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– ¿Qué lees?

– Uno de los libros de mi madre.

Él aparece en los libros de ella, en algunos. Igual que otra gente a la que reconoce. Y debe de haber muchos más a los que no reconoce. Ella escribe sobre sexo, sobre pasión, celos y envidia con una sabiduría que lo impresiona. Es ciertamente indecente.

Su madre lo impresiona. Ese debe de ser el efecto que causa también en el resto de los lectores. Y es presumiblemente la razón de ser de Elizabeth en términos generales. Qué extraña recompensa para una vida entera impresionando a la gente: que te envíen a este pueblo de Pensilvania y te den dinero. Porque ella no es en absoluto una escritora que reconforte. Ella es incluso cruel, de una forma en que pueden serlo las mujeres pero los hombres casi nunca se atreven a ser. ¿Qué clase de criatura es en realidad su madre? No es una foca: no es lo bastante amigable. Pero tampoco es un tiburón. Es una gata. Una de esas gatas grandes que hacen una pausa mientras evisceran a su víctima y te miran con sus ojos amarillos y fríos desde el otro lado del vientre abierto en canal.

En la planta baja hay una mujer que los espera, la misma joven que los trajo del aeropuerto. Se llama Teresa. Es profesora auxiliar en el Altona College, pero en el asunto del premio Stowe es una factótum, una sirviente, y una pieza menor en el engranaje general.

El se sienta en el asiento del pasajero junto a Teresa, y su madre se sienta en la parte de atrás. Teresa está emocionada, tan emocionada que se pone a charlar. Les habla de los vecindarios por los que pasan, del Altona College y de su historia y del restaurante al que se dirigen. En medio de su parloteo inserta dos breves y tímidas aportaciones propias.

– El otoño pasado tuvimos aquí a A. S. Byatt -dice-. ¿Qué le parece a usted A. S. Byatt, señora Costello?

Y más tarde:

– ¿Qué le parece Doris Lessing, señora Costello?

Teresa está escribiendo un libro sobre escritoras y política. Pasa los veranos en Londres haciendo algo que ella llama investigación. A él no le sorprendería que tuviera una grabadora escondida en el coche.

Su madre tiene un nombre para esa clase de gente. Los llama los peces de colores. Dan la impresión de ser pequeños e inofensivos, dice, porque cada uno de ellos no necesita más que una pizca infinitesimal de carne, un semisemimiligramo. Ella recibe cartas cada semana, a través de su editor. Hubo una época en que las respondía: Gracias por su interés, por desgracia estoy demasiado ocupada para contestar con la extensión que su carta merece. Luego un amigo le dijo que aquellas cartas de respuesta iban a parar al mercado de los autógrafos. Después de aquello dejó de responder.

Pececillos de colores rodeando a la ballena moribunda, esperando el momento de lanzarse sobre ella y darle un bocado rápido.

Llegan al restaurante. Llueve un poco. Teresa los deja en la puerta y se va a aparcar el coche. Ellos se quedan un momento a solas en la acera.

– Todavía podemos escaparnos -dice él-. No es demasiado tarde. Podemos coger un taxi, pasar por el hotel a recoger nuestras cosas y estar en el aeropuerto a las ocho y media para coger el primer vuelo. Para cuando lleguen los polis podemos haber desaparecido.

Él sonríe. Ella sonríe. Van a seguir con el programa, no hace falta decirlo. Pero es un placer juguetear al menos con la idea de escaparse. Bromas, secretos, complicidades. Una mirada por aquí y una palabra por allí: esa es su forma de estar juntos, de estar separados. El será su escudero y ella será su caballero. Él la protegerá mientras pueda. Luego la ayudará a ponerse la armadura y a subirse al corcel, le sujetará el escudo al brazo, le entregará la lanza y dará un paso atrás.

Hay una escena en el restaurante, casi todo diálogo, que nos vamos a saltar. Retomamos la historia en el hotel, donde Elizabeth Costello le pide a su hijo que repase la lista de la gente que acaban de conocer. Él obedece y le otorga a cada nombre una función, como en la vida. Su anfitrión, William Brautegam, es el decano de Humanidades del Altona College. El representante del jurado, Gordon Wheatley, es canadiense y profesor titular en la Universidad McGill, y ha escrito sobre literatura canadiense y sobre Wilson Harris. La mujer a la que llamaban Toni, la que le habló sobre Henry Handel Richardson, es del Altona College. Es especialista en Australia y ha dado clases allí. A Paula Sachs ya la conoce. El hombre calvo, Kerrigan, es un novelista nacido en Irlanda y ahora residente en Nueva York. La quinta miembro del jurado, la que estaba sentada al lado de él, se llama Moebius. Da clases en California y dirige una revista académica. También ha publicado algunos cuentos.

– Tú y ella habéis tenido un buen tête-à-tête- le dice su madre-. Es guapa, ¿verdad?

– Supongo que sí.

Ella se queda pensativa.

– Pero como grupo, ¿no te han parecido un poco…?

– ¿De poca monta?

Ella asiente.

– Bueno, es que lo son. Los pesos pesados no se involucran en esta clase de espectáculos. Los pesos pesados están lidiando con los problemas de los pesos pesados.

– ¿Y yo no soy lo bastante peso pesado para ellos?

– No, sí que lo eres. Tu desventaja es que no eres un problema. Lo que escribes todavía no ha resultado ser un problema. En cuanto te presentes como problema, te dejarán entrar en su terreno de juego. Pero por ahora no eres un problema, solamente un ejemplo.

– ¿Un ejemplo de qué?

– Un ejemplo de escritura. Un ejemplo de cómo escribe alguien de tu condición social, tu generación y tus orígenes. Una muestra.

– ¿Una muestra? ¿Puedo protestar un momento? ¿Después de todo lo que me he esforzado por no escribir como los demás?

– Madre, no tiene sentido que la tomes conmigo. Yo no soy responsable de cómo te ve el mundo académico. Pero debes admitir que, a cierto nivel, hablamos, y por tanto escribimos, igual que todo el mundo. De otra forma todos hablaríamos y escribiríamos en idiomas privados. ¿Verdad que no es absurdo interesarse por lo que la gente tiene en común en lugar de por lo que la separa?

A la mañana siguiente, John se ve sumido en otro debate literario. En el gimnasio del hotel se encuentra con Gordon Wheatley, el presidente del jurado. Y mientras están haciendo ejercicios de bicicleta, uno al lado del otro, mantienen una conversación a gritos. Él le dice a Wheatley, no del todo en serio, que su madre se quedará muy decepcionada si se entera de que le han dado el premio Stowe porque 1995 ha sido declarado el año de Australasia.

– Entonces, ¿por qué quiere que se lo den? -le grita Wheatley.

– Porque es la mejor -contesta él-. En la opinión sincera del jurado. No la mejor australiana, ni la mejor mujer australiana, simplemente la mejor.

– Sin infinito no tendríamos matemáticas -dice Wheatley-. Pero eso no quiere decir que exista el infinito. El infinito no es más que un constructo, un constructo humano. Por supuesto, estamos seguros de que Elizabeth Costello es la mejor. Simplemente debemos tener claro lo que significa una afirmación como esa en el contexto de nuestra época.

John no le encuentra sentido a la analogía con el infinito, pero decide dejar el tema. Confía en que Wheatley escriba mejor de lo que piensa.

El realismo nunca se ha sentido cómodo con las ideas. No puede ser de otra forma: el realismo se basa en la idea de que las ideas no tienen existencia autónoma, solamente pueden existir en las cosas. De forma que cuando necesita debatir ideas, como aquí, el realismo debe inventar situaciones -paseos por el campo, conversaciones- en las que los personajes enuncien las ideas en pugna, y por tanto, en cierta forma, las encarnen. La idea de encarnar resulta ser fundamental. En dichos debates las ideas no flotan en libertad y ciertamente no pueden hacerlo: están ligadas a los oradores que las enuncian y son generadas desde la matriz de los intereses individuales a partir de los cuales sus formuladores actúan en el mundo. Por ejemplo, el interés del hijo porque no traten a su madre como a una escritora poscolonial a lo Mickey Mouse o el interés de Wheatley porque no lo vean como a un absolutista a la vieja usanza.