Maureen le acompañó a Nueva Jersey cuando murió su padre. A él aún no le estaba permitido conducir, por lo que la enfermera se ofreció voluntaria y ayudó a Howie a realizar los trámites en la Funeraria Kreitzer del condado de Union. En sus últimos diez años de vida su padre se había vuelto religioso y, después de jubilarse y enviudar, empezó a acudir a la sinagoga al menos una vez al día. Mucho antes de la enfermedad que desembocó en su muerte, le pidió al rabino que llevara a cabo la ceremonia fúnebre totalmente en hebreo, como si el hebreo fuese la respuesta más firme que se pudiera dar a la muerte. Para el hijo menor de su padre, el lenguaje no significaba nada. Junto con Howie, había dejado de tomarse el judaísmo en serio a los trece años (el domingo después del sábado de su bar mitzvah), y desde entonces no había puesto los pies en una sinagoga. Incluso había dejado en blanco la casilla de religión en el formulario de ingreso en el hospital, no fuera a ser que la palabra «judío» provocase la visita a su habitación de un rabino para hablarle como lo hacen los rabinos. La religión era una mentira que él había reconocido como tal en su adolescencia, y todas las religiones le parecían ofensivas, y consideraba sin sentido e infantiles sus disparates supersticiosos; no soportaba su falta absoluta de madurez: el lenguaje pueril, la rectitud, el rebaño, los ávidos creyentes. No aceptaba las mistificaciones acerca de la muerte y de Dios ni las obsoletas fantasías del paraíso. Solo existían nuestros cuerpos, hechos para vivir y morir de acuerdo con unas condiciones decididas por los cuerpos que habían vivido y muerto antes que nosotros. Si podía decirse de él que había encontrado un nicho filosófico a su conveniencia, era ese: lo había hallado pronto y de una manera intuitiva, y, por elemental que fuese, le bastaba. Si alguna vez escribía su autobiografía, la titularía Vida y muerte de un cuerpo masculino. Pero una vez jubilado intentó convertirse en pintor, no en escritor, y por ello puso ese título a una serie de sus abstracciones.
Sin embargo, nada de lo que había hecho o de aquello en lo que no creía tuvo importancia el día en que enterraron a su padre al lado de su madre en el destartalado cementerio cerca de la autopista de Jersey.
Sobre el portal por donde entró la familia al recinto original del viejo camposanto del siglo diecinueve había un arco con el nombre de la asociación del cementerio inscrito en hebreo y, en cada uno de sus extremos, una estrella de seis puntas tallada. La piedra de las dos columnas del portal estaba muy deteriorada y desportillada, debido tanto al paso del tiempo como al vandalismo, y para entrar había que empujar una combada puerta de hierro, pero estaba desencajada de sus goznes y empotrada varios centímetros en el suelo. Tampoco la piedra del obelisco ante el que pasaron (donde estaban inscritas frases de los textos sagrados hebreos y los nombres de la familia enterrada al pie del plinto) había capeado bien el transcurso de las décadas. Al comienzo de las apretadas hileras de lápidas verticales se alzaba uno de los pequeños mausoleos de ladrillo de la sección antigua, cuya puerta con filigrana de acero y las dos ventanas originales (que en la época en que fueron enterrados sus ocupantes debieron de tener vidrieras de colores) habían sido cegadas con bloques de cemento para proteger el mausoleo de nuevos actos vandálicos, de modo que ahora la pequeña construcción cuadrada parecía más un cobertizo para herramientas abandonado o un váter al aire libre ya fuera de servicio que un lugar de descanso eterno en consonancia con el renombre, la riqueza o la categoría social de quienes lo erigieron para albergar a sus familiares fallecidos. Pasaron lentamente entre las lápidas verticales que tenían inscripciones en hebreo pero que en algunos casos también contenían palabras en yiddish, ruso, alemán e incluso húngaro. En la mayoría de ellas estaba grabada la estrella de David, mientras que en otras la decoración era más elaborada, con un par de manos en actitud de bendición, una jarra o un candelabro de cinco brazos. En el lugar donde estaban las tumbas de niños y bebés (y las había en número considerable, aunque no tantas como las de las mujeres jóvenes fallecidas en la veintena, muy probablemente durante el parto), vieron alguna lápida rematada por la escultura de un cordero o decorada con el grabado de un tronco de árbol con la mitad superior serrada, y cuando avanzaban en fila india por los tortuosos, desiguales y estrechos senderos del cementerio original hacia los espacios más nuevos y parecidos a un parque al norte, donde iba a celebrarse el entierro, era posible (en aquel pequeño cementerio fundado en un campo en el límite entre Elizabeth y Newark por, entre otros, el cívico padre del fallecido propietario de la más querida joyería de Elizabeth) contar cuántos habían perecido por la epidemia de gripe que mató a diez millones de personas en 1918.
Mil novecientos dieciocho: tan solo uno de los años terribles entre la plétora de anni horribiles sembrados de cadáveres que ensombrecerán el recuerdo del siglo veinte por siempre jamás.
Permaneció junto a la tumba rodeado por sus familiares, unas dos docenas de personas, con su hija a la derecha, aferrándole la mano, sus dos hijos detrás de él y su esposa al lado de su hija. El mero hecho de estar allí, absorbiendo el golpe que era la muerte de un padre, se reveló como un sorprendente reto a su fortaleza física, y fue una suerte que Howie estuviera a su izquierda, sosteniéndole firmemente con un brazo alrededor de la cintura, para impedir que ocurriera cualquier percance desafortunado.
La relación con sus padres nunca había sido complicada. No eran más que eso, un padre y una madre. No deseaba que representaran nada más para él. Pero el espacio que ocuparon sus cuerpos estaba ahora vacío. Su materialidad, que siempre le había acompañado, ahora había desaparecido. Mediante unas correas bajaron el ataúd de su padre, una sencilla caja de pino, a la fosa que habían cavado junto a la tumba de su esposa. Allí permanecería el muerto durante más horas incluso de las que se había pasado vendiendo joyas, que no era una cifra nada desdeñable. Inauguró la tienda en 1933, el año en que nació su segundo hijo, y se deshizo de ella en 1974, cuando había vendido anillos de compromiso y alianzas matrimoniales a tres generaciones de familias de Elizabeth. Cómo había logrado reunir dinero en 1933, cómo había conseguido tener clientes en 1933, siempre había sido un misterio para sus hijos. Pero por ellos dejó su trabajo detrás del mostrador de relojes en la tienda Irvington propiedad de Abelson, en la avenida Springfield, donde trabajaba de nueve de la mañana a nueve de la noche los lunes, miércoles, viernes y sábados, y de nueve a cinco los martes y jueves, para abrir su propia tienda en Elizabeth, un local de cuatro metros y medio de ancho, con una inscripción en letras negras en el escaparate que anunció desde el primer día: «Brillantes, joyas, relojes», y debajo, en letras mas pequeñas: «Reparación de toda clase de relojes y joyas».
Con treinta y dos años, finalmente había empezado a trabajar sesenta y setenta horas a la semana para su familia en vez de hacerlo para Moe Abelson. A fin de atraer a la gran población de clase obrera de Elizabeth y evitar que las decenas de millares de cristianos practicantes se sintieran excluidos o asustados por su apellido judío, extendió créditos sin reparos: tan solo debían hacer un pago inicial de un treinta o cuarenta por ciento. Nunca comprobaba si tenían fondos; le bastaba con cubrir costes, y entonces podían pagarle unos pocos dólares a la semana, incluso nada, y realmente no le importaba. Nunca quebró debido al sistema de crédito, y la buena voluntad que generaba su flexibilidad hacía que mereciese la pena. Decoró la tienda con algunas piezas bañadas en plata para que resultase atractiva -servicios de té, bandejas, escalfadores, candelabros que vendía baratísimos-, y por Navidad siempre decoraba el escaparate con una escena nevada y Papá Noel, pero el golpe de genio fue ponerle a la tienda no su nombre sino Joyería de Todos, que era como la conocían a lo largo y ancho del condado de Union la multitud de personas corrientes que fueron sus fieles clientes hasta que vendió sus existencias al mayorista y se jubiló a los setenta y tres años de edad. «Comprar un brillante, por pequeño que sea, es algo muy importante para un trabajador -les decía a sus hijos-. La esposa puede lucirlo por su belleza y por la categoría que le da. Y cuando se lo pone, él no es tan solo un fontanero… es un hombre cuya esposa tiene un brillante. Su mujer posee algo que es imperecedero. Porque, más allá de la belleza, la categoría y el valor, el brillante es imperecedero. ¡Un fragmento de la tierra que es eterno, y una simple mortal lo lleva en la mano!»