– Y esa es la raíz del problema que plantea esta señora. El idioma de Amos Tutuola es el inglés, pero no un inglés es tándar, no el inglés que los nigerianos de la década de mil novecientos cincuenta aprendieron en la escuela y en la universidad. Es el idioma de un empleado semieducado, un hombre que no ha llegado más allá de la escuela primaria, apenas comprensible para alguien de fuera y corregido por los editores ingleses para su publicación. Allí donde la escritura de Tutuola era claramente inculta, se la corregían. Lo que evitaban corregir era lo que les resultaba auténticamente nigeriano, es decir, todo lo que a ellos les sonaba pintoresco, exótico y folclórico.
»Por lo que acabo de decir -continúa Egudu-, pueden imaginarse que desapruebo a Tutuola o al fenómeno Tutuola. Para nada. A Tutuola lo repudiaron los nigerianos supuestamente cultos porque les daba vergüenza. Les daba vergüenza que los encasillaran con él como nativos que no sabían escribir correctamente en inglés. En cuanto a mí, yo soy feliz de ser un nativo, un nativo nigeriano, un nigeriano nativo. En esa batalla estoy del lado de Tutuola. Tutuola es o era un narrador de gran talento. Me alegro de que le guste a usted. En Inglaterra salieron otros libros suyos, aunque ninguno, diría yo, tan bueno como El bebedor de vino de palma. Y sí, es la clase de escritor a que me refería, un escritor oral.
»Me he extendido al responderle porque el caso de Tutuola es muy instructivo. Lo que hace destacar a Tutuola es que no ajustó su idioma a las expectativas (o a lo que él habría pensado, si hubiese sido menos ingenuo, que serían las expectativas) de los extranjeros que lo leerían y lo juzgarían. Como no sabía hacer otra cosa, escribía tal como hablaba. Y por tanto tuvo que ver, con un especial sentimiento de impotencia, cómo Occidente lo encasillaba como un africano exótico.
»Pero, señoras y caballeros, ¿quién no es exótico entre los africanos? La verdad es que para Occidente todos los africanos somos exóticos, y eso cuando no somos simplemente salvajes. Es nuestro destino. Incluso aquí, en este barco que navega rumbo al continente que tendría que ser el más exótico de todos, y el más salvaje, el continente que carece por completo de estándares humanos, noto que soy exótico.
Hay risas entre el público. Egudu les dedica su amplia sonrisa, una sonrisa atractiva, en apariencia del todo espontánea. Pero Elizabeth no puede creer que sea una sonrisa verdadera, no puede creer que le salga del corazón, si es de ahí de donde salen las sonrisas. Si ser exótico es el destino que Egudu ha aceptado para sí mismo, entonces es un destino terrible. Ella no puede creer que él no lo sepa, que no lo sepa y no se rebele contra ello en su interior. La única cara negra en este mar de blancura.
– Pero déjeme volver a su pregunta -continúa Egudu-. Usted ha leído a Tutuola, ahora lea a mi compatriota Ben Okri. Okri es heredero de Tutuola, o, mejor dicho, ambos son herederos de antepasados comunes. Pero Okri afronta de forma mucho más compleja las contradicciones de ser él mismo para los demás (excusen la jerga, no es más que un poco de exhibicionismo nativo). Lea a Okri. La experiencia le resultará instructiva.
Se suponía que «La novela en África», como todas las charlas a bordo del crucero, iba a ser algo ligero. Se supone que nada de lo que hay en el programa de a bordo tiene que ser denso. Por desgracia, Egudu está amenazando con ser denso. Con un gesto discreto de la cabeza, el director de animación, el muchacho sueco alto del uniforme azul claro, le llama la atención desde bastidores. Y de forma natural y elegante, Egudu obedece y pone fin a su espectáculo.
La tripulación del Northen Lights es rusa, igual que los camareros. De hecho, todo el mundo es ruso salvo los oficiales y los equipos de guías y encargados. La música a bordo la proporciona una orquesta de balalaikas: cinco hombres y cinco mujeres. El acompañamiento que ofrecen a la hora de la cena es demasiado sensiblero para el gusto de Elizabeth. Después de la cena, en el salón de baile, la música que tocan se anima un poco.
La líder de la orquesta, que es también la cantante ocasional, es una rubia de treinta y pocos años. Chapurrea el inglés lo bastante como para hacer los anuncios:
– Tocamos pieza que en ruso se llama «Mi palomita. Mi palomita».
Cuando dice «palomita», suena como si dijera «polomicha». Con sus gorjeos y sus descensos en picado, la pieza suena húngara, suena gitana, suena judía, todo menos rusa. Pero ¿quién es ella, Elizabeth Costello, una chica de campo, para juzgarlo?
Ella está tomando una copa con una pareja de su mesa. Le cuentan que son de Manchester. Los dos se han apuntado a su curso sobre la novela y ya tienen ganas de que empiece. El hombre es esbelto, canoso y tiene los huesos largos: a ella le recuerda a un alcatraz. No le cuenta cómo ha hecho fortuna y ella no se lo pregunta. La mujer es menuda y sensual. No se parecen en nada a la idea que ella tiene de alguien de Manchester. Steve y Shirley. Ella supone que no están casados.
Para su alivio, la conversación pronto se aleja de ella y de los libros que ha escrito para ocuparse de las corrientes oceánicas, sobre las cuales Steve parece saber todo lo que se puede saber, y de los seres diminutos, toneladas de ellos por kilómetro cuadrado, cuya vida consiste en ser arrastrados tranquilamente por estas aguas gélidas, en comer y en ser comidos, en multiplicarse y en morir, olvidados por la historia. Steve y Shirley se llaman a sí mismos turistas ecológicos. El año pasado fueron al Amazonas, este al océano Austral.
Egudu está de pie en la entrada, mirando a su alrededor. Elizabeth lo saluda con la mano y él se acerca.
– Ven con nosotros -le dice-. Emmanuel. Shirley. Steve. Elogian a Emmanuel por su charla.
– Muy interesante -dice Steve-. Me ha dado una perspectiva completamente nueva.
– Estaba pensando mientras usted hablaba… -dice Shirley en tono más reflexivo-. No conozco sus libros, lo siento, pero para usted como escritor, como la clase de escritor oral que describía, tal vez el libro impreso no sea el medio adecuado. ¿Ha pensando alguna vez en escribir directamente para grabarlo en audio? ¿Por qué perder tiempo imprimiéndolo? ¿Para qué molestarse incluso en escribir? Recítele la historia directamente a su oyente.
– ¡Qué idea tan inteligente! -dice Emmanuel-. No solucionará todos los problemas del escritor africano, pero vale la pena considerarla.
– ¿Por qué no solucionará sus problemas?
– Porque me temo que los africanos no se conformarán con sentarse en silencio y escuchar un disco que gira en una maquinita. Sería demasiado parecido a la idolatría. Los africanos necesitan la presencia viva, la viva voz.
La viva voz. Los tres guardan silencio mientras reflexionan sobre la viva voz.
– ¿Estás seguro de eso? -dice Elizabeth, interviniendo por primera vez-. A los africanos no les importa escuchar la radio. Una radio es una voz, pero no una viva voz ni una presencia viva. Lo que estás pidiendo, creo, Emmanuel, no es solamente una voz, sino también una puesta en escena. Un actor de carne y hueso que ponga en escena el texto para ti. De ser así, si es eso lo que piden los africanos, entonces estoy de acuerdo, no se puede hacer una grabación. Pero la novela nunca fue pensada como guión de una representación en vivo. Desde el principio la novela ha tenido la virtud de no depender de su puesta en escena. No se puede tener al mismo tiempo una puesta en escena en vivo y una distribución barata y cómoda. Es una cosa u otra. Si realmente es eso lo que quieres que sea la novela, un bloque de papel portátil que sea al mismo tiempo un ser vivo, entonces estoy de acuerdo, la novela no tiene futuro en África.
– No tiene futuro -dice Egudu en tono reflexivo-. Eso suena muy fatalista, Elizabeth. ¿No tienes una solución que ofrecernos?