Permanecerán hasta el mediodía atracados ante la isla Macquarie para que los pasajeros que lo deseen puedan visitarla. Elizabeth ha apuntado su nombre en el grupo de visita.
El primer bote sale después del desayuno. La aproximación para el amarre es difícil y se lleva a cabo a través de densos bancos de algas y formaciones rocosas. Al final, uno de los marineros tiene que medio ayudarla a bajarse y medio llevarla en brazos, como si fuera una mujer viejísima. El marinero es rubio y tiene los ojos azules. Ella siente su energía joven a través del impermeable de él. En sus brazos está tan segura como un bebé.
– ¡Gracias! -le dice, agradecida, cuando él la deja. Pero para él no es nada, es un servicio que le pagan en dólares, no más personal que el servicio de una enfermera de hospital.
Elizabeth ha leído sobre la isla Macquarie. En el siglo diecinueve era el centro de la industria de los pingüinos. Aquí se mataba a golpes a cientos de miles de pingüinos y se los arrojaba al interior de unas calderas de hierro fundido para deshacerlos en forma de aceite útil y residuos inútiles. O ni siquiera se los mataba a golpes, simplemente se les azotaba con palos para que subieran una pasarela y saltaran al caldero hirviente.
Y sin embargo, parece que sus descendientes del siglo veinte no han aprendido nada. Siguen nadando inocentemente para dar la bienvenida a sus visitantes. Siguen gritándoles sus saludos mientras los visitantes se acercan a las colonias de cría («¡Ho, ho!», gritan, como si fueran gnomos de voz bronca) y permitiéndoles que se les acerquen lo bastante como para tocarlos y acariciar sus pechos resbaladizos.
A las once los botes los llevarán de nuevo al barco. Hasta entonces son libres para explorar la isla. Hay una colonia de albatros en la colina y la tripulación les da consejos; pueden fotografiar a las aves sin problema, pero no deben acercarse demasiado para no alarmarlas. Es época de cría.
Ella se aleja del resto del grupo. Al cabo de un rato se encuentra sobre una meseta que domina la línea de costa y caminando por una pradera enorme de hierba aplastada.
De pronto, sin previo aviso, se encuentra con algo delante de ella. Al principio le parece que es una roca, lisa, blanca y llena de motas grises. Luego ve que es un ave, la más grande que ha visto nunca. Reconoce el pico largo y curvado hacia abajo y el esternón enorme. Un albatros.
El albatros la mira fijamente y, le parece a ella, con expresión divertida. Debajo del ave asoma una versión más pequeña del mismo pico. El polluelo es más hostil. Abre el pico y suelta un grito largo y sordo de advertencia.
Y así se quedan ella y los dos pájaros, examinándose mutuamente.
«Antes de la caída -piensa ella-. Así debía de ser todo antes de la caída. Podría dejar marchar el bote y quedarme aquí. Pedirle a Dios que se encargara de cuidarme.»
Hay alguien detrás de ella. Se da media vuelta. Es la cantante rusa, ahora vestida con un anorak verde oscuro con la capucha bajada y un pañuelo en la cabeza.
– Un albatros -le comenta a la mujer, en voz baja-. Así los llamamos en inglés. No sé cómo se llaman a sí mismos.
La mujer asiente. El enorme pájaro la mira con calma, no más asustado de dos que de una.
– ¿Está Emmanuel contigo? -pregunta Elizabeth.
– No. En barco.
La mujer no parece tener ganas de hablar, pero ella insiste.
– Sé que eres amiga suya. Yo también lo fui, en el pasado. ¿Puedo preguntarte qué ves en él?
Es una pregunta extraña, tan íntima que resulta presuntuosa e incluso maleducada. Pero a Elizabeth le parece que en esta isla, en una visita que nunca se repetirá, todo está permitido.
– ¿Qué veo? -dice la mujer.
– Sí. ¿Qué ves? ¿Qué te gusta de él? ¿Cuál es la fuente de su encanto?
La mujer se encoge de hombros. Ahora Elizabeth ve que tiene el pelo teñido. Cuarenta como mínimo, probablemente con una familia que mantener, uno de esos hogares rusos con una madre paralítica, un marido que bebe demasiado y le pega, un hijo holgazán y una hija con la cabeza afeitada y que se pinta los labios de color morado. Una mujer que sabe cantar un poco pero que un día de estos, más temprano que tarde, estará para el arrastre. Tocando la balalaika para extranjeros, cantando canciones kitsch rusas, recogiendo propinas.
– Es hombre libre. ¿Habla ruso? ¿No?
Ella niega con la cabeza.
– Deutsch?
– Un poco.
– Er istfreigebig. Ein guter Mann.
Freigebig, generoso, pronunciado con lusges fuertes del ruso. ¿Es Emmanuel generoso? Ella no tiene ni idea. Pero no es la primera palabra que se le ocurriría para calificarlo. Amplio, tal vez. Ampuloso.
– Aber kaum zu vertrauen -le comenta a la mujer.
Hace años que no usa ese idioma. ¿Es el idioma que los dos hablaron en la cama anoche? El alemán, la lengua imperial de la nueva Europa. Kaum zu vertrauen, no es de confianza.
La mujer se vuelve a encoger de hombros.
– Die Zeit ist immer kurz. Man kann nicht alies haben. -Hay una pausa. La mujer habla de nuevo-: Auch die Stimme. Sie macht dafi man… -busca la palabra- man schaudert.
Schaudern. Temblar. Su voz la hace a una temblar. Es probable, cuando una tiene su pecho tocando el de él. Entre ella y la rusa flota lo que tal vez sea el principio de una sonrisa. En cuanto al ave, las dos llevan allí mucho rato y el ave está perdiendo interés. Solamente el polluelo que asoma por debajo de su madre sigue prestando atención a las intrusas.
¿Acaso está celosa? ¿Cómo puede estarlo? Con todo, es difícil aceptar el hecho de estar excluida del juego. Es como volver a ser una niña, con el horario de irse a la cama de los niños.
La voz. Sus pensamientos vuelven a Kuala Lumpur, donde ella era joven, o casi joven, y pasó tres noches seguidas con Emmanuel Egudu, que también era joven. «El poeta oral -le dijo ella en tono burlón-. Enséñame qué puede hacer un poeta oral.» Y él la hizo tumbarse. Se puso encima y le acercó los labios a los oídos. Los abrió, respiró dentro de ella y se lo enseñó.
3. LAS VIDAS DE LOS ANIMALES
Él está esperando en la puerta de embarque cuando llega el vuelo de su madre. Lleva dos años sin verla. A su pesar, le impresiona lo envejecida que está. Su pelo, que antes tenía mechones canos, ahora está del todo blanco. Camina encorvada. La carne se le ha vuelto flácida.
Nunca han sido una familia muy efusiva. Un abrazo, unas palabras en voz baja y ahí se acaban los saludos. Siguen en silencio la corriente de pasajeros hasta el área de recogida de equipajes, recogen la maleta de su madre y se meten en el coche para el trayecto de noventa minutos.
– Es un vuelo largo -comenta él-. Debes de estar cansada.
– Ya me iría a dormir -dice ella. Y, en efecto, durante el trayecto se queda dormida un rato con la cabeza apoyada en la ventanilla.
A las seis en punto, mientras oscurece, aparcan delante de la casa de John en el suburbio de Waltham. Aparecen en el porche su mujer, Norma, y sus hijos. En un despliegue de afecto que no debe de resultarle fácil, Norma tiende los brazos y dice: «¡Elizabeth!». Las dos mujeres se abrazan. Luego los niños, a su modo educado pero contenido, siguen su ejemplo.
La novelista Elizabeth Costello se va a quedar con ellos durante los tres días que dure su visita al Appleton College. Él no espera esos días precisamente con ganas. Su mujer y su madre no se llevan bien. Sería mejor que su madre se quedara en un hotel, pero él no se atreve a sugerirlo.