Las hostilidades se reanudan casi de inmediato. Norma ha preparado una cena ligera. Su madre se da cuenta de que solamente ha puesto tres platos.
– ¿No comen los niños con nosotros? -pregunta.
– No -dice Norma-. Comen en la habitación de jugar.
– ¿Por qué?
La pregunta no es necesaria, porque Elizabeth ya conoce la respuesta. Los niños comen por separado porque a Elizabeth no le gusta ver carne en la mesa y Norma se niega a cambiar la dieta de los niños para ajustarla a lo que ella llama «la delicada sensibilidad de tu madre».
– ¿Por qué? -pregunta Elizabeth Costello por segunda vez.
Norma la mira con expresión irritada. Suspira.
– Madre -dice él-. Los niños van a cenar pollo, esa es la única razón.
– Oh -dice ella-. Ya veo.
A su madre la han invitado al Appleton College, donde John es profesor auxiliar de física y astronomía, para que pronuncie la conferencia Gates anual y se reúna con los estudiantes de literatura. Debido a que Costello es el apellido de soltera de su madre, y debido a que él nunca ha visto ninguna necesidad de hacer pública su relación con ella, en el momento de invitarla no se sabía que la escritora australiana Elizabeth Costello tenía un vínculo familiar con la comunidad de Appleton. Y él habría preferido que las cosas siguieran así.
En virtud de su reputación como novelista, a esta mujer carnosa y de pelo cano la han invitado al Appleton College para que hable sobre el tema que ella elija. Y ella ha elegido hablar no de sí misma y su ficción, tal como sin duda les gustaría a sus patrocinadores, sino de uno de sus caballos de batalla: los animales.
John Bernard no ha hecho pública su relación con Elizabeth Costello porque prefiere salir adelante en el mundo por sí mismo. No se avergüenza de su madre. Al contrario, está orgulloso de ella, a pesar del hecho de que él, su hermana y su difunto padre aparecen en los libros de Elizabeth de una forma que a veces le resulta dolorosa. Pero hoy no está seguro de querer oír una vez más a su madre hablar de los derechos de los animales, sobre todo cuando sabe que después, en la cama, le tocará aguantar los comentarios despectivos de su mujer.
Conoció a Norma y se casó con ella cuando ambos eran estudiantes de posgrado en la Johns Hopkins. Norma es doctora en filosofía y especialista en la filosofía de la mente. Tras mudarse con él a Appleton no ha podido encontrar plaza de profesora. Eso ha sido causa de frustración para ella y de conflicto entre ambos.
Norma y su madre nunca se han gustado. Es probable que su madre hubiera decidido que no le gustaba ninguna mujer con la que él se casara. Por su parte, Norma nunca ha dudado en decirle que los libros de su madre están sobrevalorados y que sus opiniones sobre los animales, los derechos de los animales y las relaciones éticas con los animales son bobas y sentimentales. En la actualidad está escribiendo un ensayo para una revista de filosofía acerca de los experimentos sobre adquisición de lenguaje llevados a cabo con primates. A él no le sorprendería que su madre apareciera en una despectiva nota al pie.
Él no tiene ninguna opinión al respecto. De niño tuvo hámsters durante una breve temporada. Por lo demás, tiene escasa familiaridad con los animales. Su hijo mayor quiere un cachorro. Tanto él como Norma se resisten. No les importa tener un cachorro, pero ven un perro adulto, con las necesidades sexuales de los perros adultos, como una fuente de problemas.
El considera que su madre tiene derecho a tener sus ideas. Si quiere pasar sus últimos años haciendo propaganda contra la crueldad hacia los animales, está en su derecho. Dentro de unos días, gracias a Dios, Elizabeth estará de camino a su próximo destino y él podrá volver a su trabajo.
En su primera mañana en Waltham, su madre se levanta tarde. El va a dar una clase, vuelve a la hora de comer y la lleva a dar una vuelta en coche por la ciudad. La conferencia está programada para última hora de la tarde. Después se celebrará una cena formal donde el presidente será el anfitrión y a la que él y Norma están invitados.
La conferencia la presenta Elaine Marx, del departamento de inglés. Él no la conoce, pero da por sentado que ha escrito sobre su madre. Se da cuenta de que la presentadora no hace ningún intento de relacionar las novelas de su madre con el tema de su conferencia.
Luego le toca a Elizabeth Costello. A él le parece que está vieja y cansada. Sentado en primera fila junto a su mujer, intenta insuflarle algo de fuerza.
– Señoras y caballeros -empieza Elizabeth-. Hace dos años desde la última vez que di una conferencia en Estados Unidos. En aquella ocasión tuve razones para referirme al gran fabulador Franz Kafka y en concreto a su relato «Informe para una academia», que trata de un simio cultivado, Pedro el Rojo, que está ante los miembros de una sociedad cultural contando la historia de su vida, de su ascenso de bestia a algo cercano al hombre. En aquella ocasión yo me sentí un poco como Pedro el Rojo y así lo dije. Hoy mi sentimiento es todavía más fuerte, por razones que espero que les queden claras.
»A menudo las conferencias empiezan con comentarios desenfadados destinados a que el público se sienta cómodo. La comparación que acabo de establecer entre yo y el simio de Kafka puede ser entendida como uno de esos comentarios desenfadados, destinado a hacerles sentir cómodos a ustedes y a decir que no soy más que una persona normal y corriente, ni una diosa ni una bestia. Incluso aquellos de ustedes que hayan leído el relato de Kafka sobre el simio que actúa ante seres humanos como una alegoría de Kafka el judío actuando ante los gentiles puede, sin embargo, a la vista del hecho de que yo no soy judía, haberme hecho el favor de tomarse la comparación como lo que es, o sea, una ironía.
»Quiero decir de entrada que no era así como mi comparación estaba planteada, la comparación según la cual me siento como Pedro el Rojo. No tenía ninguna intención irónica. Quiere decir lo que dice. Yo digo lo que pienso. Soy una anciana. Ya no tengo tiempo para decir cosas que no pienso.
Su madre no es una buena oradora. Incluso cuando lee sus propios relatos le falta ánimo. De niño siempre le desconcertaba que a una mujer que se ganaba la vida escribiendo libros se le diera tan mal contar cuentos para dormir.
Debido a la monotonía de su discurso y a que no levanta la vista de la página, a él le da la sensación de que a lo que dice le falta impacto. Y además él, que la conoce, ya intuye lo que va a decir. No le apetece lo que se avecina. No quiere oír hablar de la muerte a su madre. Y le da toda la impresión de que el público, compuesto a fin de cuentas de gente joven, todavía tiene menos ganas de que le hablen del tema.
– Al hablarles hoy de los animales -continúa Elizabeth-, les haré el favor de evitar el recital del horror que son sus vidas y sus muertes. Aunque no tengo razones para creer que tengan presente lo que se les hace hoy día a los animales en los centros de producción (ya no me atrevo a llamarlos granjas), en los mataderos, en los barcos pesqueros y en los laboratorios del mundo entero, supongo que me conceden ustedes el poder retórico de evocar dichos horrores, transmitírselos con la fuerza adecuada y dejarlo en eso, recordándoles solamente que los horrores que aquí omitiré están en el centro de mi conferencia.
«Entre mil novecientos cuarenta y dos y mil novecientos cuarenta y cinco varios millones de personas encontraron la muerte en los campos de concentración del Tercer Reich: solamente en Treblinka murieron más de un millón y medio, tal vez hasta tres millones. Se trata de cifras que aturden. Solamente tenemos una muerte cada uno. Solamente podemos entender las muertes ajenas una por una. En abstracto tal vez podamos contar hasta un millón, pero no hasta un millón de muertes.
»La gente que vivía en la campiña cercana a Treblinka, en su mayoría polacos, dijeron que no sabían lo que estaba pasando en el campo de concentración. Que aunque en general pudieran sospechar lo que estaba pasando, no lo sabían a ciencia cierta. Que aunque en cierto sentido pudieran saberlo, en otro sentido no lo sabían, no podían permitirse saberlo, por su propio bien.