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»No soy una erudita en Kafka. De hecho, no soy en absoluto una académica. Mi estatus en el mundo no depende del hecho de si tengo razón o no al afirmar que Kafka leyó el libro de Köhler. Pero me gustaría pensar que sí, y mi cronología hace que mi especulación sea por lo menos plausible.

»De acuerdo con su propio relato, a Pedro el Rojo lo capturaron en el continente africano unos cazadores especializados en el comercio de simios y lo enviaron mar a través hasta un instituto científico. Lo mismo les pasó a los simios con los que trabajaba Köhler. Tanto Pedro el Rojo como los simios de Köhler pasaron por un período de adiestramiento destinado a humanizarlos. Pedro el Rojo aprobó su curso con honores, pero pagó un elevado precio personal. El relato de Kafka trata de ese precio: averiguamos en qué consiste por medio de las ironías y los silencios del relato. Los simios de Köhler no lo hicieron tan bien. Pero por lo menos adquirieron una pizca de educación.

»Déjenme que les cuente lo que aprendieron de su amo Wolfgang Köhler algunos de los simios de Tenerife, en concreto Sultán, su mejor alumno, en cierto modo el prototipo de Pedro el Rojo.

»Sultán está solo en su jaula. Tiene hambre. La comida que antes llegaba con regularidad ha dejado de llegar de forma inexplicable.

»El hombre que antes le daba de comer y ahora ha dejado de hacerlo tiende un cable por encima de la jaula, a tres metros del suelo, y cuelga un manojo de plátanos del mismo. Luego mete tres cajas de madera en la jaula. Por fin desaparece, cerrando la puerta tras de sí, aunque no ha ido lejos, porque todavía se le puede oler.

»Sultán sabe que ahora se espera de él que piense. Por eso están los plátanos ahí arriba. Los plátanos están ahí para hacerlo pensar a uno, para espolearlo a uno hasta los límites de su raciocinio. Pero ¿qué hay que pensar? Uno piensa: ¿Por qué me está matando de hambre? Uno piensa: ¿Qué he hecho? ¿Por qué he dejado de caerle bien? Uno piensa: ¿Por qué ya no quiere estas cajas? Pero ninguno de estos pensamientos es el adecuado. Incluso un pensamiento más complicado -por ejemplo: ¿Qué problema tiene? ¿Qué idea equivocada tiene de mí que le lleva a creer que me resulta más fácil coger un plátano que cuelga de un cable que recoger un plátano del suelo?- resulta erróneo. El pensamiento adecuado es: ¿Cómo se pueden usar las cajas para llegar a los plátanos?

»Sultán arrastra las cajas hasta que están debajo de los plátanos, las amontona una sobre la otra, sube a la torre que ha construido y descuelga los plátanos. Y piensa: ¿Dejará ahora de castigarme?

»La respuesta es: No. Al día siguiente el hombre cuelga un nuevo manojo de plátanos del cable pero también llena las cajas de piedras de forma que pesan demasiado para arrastrarlas. Uno no tiene que pensar: ¿Por qué ha llenado las cajas de piedras? Se supone que ha de pensar: ¿Cómo se pueden usar las cajas para coger los plátanos a pesar de que están llenas de piedras?

»Uno empieza a entender cómo funciona la mente del hombre.

»Sultán vacía las cajas de piedras, construye una torre con las cajas, se sube a la torre y descuelga los plátanos.

»Mientras Sultán tiene pensamientos equivocados se muere de hambre. Pasa hambre y los retortijones de sus tripas son tan intensos y abrumadores que no le queda más remedio que tener el pensamiento correcto, es decir, cómo llegar hasta los plátanos. De esta forma se examinan los límites de la capacidad mental del chimpancé.

»El hombre deja caer un manojo de plátanos a un metro de distancia de la jaula. Luego tira un palo dentro de la jaula. Un pensamiento incorrecto es: ¿Por qué ha dejado de colgar los plátanos del cable? Un pensamiento incorrecto (aunque sea el pensamiento incorrecto correcto) es: ¿Cómo se pueden usar las tres cajas para llegar a los plátanos? El pensamiento correcto es: ¿Cómo se puede usar el palo para llegar a los plátanos?

»Y cada vez se obliga a Sultán a tener el pensamiento menos interesante. De la pureza de la especulación (¿Por qué se comportan así los hombres?) se lo empuja incansablemente a una razón instrumental inferior y práctica (¿Cómo se usa esto para coger aquello?) y por tanto a la aceptación de uno mismo básicamente como organismo con un apetito que necesita ser satisfecho. Aunque toda su historia, desde el momento en que mataron a su madre y lo capturaron a él, pasando por su viaje en jaula para ser encarcelado en esta isla que es un campo de prisioneros y para sufrir los juegos sádicos que llevan a cabo aquí con la comida, le lleva a hacerse preguntas sobre la justicia del universo y sobre el papel que ocupa esta colonia penal en el mismo, un régimen psicológico meticulosamente urdido lo aleja de la ética y la metafísica y lo lleva a los terrenos más humildes de la razón práctica. Y de alguna forma, mientras avanza lentamente por este laberinto de restricciones, manipulaciones y duplicidades, debe darse cuenta de que sobre todo no puede renunciar, porque sobre sus hombros recae la responsabilidad de representar a los simios. El destino de sus hermanos y hermanas puede depender de sus resultados.

»Es probable que Wolfgang Köhler fuera un buen hombre. Un buen hombre, pero no un poeta. Un poeta habría sacado algo del momento en que los chimpancés cautivos trotan en círculos por sus barracones, con toda la pinta de ser una banda militar, algunos tan desnudos como el día en que nacieron, otros vestidos con cordeles o con tiras de ropa que han recogido, algunos vestidos con cosas de la basura.

»(En el ejemplar del libro de Köhler que yo leí, y que saqué prestado de una biblioteca, un lector indignado había escrito en el margen, negado este punto: "¡Antropomorfismo!". Los animales no pueden desfilar, quería decir ese lector, y no pueden vestirse, porque no conocen el significado de "desfilar" y no conocen el significado de "vestirse").

»En sus vidas previas, nada había acostumbrado a los simios a mirarse a sí mismos desde fuera, como si se vieran con los ojos de un ser que no existe. Así pues, tal como lo ve Köhler, las tiras de ropa y la basura no están destinadas a causar ningún efecto visual, a darles un aspecto elegante a los simios, sino un efecto cinético, a hacerles sentir distintos. Cualquier cosa es buena para combatir el aburrimiento. Esto es todo lo lejos que puede ir Kohler, pese a su compasión y su inteligencia. Aquí es donde un poeta habría empezado y habría intentado vivir la experiencia del simio.

»En lo más profundo de su ser, a Sultán no le interesa el problema de los plátanos. Solamente le obliga a concentrarse en el mismo la reglamentación obsesiva del experimentador. La cuestión que le ocupa verdaderamente, igual que ocupa al gato y al ratón y a cualquier otro animal atrapado en el infierno del laboratorio o del zoo es: ¿Dónde está mi casa y cómo llego a ella?

»Calculen la distancia que separa al simio de Kafka, con su pajarita y su esmoquin y su fajo de notas para la conferencia, de esa triste retahila de cautivos que corretean por el complejo de Tenerife. ¡Qué lejos ha llegado Pedro el Rojo! Y, sin embargo, es pertinente que preguntemos: a cambio del prodigioso sobredesarrollo intelectual que ha experimentado, a cambio de su dominio de la etiqueta de la sala de conferencias y la retórica académica, ¿a qué ha tenido que renunciar? La respuesta es: a mucho, incluyendo la progenie y la sucesión. Si Pedro el Rojo tuviera algo de sentido común, no tendría hijos. Porque en la simio hembra desesperada y medio loca con quien sus captores intentan aparearlo en el relato de Kafka, solamente engendraría un monstruo. Es tan difícil imaginarse al hijo de Pedro el Rojo como imaginarse al hijo del propio Franz Kafka. Los híbridos son, o deberían ser, estériles. Y Kafka consideraba que tanto él mismo como Pedro el Rojo eran híbridos, eran monstruosos artefactos pensantes acoplados inexplicablemente a cuerpos animales sufrientes. La mirada que vemos en todas las fotografías que han sobrevivido de Kafka es una mirada de pura sorpresa: de sorpresa, de asombro y de alarma. En su humanidad, Kafka es el más inseguro de los hombres. ¿Esta, parece preguntarse, esta es la imagen de Dios?