– ¿Una solución? No soy yo quien tiene que ofreceros una solución. Lo que tengo que plantear es una pregunta. ¿Por qué hay tantos novelistas africanos y todavía no hay ninguna novela africana que valga la pena mencionar? Esa parece ser la verdadera pregunta. Y tú mismo has dado una pista para responderla en tu charla. El exotismo. El exotismo y sus seducciones.
– ¿El exotismo y sus seducciones? Nos intrigas, Elizabeth. Explícanos qué quieres decir.
Si solamente estuvieran Emmanuel y ella, ella se marcharía llegado este punto. Está cansada del tonillo de burla del africano, exasperada. Pero delante de desconocidos, delante de clientes, tanto ella como él tienen que mantener las apariencias.
– La novela inglesa -dice Elizabeth- la escribe básicamente gente inglesa para otra gente inglesa. Por eso es la novela inglesa. La novela rusa la escriben rusos para otros rusos. Pero la novela africana no la escriben unos africanos para otros africanos. Puede que los novelistas africanos escriban sobre África y sobre experiencias africanas, pero a mí me parece que todo el tiempo que escriben están mirando por encima del hombro hacia los extranjeros que los van a leer. Les guste o no, han aceptado el rol de intérpretes e interpretan África para sus lectores. Pero ¿cómo se puede explorar un mundo con plena profundidad si al mismo tiempo se lo tienes que explicar a unos forasteros? Es como si un científico intentara prestar una atención plena y creativa a sus investigaciones y al mismo tiempo tuviera que explicar lo que está haciendo a una clase de alumnos ignorantes. Es demasiado para una sola persona, no se puede hacer, al menos no en profundidad. Ahí me parece que está la raíz de vuestro problema. Tener que representar vuestra africanidad al mismo tiempo que escribís.
– ¡Muy bien, Elizabeth! -dice Egudu-. Lo has entendido del todo. Lo has explicado muy bien. El explorador como explicador. -Extiende un brazo y le da unos golpecitos en el hombro.
«Si estuviéramos los dos solos -piensa ella-, le daría una bofetada.»
– Si realmente lo entiendo -ahora Elizabeth no hace caso de Egudu y se dirige a la pareja de Manchester-, es solamente porque en Australia hemos tenido problemas parecidos y los hemos dejado atrás. Por fin renunciamos al hábito de escribir para extranjeros cuando un público australiano adecuado alcanzó la madurez, algo que pasó en los años sesenta. Una comunidad de lectores, no de escritores… que ya existía. Abandonamos la costumbre de escribir para extranjeros cuando nuestro mercado, nuestro mercado australiano, decidió que se podía permitir mantener una literatura local. Esa es la lección que podemos ofrecer. Eso es lo que África puede aprender de nosotros.
Emmanuel permanece callado, aunque no ha perdido su sonrisa irónica.
– Es interesante oírles hablar a los dos -dice Steve-. Tratan ustedes la escritura como un negocio. Identifican un mercado y luego se ponen a cubrir su demanda. Me esperaba algo distinto.
– ¿De verdad? ¿Qué esperaba?
– Ya saben: dónde encuentran su inspiración los escritores, cómo se imaginan personajes y esas cosas. Lo siento, no me hagan caso. Soy un simple aficionado.
«Inspiración.» Recibir el espíritu dentro de uno. Ahora que Steve ha sacado la palabra a colación, Elizabeth siente vergüenza. Hay un silencio incómodo.
– Elizabeth y yo nos conocemos de hace mucho tiempo. En nuestra época tuvimos muchos desacuerdos. Eso no altera las cosas entre nosotros, ¿verdad, Elizabeth? Somos colegas, colegas escritores. Parte de la gran hermandad mundial de escritores.
«Hermandad.» Emmanuel la está desafiando, está intentando fastidiarla delante de estos desconocidos. Pero de pronto ella se siente demasiado harta de todo para aceptar el desafío. No somos colegas escritores, piensa ella. Somos colegas de la farándula. ¿Por qué si no estamos a bordo de este barco de lujo, poniéndonos a disposición, como dice ingenuamente la invitación, de una gente que nos aburre y a quien estamos empezando a aburrir?
Emmanuel la está acosando porque está inquieto. Ella lo conoce lo bastante bien como para darse cuenta. Ya está cansado de la novela africana, está cansado de ella y de sus amigos, quiere algo nuevo o a alguien nuevo.
La cantante ha llegado al final de su repertorio. Hay un aplauso comedido. La mujer hace una reverencia, hace otra y coge una balalaika. La banda emprende un baile cosaco.
Lo que la irrita de Emmanuel, lo que ha tenido el sentido común de no sacar a colación delante de Steve y Shirley porque no sería decoroso, es el hecho de que él convierte cada desacuerdo en una cuestión personal. Y en cuanto a su querida novela oral, sobre la cual ha desarrollado una carrera subsidiaria como conferenciante, a ella le parece una idea esencialmente confusa. «Una novela sobre gente que vive en una cultura oral -le gustaría decir a ella- no es una novela oral. Del mismo modo que una novela sobre mujeres no es una novela femenina.»
En opinión de Elizabeth, todo lo que dice Emmanuel sobre la novela oral, una novela que se ha mantenido en contacto con la voz humana y por tanto con el cuerpo humano, una novela que no es incorpórea como la novela occidental sino que es portavoz del cuerpo y de la verdad del cuerpo, no es más que otra forma de sustentar la mística de los africanos como últimos transmisores de las energías humanas primordiales. Emmanuel culpa a sus editores occidentales y a sus lectores occidentales de convertir África en algo exótico. Pero a Emmanuel le interesa convertirse en algo exótico. Resulta que ella sabe que hace muchos años que Emmanuel no ha escrito un libro relevante. Cuando ella lo conoció todavía podía llamarse a sí mismo escritor de forma honorable. Ahora se gana la vida hablando. Sus libros existen como credenciales y nada más. Puede que sea un colega de la farándula, pero ya no es un colega escritor. Está en el circuito de las conferencias por dinero, así como por otras recompensas. Por ejemplo, el sexo. Es oscuro, es exótico, está en contacto con las energías de la vida. Aunque ya no sea joven, se conserva bien, lleva sus años con distinción. ¿Qué chica sueca se le podría resistir?
Elizabeth se termina su copa.
– Me retiro -dice-. Buenas noches, Steve, Shirley. Os veré mañana. Buenas noches, Emmanuel.
Se despierta en medio de una quietud total. Su reloj dice que son las cuatro y media. Los motores del barco se han parado. Mira por el ojo de buey. Fuera hay niebla, pero a través de la niebla se divisa tierra a menos de un kilómetro. Debe de ser la isla Macquarie: ella pensaba que todavía tardarían horas en llegar.
Se viste y sale al pasillo. Al mismo tiempo se abre la puerta del camarote A-230 y sale la rusa, la cantante. Lleva el mismo vestido que anoche, la misma blusa de color oporto y los mismos pantalones negros y anchos. Tiene las botas en la mano. Bajo la luz poco favorecedora del techo parece más cerca de los cuarenta que de los treinta. Cuando se cruzan, evitan mirarse.
Elizabeth sabe que el camarote A-230 es el de Egudu.
Sube hasta la cubierta superior. Ya hay un puñado de pasajeros, abrigados para combatir el frío, apoyados en las barandillas y mirando hacia abajo.
El mar en el que flotan está plagado de lo que parecen ser peces, unos peces negros y grandes de lomo brillante que saltan y se sumergen en el oleaje. Elizabeth nunca ha visto nada parecido.
– Pingüinos -dice el hombre que tiene al lado-. Pingüinos rey. Han venido a saludarnos. No saben qué somos.
– Oh -dice ella. Y luego-: Qué inocentes. ¿Tan inocentes son?
El hombre la mira con cara rara y se vuelve hacia su compañera.
El océano Austral. Poe nunca lo vio con sus propios ojos, Edgar Allan, pero lo surcó con la imaginación. Botes llenos de isleños oscuros salieron remando a recibirlo. Parecían gente normal, como nosotros, pero cuando sonrieron y mostraron los dientes resultó que no eran blancos sino negros. Eso hizo que Poe se estremeciera, y con razón. Mares llenos de cosas que parecen como nosotros pero no lo son. Flores marinas que se abren para devorar. Anguilas, cada una de ellas con unas fauces espinosas y las tripas colgando. Los dientes son para rasgar y la lengua es para remover la marejada: esa es la verdad sobre lo oral. Alguien tendría que decírselo a Emmanuel. Solamente gracias a una ingeniosa economía, un accidente de la evolución, el órgano de la ingestión puede usarse a veces para cantar.