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»En otras palabras, cerraron los corazones. El corazón es la sede de una facultad, la compasión, que a veces nos permite compartir el ser ajeno. La compasión tiene todo que ver con el sujeto y muy poco con el objeto, con el "otro", como vemos de inmediato cuando pensamos en el objeto no como un murciélago ("¿Puedo compartir el ser de un murciélago?"), sino como otro ser humano. Hay gente que tiene la capacidad de imaginarse como otra persona y hay gente que no la tiene (cuando esa carencia es extrema, los llamamos psicópatas). Y hay gente que tiene esa capacidad pero decide no ponerla en práctica.

»A pesar de Thomas Nagel, que probablemente sea un buen hombre, a pesar de santo Tomás de Aquino y de René Descartes, con quienes tengo más dificultades para simpatizar, no hay límites a la medida en que podemos ponernos en la piel de otro ser. La imaginación compasiva no tiene topes. Si quieren pruebas, piensen en lo siguiente. Hace años escribí un libro titulado La casa de Eccles Street. Para escribir aquel libro tuve que llegar a ponerme en la piel de Marion Bloom. Tal vez tuve éxito y tal vez no. Si no lo tuve, no me imagino por qué me han invitado hoy aquí. En cualquier caso, lo que quiero decir es que Marion Bloom nunca ha existido. Si puedo ponerme en el lugar de un ser que no ha existido nunca, también puedo ponerme en el lugar de un murciélago, de un chimpancé o de una ostra. De cualquier ser con el que comparta el sustrato de la vida.

»Regreso una vez más a los centros de muerte que nos rodean, esos centros de matanza a los que cerramos nuestros corazones en un enorme esfuerzo colectivo. Cada día hay un nuevo holocausto, y sin embargo, por lo que veo, nuestro ser moral permanece intacto. No nos sentimos contaminados. Parece que podamos hacer cualquier cosa y salir impolutos.

»Señalamos a los alemanes, los polacos y los ucranianos que sabían y no sabían a la vez las atrocidades que se cometían junto a sus casas. Nos gusta pensar que quedaron marcados interiormente por las secuelas de aquella forma especial de ignorancia. Nos gusta pensar que en sus pesadillas regresan para atormentarlos aquellos en cuyo sufrimiento se negaron a adentrarse. Nos gusta pensar que despertaron demacrados una mañana y murieron de cánceres lentos. Pero probablemente no fue así. Las pruebas indican lo contrario: que podemos hacer lo que sea y quedar impunes. Que no hay castigo.

Un final extraño. Solamente cuando se quita las gafas y dobla sus papeles empieza el aplauso, y aun entonces es un aplauso disperso. Un final extraño para un discurso extraño, piensa él, mal calculado y mal argumentado. La argumentación no es su métier. Elizabeth Costello no debería estar aquí.

Norma tiene la mano levantada y está intentando que la vea el decano de Humanidades, que hace de moderador.

– ¡Norma! -susurra él. Niega con la cabeza, apremiante-. ¡No!

– ¿Por qué? -susurra ella.

– Por favor -susurra él-. ¡Aquí no! ¡Ahora no!

– El viernes a mediodía habrá una discusión más amplia sobre la conferencia de nuestra eminente invitada. Verán los detalles en su programa de mano. Pero la señora Costello ha aceptado amablemente responder a un par de preguntas del público. Así pues… -El decano mira al público con expresión animada-. ¡Sí! -dice al reconocer a alguien detrás de John y Norma.

– ¡Tengo derecho! -le susurra Norma al oído.

– ¡Tienes derecho, pero no lo ejerzas, no es buena idea! -susurra él.

– ¡No se le puede permitir que se quede tan ancha! ¡Está equivocada!

– Es vieja y es mi madre. ¡Por favor!

Detrás de ellos ya hay alguien hablando. John se vuelve y ve a un hombre alto y con barba. Dios sabe, piensa él, por qué su madre ha aceptado responder preguntas del público. Debería saber que las conferencias públicas atraen a los chiflados como un cadáver atrae a las moscas.

– Lo que no me ha quedado claro -dice el hombre- es adonde quiere llegar usted. ¿Está diciendo que deberíamos cerrar las granjas industriales? ¿Está diciendo que tendríamos que dejar de comer carne? ¿Está diciendo que deberíamos tratar a los animales de forma más humanitaria, matarlos de forma más humanitaria? ¿Está diciendo que deberíamos dejar de usar animales para experimentar? ¿Está diciendo que deberíamos dejar de experimentar con animales, aunque sean experimentos psicológicos benignos como los del doctor Köhler? ¿Puede aclararlo? Gracias.

Aclararlo. No era un chiflado. Estaría bien que su madre se aclarara.

De pie ante el micrófono con el texto delante de ella, agarrada a los lados del estrado, su madre parece manifiestamente nerviosa. No es su métier, vuelve a pensar él, no tendría que estar haciendo esto.

– Confiaba en no tener que enunciar principios -dice su madre-. Si lo que quiere sacar de esta conferencia son principios, tengo que responderle que abra su corazón y escuche lo que le dice.

Se diría que Elizabeth quiere dejarlo así. El decano parece perplejo. Sin duda el hombre que ha hecho la pregunta se siente igual. Y él también. ¿Por qué no puede su madre simplemente decir de forma abierta lo que quiere decir?

Como si pudiera ver el revuelo causado por la insatisfacción, Elizabeth continúa:

– Nunca me han interesado mucho las prescripciones, dietéticas o de cualquier otro tipo. Las prescripciones ni las leyes. Me interesa más lo que hay detrás de ellas. En cuanto a los experimentos de Köhler, creo que escribió un libro maravilloso y está claro que no lo habría escrito si no se hubiera considerado a sí mismo un científico que llevaba a cabo experimentos con chimpancés. Pero el libro que leemos hoy no es el libro que él creía estar escribiendo. Me acuerdo de algo que dijo Montaigne: creemos que estamos jugando con el gato, pero ¿cómo sabemos que el gato no está jugando con nosotros? Ojalá pudiera pensar que los animales de los laboratorios están jugando con nosotros. Pero, ay, no lo creo.

Se queda callada.

– ¿Contesta eso a su duda? -pregunta el decano. El autor de la pregunta se encoge de hombros de forma expresiva y se sienta.

Todavía hay que pasar por la cena. Dentro de media hora el presidente va a ejercer de anfitrión de una cena en el Club de Profesores. Al principio a él y a Norma no los habían invitado. Luego, cuando se descubrió que Elizabeth Costello tenía un hijo en Appleton, los añadieron a la lista. Él sospecha que van a estar fuera de lugar. Ciertamente van a ser los más jóvenes y los de menor rango. Por otro lado, puede ser bueno que él esté presente. Tal vez sea necesario para mantener la calma.

Siente cierto interés morboso por ver cómo se las apaña la universidad para resolver el desafío del menú. Si la distinguida conferenciante de hoy fuera un clérigo islámico o un rabino judío, se supone que no servirían cerdo. Así pues, por deferencia al vegetarianismo, ¿van a servir croquetas de frutos secos para todo el mundo? ¿Acaso el resto de distinguidos invitados van a tener que aguantar la velada como puedan, pensando en el sandwich de pastrami o en la pata de pollo fría que se van a zampar cuando lleguen a casa? ¿O bien las mentes sabias de la universidad recurrirán al ambiguo pescado, que tiene espina pero no respira aire ni amamanta a sus crías?

Por suerte, el menú no es responsabilidad de él. Lo que él teme es que, durante un remanso de la conversación, alguien salga con lo que él llama La Pregunta -«Señora Costello, ¿qué la llevó a hacerse vegetariana?» – y ella se ponga a pontificar y a dar lo que él y Norma llaman la Respuesta de Plutarco. Después le tocará a él y solamente a él reparar los daños.