– Está divagando -le dice Norma a John.
– ¿Qué?
– Que está divagando. Ha perdido el hilo.
– Hay un filósofo llamado Thomas Nagel -continúa Elizabeth Costello- que plantea una pregunta que ya se ha hecho bastante famosa en los círculos profesionales: ¿Cómo es ser un murciélago?
»El mero hecho de imaginar cómo debe de ser vivir como un murciélago, dice el señor Nagel (imaginar el hecho de pasarse la noche volando y atrapando insectos con la boca, guiándose por el sonido en vez de por la vista, y pasarse el día colgado boca abajo) no basta, porque lo único que eso nos dice es cómo sería comportarse como un murciélago. Mientras que lo que realmente intentamos saber es cómo es ser un murciélago, tal como lo son los murciélagos mismos. Y eso no lo podremos saber nunca porque nuestras mentes no son aptas para la tarea. No tenemos mente de murciélagos.
»Nagel me parece un hombre inteligente y dotado de cierta compasión. Incluso tiene sentido del humor. Pero su refutación de la posibilidad de que podamos saber cómo es ser alguien distinto a quienes somos me parece trágicamente restrictiva. Restrictiva y restringida. Para Nagel, un murciélago es una criatura fundamentalmente ajena, tal vez no tan ajena como un marciano pero ciertamente más ajena que un congénere humano (sobre todo, diría yo, si ese humano es un colega académico).
»Así pues, hemos establecido un continuo que va desde el marciano en un extremo, pasando por el murciélago, el perro y el simio (aunque no Pedro el Rojo) hasta llegar al ser humano (aunque no Franz Kafka) en el otro extremo. Y con cada paso que avanzamos por el continuo entre murciélago y hombre, dice Nagel, la respuesta a la pregunta "¿Cómo es para X ser X?" se vuelve más fácil.
»Sé que Nagel solamente está usando los murciélagos y los marcianos como apoyos para plantear preguntas propias sobre la naturaleza de la conciencia. Pero como la mayoría de los escritores, yo tengo una mente muy literal, así que me gustaría detenerme en el murciélago. Cuando Kafka escribe sobre un simio, doy por sentado que está hablando primordialmente sobre un simio. Cuando Nagel escribe sobre un murciélago, entiendo que está escribiendo primordialmente sobre un murciélago.
Norma, sentada a su lado, suelta un suspiro exasperado tan suave que solamente él lo oye. Aunque lo cierto es que él es su único destinatario.
– Durante instantes aislados -está diciendo su madre-, sé cómo es ser un cadáver. Y el saberlo me repele. Me llena de terror. Me hace apartarme instintivamente, me niego a detenerme en ello.
»Todos tenemos esos momentos, sobre todo cuando envejecemos. El conocimiento que nos proporcionan no es abstracto («Todos los seres humanos son mortales, yo soy un ser humano, luego soy mortal»), sino que está encarnado. Por un momento nosotros somos el conocimiento. Vivimos lo imposible. Dejamos atrás la muerte y nos volvemos para mirarla, pero la miramos como solamente la puede mirar un yo muerto.
»Cuando sé, gracias a ese conocimiento, que me voy a morir, ¿qué es, en términos de Nagel, lo que sé? ¿Sé acaso cómo es ser un cadáver para mí o sé cómo es ser un cadáver para un cadáver? La distinción me parece trivial. Lo que sé es lo que no puede saber un cadáver: que se ha extinguido, que no sabe nada y que nunca más sabrá nada. Por un instante, antes de que toda mi estructura de conocimiento se desplome presa del pánico, estoy viva en el seno de esa contradicción, viva y muerta al mismo tiempo.
Norma suelta un ligero resoplido de burla. El le busca la mano y se la aprieta.
– Esa es la clase de pensamiento del que somos capaces los seres humanos, de eso y de más todavía si nos presionamos a nosotros mismos o nos presionan. Pero nos resistimos a la presión ajena y casi nunca nos presionamos a nosotros mismos. Solamente llegamos a pensar en la muerte cuando nos la ponen delante a la fuerza. Y yo pregunto ahora: si somos capaces de pensar en nuestra muerte, ¿por qué demonios no íbamos a ser capaces de llegar a pensar en la vida de un murciélago?
»¿Cómo es ser un murciélago? Antes de contestar una pregunta así, sugiere Nagel, necesitamos poder experimentar la vida de un murciélago a través de las modalidades sensoriales de un murciélago. Pero se equivoca. O por lo menos nos está desencaminando. Ser un murciélago vivo es ser en plenitud. Ser totalmente murciélago es como ser totalmente humano, lo cual también es ser en plenitud. Tal vez sea ser murciélago en el primer caso y ser humano en el segundo, pero eso son consideraciones secundarias. Ser en plenitud es vivir como cuerpo-alma. Un nombre para la experiencia de ser en plenitud es "goce".
»Estar vivo es ser un alma con vida. Un animal, y todos somos animales, es un alma encarnada. Eso es precisamente lo que Descartes vio y, por sus propias razones, eligió negar. Un animal vive, dijo Descartes, igual que una máquina. Un animal no es más que el mecanismo que lo constituye. Si tiene alma, la tiene del mismo modo que una máquina tiene una batería: para darle la chispa que la pone en funcionamiento. Pero el animal no es un alma encarnada, y la cualidad de su ser no es el goce.
»"Cogito, ergo sum" es otra de sus frases famosas. Se trata de una fórmula que siempre me ha incomodado. Implica que un ser vivo que no haga lo que nosotros llamamos pensar viene a ser de segunda clase. Al hecho de pensar, al raciocinio, le opongo la plenitud, la encarnación, la sensación de ser. No la conciencia de uno mismo como una especie de máquina fantasmal pensante que lleva a cabo razonamientos, sino al contrario, la sensación, una sensación fuertemente afectiva, de ser un cuerpo con miembros que se extienden en el espacio, que están vivos para el mundo. Esta plenitud contrasta severamente con el estado clave de Descartes, que da una sensación de vacío: la sensación de un guisante rodando dentro de una concha.
»La plenitud de ser es un estado difícil de sostener cuando se está encerrado. Estar encerrado en una cárcel es la forma de castigo que prefiere Occidente y que hace lo posible para imponer al resto del mundo mediante la condena de otras formas de castigo (el apaleamiento, la tortura, la mutilación y la ejecución) igual de crueles y antinaturales. ¿Qué nos sugiere eso sobre nosotros mismos? A mí me sugiere que la libertad del cuerpo para moverse en el espacio es colocada en el punto de mira como el estado en que la razón puede dañar el ser ajeno de forma más dolorosa y eficaz. Y ciertamente es en las criaturas menos capacitadas para soportar el encierro (criaturas que se ajustan menos a la imagen cartesiana del guisante encerrado en una concha, al que le da igual que lo encierren otra vez) donde vemos sus efectos más devastadores: en los zoos, en los laboratorios y en las instituciones donde no hay lugar para el flujo de goce que deriva de vivir no en un cuerpo ni como un cuerpo, sino del mero hecho de vivir como ser encarnado.
»La pregunta a hacerse sería: ¿tenemos algo en común (razón, autoconciencia, alma) con el resto de animales? (Con el corolario de que, de no ser así, entonces tenemos derecho a tratarlos como queramos, a encarcelarlos, a matarlos y a deshonrar sus cadáveres.) Regreso a los campos de exterminio. El horror específico de los campos, el horror que nos convence de que lo que pasó allí fue un crimen contra la humanidad, no es que los asesinos trataran a sus víctimas como a piojos a pesar de que compartían con ellas la condición humana. Eso también es abstracto. El horror es que los asesinos se negaran a pensarse a sí mismos en el lugar de sus víctimas, igual que el resto del mundo. La gente dijo: "Son ellos los que pasan en esos vagones de ganado". La gente no dijo: "¿Cómo sería si yo fuera en ese vagón de ganado?". La gente no dijo: "Soy yo el que estoy en el vagón de ganado". La gente dijo: "Deben de ser los muertos a quienes están quemando hoy, que apestan el aire y hacen que me caiga ceniza sobre los repollos". La gente no dijo: "¿Cómo sería si me estuvieran quemando a mí?". La gente no dijo: "Me quemo, estoy cayendo en forma de ceniza".