La respuesta en cuestión procede de los ensayos morales de Plutarco. Su madre se la sabe de memoria y la reproduce con pocas imperfecciones. «Me pregunta usted por qué me niego a comer carne. A mí me asombra que usted pueda meterse en la boca el cadáver de un animal muerto, me asombra que no le dé asco masticar carne cortada y tragarse los jugos de heridas mortales.» Plutarco es de esa clase de gente que quita las ganas de seguir hablando. Lo peor es la palabra «jugos». Citar a Plutarco es como retar a alguien a muerte. Una vez hecho, nadie sabe qué va a pasar.
Él desearía que su madre no hubiera venido. Es agradable volver a verla. Está bien que pueda ver a sus nietos. Pero el precio que está pagando él y el precio que le va a tocar pagar si la visita sale mal le parece excesivo. ¿Por qué no puede ser una anciana normal que vive una vida normal de anciana? Si quiere abrir su corazón a los animales, ¿por qué no puede quedarse en casa y abrírselo a sus gatos?
Su madre está sentada en el centro de la mesa, enfrente del presidente Garrard. John está sentado a dos sitios de ella. Norma está en el extremo de la mesa. Hay un sitio vacío. Él se pregunta quién no ha venido.
Ruth Orkin, del departamento de psicología, le está contando a su madre un experimento que se hizo con una chimpancé joven a la que criaron como si fuera humana. Cuando le pidieron que clasificara varias fotografías en montones, la chimpancé puso la foto de sí misma con las fotos de los humanos en lugar de ponerla con las de otros simios.
– Uno siente la tentación de darle a la historia una lectura literal -dice Orkin-. O sea, pensar que la simio hembra quería que la consideraran una de nosotros. Pero, como científicos, tenemos que ser cautelosos.
– Oh, estoy de acuerdo -dice su madre-. Para ella, los dos montones podrían tener significados menos obvios. Como, por ejemplo, los que son libres de ir y venir frente a los que siguen encerrados. Puede que estuviera diciendo que prefería estar entre la gente libre.
– O tal vez solamente quería complacer a su guardiana -interviene el presidente Garrard-. Diciendo que se parecían.
– Un poco maquiavélico para un animal, ¿no cree? -dice un hombre rubio y corpulento cuyo nombre John no conoce.
– Sus contemporáneos llamaban a Maquiavelo el Zorro -dice su madre.
– Pero ese es otro tema: las cualidades fabulosas de los animales -objeta el hombre corpulento.
– Sí -dice su madre.
Todo está bastante tranquilo. Les han servido sopa de calabaza y nadie se ha quejado. ¿Puede relajarse él ya?
Ha acertado con lo del pescado. De primer plato se puede elegir entre pargo con patatas baby y fettucini con berenjena asada. Garrard pide fettucini y él también. De hecho, de los once invitados solamente hay tres que pidan pescado.
– Es interesante que las comunidades religiosas decidan definirse en términos de prohibiciones dietéticas -observa Garrard.
– Sí -dice su madre.
– Quiero decir que es interesante que la forma de definición sea, por ejemplo, «Somos la gente que no come serpiente» en lugar de «Somos la gente que come lagarto». No es lo que hacemos, sino lo que no hacemos. -Antes de pasarse a la administración, Garrard era politólogo.
– Todo viene de la limpieza y la suciedad -dice Wunderlich, que a pesar de su apellido es británico-. Animales limpios y sucios, costumbres limpias y sucias. La suciedad puede ser un criterio muy útil para decidir quién pertenece al grupo y quién no, quién está dentro y quién se queda fuera.
– Suciedad y vergüenza -interviene John-. Los animales no tienen vergüenza. -Le sorprende oírse hablar. Pero ¿por qué no? La velada está yendo bien.
– Exacto -dice Wunderlich-. Los animales no esconden sus excrementos y practican el acto sexual en público. Carecen de sentido de la vergüenza: eso es lo que los distingue de nosotros. Pero la idea básica sigue siendo la suciedad. Los animales tienen hábitos sucios; así que están excluidos. La vergüenza es lo que lo convierte a uno en ser humano, la vergüenza por estar sucio. Adán y Eva: el mito fundacional. Antes no éramos más que animales que vivíamos todos juntos.
Nunca había oído hablar a Wunderlich. Le cae bien, le gustan sus modales serios y entrecortados de Oxford. Es un alivio frente a tanta seguridad americana en uno mismo.
– Pero no puede ser así como funciona el mecanismo -objeta Olivia Garrard, la elegante mujer del presidente-. Es demasiado abstracto, una idea demasiado insulsa. Los animales son criaturas con las que no practicamos el sexo: así es como los distinguimos de nosotros. La misma idea de practicar el sexo con ellos nos da escalofríos. Ese es el grado de su suciedad, de la suciedad de todos ellos. No nos mezclamos con ellos. Separamos lo limpio de lo sucio.
– Pero nos los comemos -dice la voz de Norma-. Sí que nos mezclamos con ellos. Los ingerimos. Convertimos su carne en la nuestra. Así que el mecanismo no puede ser ese. Hay algunos animales concretos que no nos comemos. Seguramente los animales sucios son esos, no los animales en general.
Tiene razón, claro. Pero también ha cometido un error: el error de volver a hacer girar la conversación sobre el tema que tienen todos en la mesa, la comida. Wunderlich habla de nuevo.
– Los griegos veían algo incorrecto en la matanza, pero pensaban que podían compensarlo convirtiéndola en ritual. Llevaban a cabo una ofrenda sacrificial, le daban un porcentaje a los dioses y así confiaban en quedarse el resto. Es la misma idea que el diezmo. Les pides a los dioses que bendigan la carne que te vas a comer, o sea, les pides que la declaren limpia.
– Tal vez ese es el origen de los dioses -dice su madre. Se hace el silencio-. Tal vez nos inventamos a los dioses para poder echarles la culpa. Fueron ellos quienes nos dieron permiso para comer carne. Nos dieron permiso para jugar con cosas sucias. No es culpa nuestra, es de ellos. Solamente somos sus hijos.
– ¿Es eso lo que cree usted? -pregunta Garrard con cautela.
– Y dijo Dios: «Toda cosa que se mueva y esté viva será vuestro alimento» -cita Elizabeth-. Es adecuado. Dios nos ha dicho que se puede hacer.
Otro silencio. Están esperando que continúe. Después de todo, ella es la artista contratada para la velada.
– Norma tiene razón -dice Elizabeth-. El problema es definir lo que nos distingue de los animales en general, no solamente de los animales considerados sucios. La prohibición de comer ciertos animales, el cerdo y esas cosas, es bastante arbitraria. No es más que una señal de que estamos en zona peligrosa. En un campo de minas. El campo de minas de las prescripciones dietéticas. Los tabús no tienen lógica, ni tampoco los campos de minas: no se espera que tengan lógica. Uno nunca sabe qué puede comer o dónde puede pisar a menos que tenga un mapa, un mapa divino.
– Pero eso no es más que antropología -objeta Norma desde el extremo de la mesa-. No nos dice nada de nuestra conducta actual. La gente del mundo moderno ya no decide su dieta basándose en si tienen o no permiso divino. Si comemos cerdo y no comemos perro es solamente porque nos han educado así. ¿No te parece, Elizabeth? Es una simple cuestión de costumbres.
Elizabeth. Norma está reclamando intimidad. Pero ¿a qué está jugando? ¿Está conduciendo a Elizabeth a una trampa?
– Está el asco -dice su madre-. Puede que nos hayamos librado de los dioses, pero no nos hemos librado del asco, que es una versión del horror religioso.
– El asco no es universal -objeta Norma-. Los franceses comen ranas. Los chinos se lo comen todo. En China no hay asco.
Elizabeth se queda callada.
– Así que tal vez sea una simple cuestión de lo que te enseñan en tu casa, de lo que tu madre te dijo que se podía comer y lo que no.
– Lo que es limpio comer y lo que no -murmura Elizabeth.