Выбрать главу

»La gente que vivía en las inmediaciones de Treblinka no eran gente excepcional. Había campos por todo el Reich, solamente en Polonia casi seis mil. Y en Alemania un número indeterminado de millares. Casi todos los alemanes vivían a escasos kilómetros de algún campo de concentración. No todos eran campos de exterminio, campos dedicados a la producción de la muerte, pero en todos tenían lugar horrores, muchos más horrores de los que nadie puede permitirse conocer por su propio bien.

»Si los alemanes de cierta generación siguen siendo percibidos como un poco menos que humanos, como seres obligados a hacer o ser algo especial antes de ser readmitidos en el corral de la humanidad, no es porque libraran una guerra expansionista o la perdieran. Perdieron la humanidad, a nuestros ojos, porque hicieron gala de cierta ignorancia voluntaria. Bajo las circunstancias de la guerra al estilo de Hitler, la ignorancia pudo ser un mecanismo útil de supervivencia, pero esa es una excusa que nos negamos a aceptar con un rigor moral admirable. Digamos que en Alemania se cruzó cierta línea que llevó a la gente más allá de la condiciones normales de crueldad y asesinato de la guerra y los puso en un estado que solamente podemos llamar pecado. La firma de los artículos de la capitulación y el pago de reparaciones no pusieron fin a ese estado de pecado. Al contrario, dijimos nosotros, aquella generación siguió marcada por una enfermedad del alma. Marcó a los ciudadanos del Reich que habían cometido acciones malvadas, pero también a aquellos que, por la razón que fuera, obviaron dichas acciones. Así pues, para ser prácticos, marcó a todos los ciudadanos del Reich. Solamente resultaron inocentes lo que estaban en los campos.

»"Fueron como ovejas al matadero." "Murieron como animales." "Los mataron los carniceros nazis." La denuncia de los campos de concentración está tan impregnada del lenguaje del matadero y los corrales que apenas me hace falta preparar el terreno para la comparación que estoy a punto de llevar a cabo. El crimen del Tercer Reich, dice la voz de la acusación, fue tratar a la gente como si fueran animales.

»Nosotros, incluso en Australia, pertenecemos a una civilización muy arraigada en el pensamiento religioso griego y judeocristiano. Puede que no todos creamos en la contaminación, puede que no creamos en el pecado, pero creemos en sus correlatos psíquicos. Aceptamos sin cuestionarlo que la psique (o el alma) tocada por el conocimiento culpable no puede estar bien. No aceptamos que la gente que tiene crímenes en la conciencia pueda estar feliz y sana. Miramos (o mirábamos) con recelo a los alemanes de cierta generación porque en cierta forma están contaminados. En sus mismas señales de normalidad (sus apetitos saludables, sus risas cordiales) vemos pruebas de lo profundamente asentada que está en ellos la contaminación.

»Fue y sigue siendo inconcebible que una gente que no supiera nada (a su modo especial) sobre los campos de concentración pueda ser del todo humana. En la metáfora que hemos elegido, las bestias fueron ellos y no sus víctimas. Al tratar a congéneres humanos, seres creados a imagen de Dios, como a bestias, ellos mismos se convirtieron en bestias.

»Esta mañana me han llevado a dar una vuelta en coche por Waltham. Parece un pueblo muy agradable. No vi nada horrible, ningún laboratorio donde se experimente con fármacos, ninguna granja industrial y ningún matadero. Y, sin embargo, estoy segura de que están aquí. Han de estarlo. Simplemente no se anuncian. Están a nuestro alrededor en estos momentos, solo que en cierto sentido no sabemos de su existencia.

»Déjenme decirlo abiertamente: estamos rodeados de una industria de la degradación, la crueldad y la muerte que iguala cualquier cosa de que fuera capaz el Tercer Reich, incluso la hace palidecer, dado que la nuestra es una industria sin fin, que se autorregenera, que trae al mundo conejos, ratas, aves de corral y ganado con el único propósito de matarlos.

»Y para ser puntillosa, afirmar que no hay comparación, afirmar que Treblinka era, por decirlo de algún modo, una empresa metafísica dedicada exclusivamente a la muerte y la aniquilación, mientras que la industria cárnica está dedicada en última instancia a la vida (una vez sus víctimas han muerto, al fin y al cabo, no se las convierte en ceniza ni se las entierra, sino que, al contrario, se las corta, se las refrigera y se las empaqueta para que puedan ser consumidas en la comodidad de nuestros hogares), serviría de tan poco consuelo a sus víctimas como habría servido (y perdón por el mal gusto de lo que sigue) pedir a las víctimas de Treblinka que perdonaran a sus asesinos porque necesitaban su grasa corporal para hacer jabón y su pelo para rellenar colchones.

»Perdónenme, repito. Este es el último argumento fácil que voy a dar. Sé que hablar de este tema polariza a la gente, y los argumentos fáciles únicamente empeoran la cosa. Quiero encontrar una forma de dirigirme a mis congéneres humanos que no resulte acalorada sino serena, que no sea polémica sino filosófica, que aporte luz en vez de intentar dividirnos en justos y pecadores, en salvados y condenados, en ovejas y cabras.

»Sé que tengo ese lenguaje a mi disposición. Es el lenguaje de Aristóteles y Porfirio, de san Agustín y santo Tomás, de Descartes y Bentham, de Mary Midgley y Tom Regan. Es un lenguaje filosófico con el que podemos discutir y debatir qué clase de alma tienen los animales, si tienen conciencia o si, al contrario, son autómatas biológicos. Si tienen derechos que debamos respetar o solamente tenemos obligaciones hacia ellos. Tengo ese lenguaje a mi disposición, y ciertamente voy a recurrir a él durante un rato. Pero lo cierto es que, si uste des hubieran querido que alguien viniera y les planteara una distinción entre almas mortales e inmortales, o entre derechos y obligaciones, habrían llamado a un filósofo y no a una persona cuya única razón para reclamar su atención es haber escrito historias sobre gente inventada.

»Podría apoyarme en ese lenguaje, como ya he dicho, solamente de una forma poco original y prestada que sería lo mejor que puedo conseguir. Podría decirles, por ejemplo, lo que pienso del argumento de santo Tomás según el cual, como solamente el hombre está hecho a imagen de Dios y participa del ser de Dios, no importa cómo tratemos a los animales salvo por el hecho de que ser crueles con los animales puede acostumbrarnos a ser crueles con los hombres. Podría preguntar qué es para santo Tomás el ser de Dios, a lo que él respondería que el ser de Dios es la razón. El universo está construido sobre la razón. Dios es un dios de razón. El hecho de que mediante la aplicación de la razón podamos llegar a entender las leyes que rigen el universo demuestra que la razón y el universo comparten el mismo ser. Y el hecho de que los animales, que carecen de razón, no puedan entender el universo sino que únicamente puedan seguir sus leyes a ciegas demuestra que, a diferencia del hombre, forman parte de él pero no son parte de su ser: que el hombre es divino y los animales son cosas.

»Incluso Immanuel Kant, de quien yo habría esperado algo mejor, se muestra cobarde al tocar esta cuestión. Ni siquiera Kant desarrolla, en relación a los animales, las implicaciones de su idea de que la razón tal vez no constituya el ser del universo sino al contrario, simplemente el ser del cerebro humano.

»Y ese, ya lo ven, es mi dilema de esta tarde. Tanto la razón como siete décadas de experiencia vital me dicen que la razón no constituye ni el ser del universo ni el ser de Dios. Al contrario, tengo la sospecha de que la razón viene a constituir el ser del pensamiento humano. Y peor todavía, el ser de una sola tendencia del pensamiento humano. La razón constituye el ser de cierto espectro del pensamiento humano. Y de ser así, si eso es lo que creo, ¿por qué tengo que rendirme ante la razón esta tarde y contentarme con adornar el discurso de los viejos filósofos?