un cámara de televisión con el que esperaba casarse cuando él encontrara un empleo estable, y al finalizar la jornada laboral a ella le gustaba tomarse un par de copas con los habituales del vecindario en el bar cercano a su domicilio en Yorkville. Hacía buen tiempo, y cuando paseaban él disfrutaba contemplando la figura de la mujer, que vestía polos ceñidos y faldas cortas y calzaba sandalias veraniegas. Los hombres la miraban continuamente, y ella no se arredraba en devolver la mirada con burlona agresividad si alguien se la comía con los ojos. La presencia de ella a su lado le hacía sentirse más fuerte cada día, y regresaba de los paseos encantado con todo, excepto, naturalmente, con su celosa mujer, que daba portazos y en ocasiones abandonaba el piso poco después de que él y Maureen hubieran entrado.
No era el primer paciente enamorado de su enfermera. Ni tan solo era el primer paciente enamorado de Maureen. Esta había tenido varias aventuras en el transcurso de los años, algunas con hombres bastante peor de lo que él estaba y que, como en su caso, se recuperaron por completo con la ayuda de la vitalidad de Maureen. Tenía el don de hacer sentirse esperanzados a los enfermos, tan esperanzados que en vez de cerrar los ojos para perder de vista el mundo los abrían de par en par para contemplar la vibrante presencia de aquella mujer y se sentían rejuvenecidos.