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– No, es verdad. Pero no quieren dietas vegetarianas. Les gusta comer carne. Comer carne tiene algo que resulta atávicamente satisfactorio. Esa es la verdad brutal. Igual que es una verdad brutal el hecho de que, en cierto sentido, los animales se merecen lo que tienen. ¿Por qué perder el tiempo intentando ayudarlos cuando ellos no se ayudan a sí mismos? Dejemos que se cuezan en su propio jugo. Si me preguntaran cuál es la actitud general hacia los animales que nos comemos, yo diría que es el desprecio. Los tratamos mal porque los despreciamos. Y los despreciamos porque no nos plantan cara.

– No estoy en desacuerdo -dice su madre-. La gente se queja de que tratamos a los animales como a objetos, pero la verdad es que los tratamos como a prisioneros de guerra. ¿Sabías que cuando se abrieron al público los primeros zoos los guardianes tenían que proteger a los animales porque el público los atacaba? El público pensaba que los animales estaban allí para que la gente los atacara y los insultara, como a los prisioneros en un desfile de victoria. Una vez libramos una guerra contra los animales, que llamamos caza, aunque en realidad la guerra y la caza son lo mismo (Aristóteles lo vio claramente). La guerra se prolongó durante millones de años. Hace unos pocos siglos que la ganamos, cuando inventamos las armas de fuego. Solamente después de lograr una victoria absoluta nos hemos podido permitir cultivar la compasión. Pero nuestra compasión es muy frágil. Debajo hay una actitud más primitiva. El prisionero de guerra no pertenece a nuestra tribu. Podemos hacer lo que queramos con él. Podemos sacrificarlo a nuestros dioses. Podemos degollarlo, sacarle el corazón y tirarlo al fuego. En lo tocante a los prisioneros de guerra no hay leyes.

– ¿Y tú quieres curar a la humanidad de eso?

– John, no sé lo que quiero hacer. Lo único que no quiero hacer es quedarme callada.

– Muy bien. Pero por lo general no se mata a los prisioneros de guerra. Se los convierte en esclavos.

– Bueno, eso es lo que son nuestros rebaños cautivos: poblaciones esclavizadas. Su trabajo es reproducirse para nosotros. Incluso sus actos sexuales se convierten en una forma de trabajo. No los odiamos porque ya no vale la pena odiarlos. Pensamos en ellos, como tú dices, con desprecio.

»Sin embargo, sigue habiendo animales a los que odiamos. Como las ratas. Las ratas no se han rendido. Plantan cara. Se unen para formar unidades subterráneas en las cloacas. No van ganando, pero tampoco están perdiendo. Por no hablar de los insectos y los microbios. Todavía puede que nos ganen. Y está claro que nos sobrevivirán.

La última sesión de la visita de su madre resulta ser un debate. Su oponente es el hombre corpulento y rubio de la cena de anoche, que resulta ser Thomas O'Hearne, profesor titular de filosofía en Appleton.

Se ha acordado que O'Hearne tendrá tres turnos para plantear su oposición y su madre tendrá tres turnos de réplica. Como O'Hearne ha tenido la cortesía de enviar un resumen por adelantado, ella tiene una idea general de lo que va a decir.

– La primera reserva que tengo hacia el movimiento por los derechos de los animales -empieza O'Hearne- es que, dado que no se reconoce a sí mismo como movimiento histórico, corre el riesgo de convertirse, igual que el movimiento por los derechos humanos, en otra cruzada de Occidente contra las prácticas del resto del mundo que reclama la universalidad para lo que son simplemente sus propios criterios. -Procede a ofrecer un breve esquema del nacimiento de las sociedades protectoras de animales en Gran Bretaña y América durante el siglo diecinueve.

»Cuando se trata de los derechos humanos -continúa- otras culturas y otras tradiciones religiosas replican con razón que tienen sus propias normas y que no ve por qué tienen que adoptar las de Occidente. De forma similar, afirman tener sus propias normas para tratar a los animales y no ven razón para adoptar las nuestras, sobre todo cuando las nuestras son tan recientes.

»En su texto de ayer, nuestra conferenciante fue muy dura con Descartes. Pero Descartes no inventó la idea de que los animales pertenecen a un orden distinto a la humanidad: simplemente le dio una formalización nueva. La idea de que tenemos la obligación para con los animales de tratarlos con compasión (por oposición a la obligación para con nosotros mismos de hacerlo) es una idea muy reciente y muy occidental, e incluso muy anglosajona. Mientras insistamos en que tenemos acceso a un universal ético al que otras tradiciones son ciegas, e intentemos imponérselo mediante la propaganda o incluso mediante la presión económica, vamos a encontrarnos con resistencias, y esas resistencias estarán justificadas.

Es el turno de su madre.

– Las preocupaciones que expresa son sustanciales, profesor O'Hearne, y yo no estoy segura de poder darles respuestas sustanciales. Tiene usted razón por supuesto, en sus consideraciones históricas. Hace muy poco que la amabilidad con los animales se ha vuelto una norma social, apenas ciento cincuenta años o doscientos años, y solamente ha sucedido en una parte del mundo. Tiene razón también en vincular esta historia con la historia de los derechos humanos, ya que la preocupación por los animales se deriva históricamente de una serie más amplia de preocupaciones filantrópicas: entre otras, el interés por la suerte de los niños y los esclavos.

»Volviendo a Descartes, solamente me gustaría decir que la discontinuidad que vio entre animales y seres humanos fue el resultado de una información incompleta. La ciencia en la época de Descartes no estaba familiarizada con los grandes simios ni con los mamíferos marinos superiores, y por tanto no tenía razones para cuestionar el supuesto de que los animales no pueden pensar. Y, por supuesto, no tenía acceso al registro de fósiles que le habría revelado un continuo gradual de criaturas antropoides desde los primates superiores hasta el Homo sapiens. Unos antropoides, hay que decirlo, a los que el hombre exterminó en su camino al poder.

»Aunque le concedo que tiene razón en su argumento central sobre la arrogancia cultural de Occidente, me parece apropiado que quienes han sido pioneros en la industrialización de las vidas animales y la transformación de la carne animal en artículo de consumo sean también líderes en intentar reparar estos fenómenos.

O'Hearne presenta su segunda tesis.

– En mi lectura de la literatura científica -dice-, los esfuerzos para mostrar que los animales pueden desarrollar pensamientos estratégicos, entender conceptos generales o comunicarse de forma simbólica han tenido un éxito muy limitado. Lo mejor que los simios superiores pueden hacer no rebasa el nivel de un ser humano incapaz de hablar y con un retraso mental grave. De ser así, ¿no se tiene razón al considerar que los animales, y eso incluye a los animales superiores, pertenecen a otro reino legal y ético en lugar de colocarlos en esta deprimente subcategoría humana? ¿No hay acaso cierta sabiduría en la visión tradicional que dice que los animales no pueden disfrutar de derechos legales porque no son personas, ni siquiera personas en potencia, como lo son los fetos? Si pensamos en normas para tratar a los animales, ¿no tiene más sentido que esas normas se nos apliquen a nosotros y al trato que les dispensamos, de momento, en lugar de plantearlas como derechos que los animales no pueden reivindicar ni ejecutar, ni siquiera entender?

El turno de su madre.

– Contestar de forma adecuada, profesor O'Hearne, requeriría más tiempo del que tengo, ya que primero querría examinar toda la cuestión de los derechos y de cómo los adquirimos. Así que déjeme hacer una sola observación: que el programa de experimentación científica que le lleva a usted a la conclusión de que los animales son imbéciles es profundamente antropocéntrico. Valora cosas como ser capaz de salir de un laberinto estéril, ignorando el hecho de que si al investigador que diseñó el laberinto lo tiraran en paracaídas sobre las selvas de Borneo, estaría muerto al cabo de una semana. De hecho, yo iría más lejos. Si a mí como ser humano se me dijera que los criterios por los que se juzga a los animales en esos experimentos son criterios humanos, me sentiría insultada. Son los propios experimentos los que son imbéciles. Los conductistas que los diseñaron afirman que solamente entendemos mediante el proceso de crear modelos abstractos y luego contrastar esos modelos con la realidad. Qué tontería. Entendemos mediante el proceso de sumergirnos a nosotros mismos y a nuestra inteligencia en la complejidad. Hay cierta autoestupidización en la forma en que el conductismo científico niega la complejidad de la vida.