»Hago la pregunta y la respondo para ustedes. O, más bien, dejo que la responda para ustedes Pedro el Rojo, el Pedro de Franz Kafka. Ahora que estoy aquí, dice Pedro el Rojo, con mi esmoquin, mi pajarita y mis pantalones negros con un agujero en el trasero para que me salga la cola (la tengo apartada de ustedes, no pueden verla), ahora que estoy aquí, ¿qué me queda por hacer? ¿Acaso tengo elección? Si no someto mi discurso a la razón, sea lo que sea la razón, ¿qué otra cosa puedo hacer más que farfullar, articular mis emociones, tirar mi vaso de agua y hacer el simio en general?
»Deben de conocer ustedes el caso de Srinivasa Ramanujan, nacido en la India en mil ochocientos ochenta y siete, capturado y transportado a Cambridge, Inglaterra, donde, incapaz de soportar el clima, la dieta y el régimen académico, enfermó y murió a los treinta y tres años.
»Se suele considerar a Ramanujan el más importante matemático intuitivo de nuestra época. Es decir, un hombre autodidacta que pensaba en términos matemáticos, alguien a quien le era ajena la noción más bien laboriosa de la prueba o demostración matemática. Muchos de los resultados de Ramanujan (o, como los llamaban sus detractores, sus especulaciones) siguen sin haber sido demostrados hoy día, aunque hay muchas probabilidades de que sean ciertos.
»¿Qué nos dice el fenómeno Ramanujan? ¿Estaba Ramanujan más cerca de Dios porque su mente (llamémosla mente, me parece un insulto gratuito llamarlo simplemente cerebro) estaba en mayor armonía con el ser de la razón, o por lo menos en mayor armonía que ninguna otra que conozcamos? Si la buena gente de Cambridge, y sobre todo el profesor G. H. Hardy, no le hubieran sacado a Ramanujan sus especulaciones y no hubieran demostrado laboriosamente que eran ciertas las que fueron capaces de demostrar que eran ciertas, ¿acaso Ramanujan habría estado igualmente más cerca de Dios que ellos? ¿Y si, en lugar de ir a Cambridge, Ramanujan se hubiera quedado en su casa y hubiera elaborado sus pensamientos mientras rellenaba resguardos para la autoridad portuaria de Madrás?
»¿Y qué pasa con Pedro el Rojo (me refiero al Pedro histórico)? ¿Cómo podemos saber que Pedro el Rojo, o la hermana menor de Pedro, abatida en África, no estaban pensando lo mismo que Ramanujan en África y diciendo igual de poco? ¿Acaso la diferencia entre G. H. Hardy, por un lado, y los silenciosos Ramanujan y Sally la Roja, por otro lado, es simplemente que el primero está versado en los protocolos de las matemáticas académicas mientras que los segundos no lo están? ¿Es así como medimos la cercanía o la distancia respecto a Dios o respecto al ser de la razón?
»¿Cómo es que la humanidad vomita, generación tras generación, un cuadro de pensadores ligeramente más lejanos a Dios que Ramanujan y sin embargo capaces, después de los doce años preestablecidos de escolarización más seis de educación superior, de contribuir a la descodificación del gran libro de la naturaleza mediante las disciplinas de la física y las matemáticas? Si el ser del hombre está realmente en armonía con el ser de Dios, ¿no debería ser motivo de sospecha el que los seres humanos tarden dieciocho años, una porción clara y asequible de una vida humana, en estar legitimados para convertirse en descodificadores del texto maestro de Dios, en lugar de cinco minutos, por decir algo, o cien años? ¿No será acaso que el fenómeno que estamos examinando aquí es, más que el florecimiento de una facultad que proporciona acceso a los secretos del universo, la especialización en una tradición intelectual de miras estrechas y autorregenerativa cuyo fuerte es razonar (del mismo modo que el fuerte de los ajedrecistas es jugar al ajedrez) y que por sus propios motivos intenta instalarse en el centro del universo?
»Y, sin embargo, aunque veo que la mejor forma de obtener la aceptación de esa congregación de gente culta sería unirme yo también al gran discurso occidental del hombre contra la bestia, de la razón contra la sinrazón, igual que un afluente se une a un gran río, algo en mí se resiste e intuye que en ese paso está la concesión de la batalla entera.
»Porque, vista desde fuera, desde un ser que es ajeno a ella, la razón no es más que una enorme tautología. Por supuesto, la razón validará a la razón como principio rector del universo. ¿Qué otra cosa iba a hacer? ¿Destronarse a sí misma? Los sistemas de razonamiento, como los sistemas totalitarios, carecen de ese poder. Si hubiera una posición desde la que pudiera atacarse a sí misma y destronarse a sí misma, la razón ya la habría ocupado. De otro modo no sería total.
»En la antigüedad, a la voz del hombre, criada en la razón, se le enfrentaban el rugido del león y el mugido del toro. El hombre iba a la guerra contra el león y el toro y al cabo de muchas generaciones ganaba la guerra de forma definitiva. Hoy esas criaturas ya no tienen ningún poder. A los animales solamente les queda su silencio para enfrentarse con nosotros. Generación tras generación, heroicamente, nuestros cautivos se niegan a hablar con nosotros. Todos salvo Pedro el Rojo, todos salvo los grandes simios.
»Y, sin embargo, como nos parece que los grandes simios, o algunos de ellos, están a punto de abandonar su silencio, oímos levantarse voces humanas argumentando que habría que incorporar a los grandes simios a una familia ampliada de homínidos, en tanto que criaturas que comparten con el hombre la facultad de la razón. Y ya que son humanos, o humanoides, continúan esas voces, a los grandes simios habría que proporcionarles derechos humanos, o derechos humanoides. ¿Qué derechos en concreto? Por lo menos, los derechos que les garantizamos a los especímenes mentalmente defectuosos de la especie Homo sapiens: el derecho a la vida, el derecho a no padecer dolor ni a recibir daños y el derecho a una protección igual por parte de la ley.
»Eso no es lo que Pedro el Rojo estaba intentando conseguir cuando escribió, a través de su amanuense Franz Kafka, la biografía que en noviembre de mil novecientos diecisiete propuso leer ante la Academia de la Ciencia. Fuera lo que fuese, su informe para la academia no era una petición de que lo trataran como un ser humano mentalmente defectuoso, como un idiota.
«Pedro el Rojo no era un investigador de la conducta de los primates, sino un animal marcado y herido que se presentaba a sí mismo como testimonio parlante ante una reunión de académicos. Yo no soy un filósofo de la mente sino un animal que exhibe, aunque no exhiba, ante una reunión de académicos, una herida, que llevo tapada debajo de la ropa pero que toco con cada palabra que digo.
»Si Pedro el Rojo asumió la tarea de llevar a cabo el arduo descenso desde el silencio de las bestias al galimatías de la razón con espíritu de chivo expiatorio, de elegido, entonces su amanuense fue un chivo expiatorio desde que nació, con un presentimiento, un Vorgefühl, de la masacre del pueblo elegido que iba a tener lugar poco después de su muerte. Así que déjenme, como prueba de mi buena voluntad y de mis credenciales, llevar a cabo un gesto en la dirección del academicismo y ofrecerles mis especulaciones académicas, apoyadas con notas al pie -y en ese momento, en un gesto poco característico, su madre levanta el texto de la conferencia y lo sostiene en alto-, sobre los orígenes de Pedro el Rojo.
»En mil novecientos doce, la Academia Prusiana de las Ciencias estableció en la isla de Tenerife una estación dedicada a la experimentación con las capacidades mentales de los simios, y concretamente de los chimpancés. La estación fue operativa hasta mil novecientos veinte.
»Uno de los científicos que trabajaba allí fue el psicólogo Wolfgang Köhler. En mil novecientos diecisiete, Köhler publicó una monografía titulada La mentalidad de los simios, en la que describía sus experimentos. En noviembre del mismo año, Franz Kafka publicó su "Informe para una academia". No sé si Kafka había leído el libro de Köhler. No alude a él en sus cartas ni en sus diarios, y su biblioteca desapareció en la época de los nazis. En mil novecientos ochenta y dos reaparecieron un par de centenares de sus libros. El libro de Köhler no está entre ellos, pero eso no significa nada.